/ martes 4 de enero de 2022

2022: justicia o ficción

Chrístel Rosales (@Chris_Ros)*

En el arranque de un nuevo año saltan a la vista los saldos de la realidad nacional. Ninguno muestra un balance positivo para la justicia penal. Nada propicia esperanzas, ni siquiera buenos propósitos.

¿Las señales ominosas? Aquí están el enfoque punitivo de las políticas penales, el uso faccioso del sistema contra grupos que son considerados adversarios, la falta de esclarecimiento del 94.8% de los casos que son conocidos por las autoridades e incluso la ola de recortes presupuestales y despidos en las fiscalías locales y en la propia FGR, que merman su capacidad para dar respuesta y son muestra clara de un desprecio por la investigación y persecución penal. Todo eso no es sólo un foco de alerta: ahí está mayormente la raíz de las amplias deudas sociales cuando se trata de justicia.

Con la ampliación del catálogo de delitos que ameritan prisión automática y su práctica generalizada, se observó un incremento notable –al menos de 28%– en el número de personas que se encuentran presas mientras se desarrolla su proceso penal. Esta realidad afecta a cuatro de cada 10 hombres y a una de cada dos mujeres. Tal uso excesivo del recurso se agrava con el hecho de que las personas pueden pasar periodos prolongados en prisión, más allá de los dos años –plazo máximo marcado por ley–, lo que produce un impacto severo en los individuos, sus familias y las comunidades.

Y todo lo anterior, ¿para qué? Para nada: la medida no es efectiva para proveer seguridad y justicia a la población. Al contrario, se emplea la prisión automática principalmente contra personas de bajos recursos, acusadas por delitos menores y sin análisis real sobre las consecuencias económicas, sociales y familiares de tal decisión. Esto se convierte en la salida fácil para muchos ministerios públicos y fiscalías, bajo la tradicional y anticuada lógica de que el uso de la prisión es un indicador de efectividad en la procuración de justicia.

Para colmo, la ficción adoptada para soportar la narrativa de una ‘supuesta’ justicia se ha centrado en la persecución de grupos de científicos, comunidades académicas, organizaciones de la sociedad civil y cualquier otra(o) que se empeñe en cuestionar las decisiones públicas. En esos casos sí que se aceita (y se fuerza) la maquinaria diseñada para brindar justicia, operada bajo el arbitrio de decisiones relacionadas con la disputa política del gobierno en turno.

Hay que decirlo con todas sus letras: la persecución, la saña y la arbitrariedad no tienen absolutamente nada que ver con la justicia. Ni siquiera como parodia. No propician condiciones de certidumbre y de legalidad ni construyen instituciones sólidas y despolitizadas. Lo que se observa es la administración del poder mediante la fuerza y la amenaza.

Dado este escenario recurrento resulta tan importante construir fiscalías autónomas, blindadas del poder y capaces de integrar investigaciones sólidas. De otra forma, éstas sólo responderán a quien ostenta el poder político o económico. Y, más importante, sin fiscalías técnicas será imposible revertir los altos porcentajes de impunidad, especialmente en los delitos que más nos afectan como sociedad.

La agenda de procuración de justicia es de la más alta relevancia, pues van de por medio las exigencias de paz más profundas de la sociedad, pero también el respeto a la diversidad, el ejercicio de libertades y la protección de nuestros derechos.

Para ello, en 2022 necesitaremos algo más que la ficción que nos ofrecen actualmente. Debemos construir una política nacional que logre con efectividad la transformación de las fiscalías, capaz de hacer contrapeso a su uso faccioso, brindar certidumbre a la sociedad y hacer efectiva la tan anhelada justicia, que hoy sólo es aspiración.

* Chrístel Rosales es investigadora senior del programa de Programa de Justicia en México Evalúa.

Chrístel Rosales (@Chris_Ros)*

En el arranque de un nuevo año saltan a la vista los saldos de la realidad nacional. Ninguno muestra un balance positivo para la justicia penal. Nada propicia esperanzas, ni siquiera buenos propósitos.

¿Las señales ominosas? Aquí están el enfoque punitivo de las políticas penales, el uso faccioso del sistema contra grupos que son considerados adversarios, la falta de esclarecimiento del 94.8% de los casos que son conocidos por las autoridades e incluso la ola de recortes presupuestales y despidos en las fiscalías locales y en la propia FGR, que merman su capacidad para dar respuesta y son muestra clara de un desprecio por la investigación y persecución penal. Todo eso no es sólo un foco de alerta: ahí está mayormente la raíz de las amplias deudas sociales cuando se trata de justicia.

Con la ampliación del catálogo de delitos que ameritan prisión automática y su práctica generalizada, se observó un incremento notable –al menos de 28%– en el número de personas que se encuentran presas mientras se desarrolla su proceso penal. Esta realidad afecta a cuatro de cada 10 hombres y a una de cada dos mujeres. Tal uso excesivo del recurso se agrava con el hecho de que las personas pueden pasar periodos prolongados en prisión, más allá de los dos años –plazo máximo marcado por ley–, lo que produce un impacto severo en los individuos, sus familias y las comunidades.

Y todo lo anterior, ¿para qué? Para nada: la medida no es efectiva para proveer seguridad y justicia a la población. Al contrario, se emplea la prisión automática principalmente contra personas de bajos recursos, acusadas por delitos menores y sin análisis real sobre las consecuencias económicas, sociales y familiares de tal decisión. Esto se convierte en la salida fácil para muchos ministerios públicos y fiscalías, bajo la tradicional y anticuada lógica de que el uso de la prisión es un indicador de efectividad en la procuración de justicia.

Para colmo, la ficción adoptada para soportar la narrativa de una ‘supuesta’ justicia se ha centrado en la persecución de grupos de científicos, comunidades académicas, organizaciones de la sociedad civil y cualquier otra(o) que se empeñe en cuestionar las decisiones públicas. En esos casos sí que se aceita (y se fuerza) la maquinaria diseñada para brindar justicia, operada bajo el arbitrio de decisiones relacionadas con la disputa política del gobierno en turno.

Hay que decirlo con todas sus letras: la persecución, la saña y la arbitrariedad no tienen absolutamente nada que ver con la justicia. Ni siquiera como parodia. No propician condiciones de certidumbre y de legalidad ni construyen instituciones sólidas y despolitizadas. Lo que se observa es la administración del poder mediante la fuerza y la amenaza.

Dado este escenario recurrento resulta tan importante construir fiscalías autónomas, blindadas del poder y capaces de integrar investigaciones sólidas. De otra forma, éstas sólo responderán a quien ostenta el poder político o económico. Y, más importante, sin fiscalías técnicas será imposible revertir los altos porcentajes de impunidad, especialmente en los delitos que más nos afectan como sociedad.

La agenda de procuración de justicia es de la más alta relevancia, pues van de por medio las exigencias de paz más profundas de la sociedad, pero también el respeto a la diversidad, el ejercicio de libertades y la protección de nuestros derechos.

Para ello, en 2022 necesitaremos algo más que la ficción que nos ofrecen actualmente. Debemos construir una política nacional que logre con efectividad la transformación de las fiscalías, capaz de hacer contrapeso a su uso faccioso, brindar certidumbre a la sociedad y hacer efectiva la tan anhelada justicia, que hoy sólo es aspiración.

* Chrístel Rosales es investigadora senior del programa de Programa de Justicia en México Evalúa.