En las primeras etapas de la Colonia, el indígena no se siente mexicano ni piensa que forma parte de un “pueblo” con ese nombre. Tampoco hay un sentido de nacionalidad mexicana. Sin embargo, el Estado existe, puesto que la organización política europea, aplicada por España para su gobierno nacional, es trasladada e impuesta a las colonias, de manera que el virrey, por ejemplo, viene a ejercitar la función de poder soberano sobre una determinada área territorial que ni siquiera corresponde a los asentamientos originales de los pueblos indígenas. Hasta donde alcanza la asignación de las tierras conquistadas por motivos militares y de organización política y religiosa por las autoridades de la metrópoli, llega el poder del virrey, que es el brazo ejecutivo del Estado español en el territorio sometido y reproduce las estructuras que el Estado nacional, en proceso de maduración, pero ya formado, trasladaba del suelo europeo al americano.
Desde el principio del dominio español hubo propósitos de reconocer las diferencias étnicas e incluso proteger a los naturales del abuso de los conquistadores y atender a sus costumbres y usos, pero esto nunca sucedió, de manera que conquistadores y conquistados no podían sentirse como pertenecientes a un mismo pueblo.
Si el pueblo se caracteriza porque sus miembros se identifican entre sí, se sienten partícipes de la comunidad a la que pertenecen y se identifican con ella, además de que son semejantes y entre ellos existe un lazo afectivo, es evidente que las diferencias étnicas, culturales o sociales plantean obstáculos para la formación de un pueblo propiamente dicho, mediante la fusión de dos culturas. Una de ellas permanece como dominante y la otra como dominada.
Durante la Colonia, el grupo étnico español va adquiriendo su propia peculiaridad en el territorio de la Nueva España, que lo empieza a hacer distinto del español peninsular. Desarrolla sus propios giros de lenguaje, al cual penetran también las voces de los idiomas autóctonos; aparece un mestizaje que genera una capa intermedia entre el indígena y el español criollo; va produciéndose también un hibridismo cultural en la comida, en el vestido; surge gradualmente una sensación de pertenencia a una patria diferente a la de origen. Aquí no actúa un pueblo que, en el proceso lineal descrito, de entre varios similares, alcanza la hegemonía, sino es el que llegó a instalar su dominio y comienza a diferenciarse también de su origen externo. Esta capa hegemónica, étnicamente distinta, va asumiendo su nueva identidad, busca sus propios símbolos, el más importante de ellos, la Virgen de Guadalupe, que si bien aparece en un principio como instrumento de aglutinación mediante el sincretismo de los antiguos ídolos aztecas y las imágenes del catolicismo, empieza a convertirse en uno de los emblemas de la nacionalidad encabezada por los criollos que se enorgullecen de lo mexicano como algo distinto y hacen aparecer la concepción de nación a partir de la estructura político-estatal aun antes de que todos los miembros de esa nación se identificaran plenamente como un pueblo. El criollo del siglo XVIII no se siente hermano de sangre del indígena y por supuesto no lo admite como miembro de su pueblo, y sin embargo si considera que comparte con él una nación.
El proceso de independencia que encabezan los criollos para sacudirse la tutela de los peninsulares españoles, toma el concepto europeo de soberanía popular pero este no se ve respaldado por la existencia de un pueblo coherente que formara una nación. El nuevo Estado surgido de la Independencia viene a realizar un papel integrador al tratar de desarrollar y modernizar al país, buscando una homogenización y una integración a la cultura occidental de los pueblos indígenas para avanzar en la consolidación de un pueblo único. Así, el pueblo como entidad depositaria de la soberanía proclamada en el artículo 39 constitucional, no era en el momento de las primeras declaraciones constitucionales, y no lo es todavía, una entidad sociológica de la que provenga el desarrollo de los conceptos de nación y Estado. Sin embargo, se va configurando poco a poco a medida que se avanza en la integración nacional y que se reconoce, por otro lado, la identidad y existencia de los pueblos indígenas, paso importante que ha dado lugar a que se acepte una realidad en la que no priva una integración total. La capa dominante del país sigue perteneciendo en buena parte, desde el punto de vista étnico, al grupo criollo original y a una capa mestiza más identificada étnica u culturalmente con el criollismo.
Pese a excepciones, afortunadamente crecientes, los indígenas siguen marginados de su ingreso a las altas esferas de dirección y continúan sufriendo discriminación. Así, después de medio milenio el pueblo todavía está en proceso de consolidación como entidad colectiva que se reconozca a sí misma e integre, sin absorberlos, a los pueblos indígenas.
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