/ domingo 2 de julio de 2017

Desde tierras mundialistas

Al pie de la cancha, esos cuatro hermanos que fundaran al equipo ruso del pueblo, el Spartak de Moscú.

Sobre el mismísimo césped, en una escultura que muestra a dos de ellos sentados y a los restantes dos parados, los Starostin, que en 1934 gestaran la pasión más sincera y menos interesada del complicado futbol moscovita.

Spartak, nombre idóneo cuando tan reciente era la revolución, retomándose el pasaje de la antigua Roma: el gladiador Espartaco que se rebeló a nombre de los esclavos.

Por esos años, la Spartakiada ya servía como respuesta a los Olímpicos vistos como celebración capitalista y propia de burgueses. Tiempos en los que la Unión Soviética era ajena a las Olimpiadas y en los que desde el Kremlin se respondía al vetado COI con la Spartakiada.

Así que si el club Dynamo estaba afiliado a la Inteligencia, a la policía, a los espías, a lo que después se llamaría KGB.

Así que si el Spartak era manejado a su antojo por el ejército, lo que representaba que para fichar a un jugador bastaba con llamarlo a las filas; así que si las diversas dependencias poseían su propio club, como el Lokomotiv del Ministerio de Transportes o el Torpedo de la estatal industria automotriz; si todo eso, el Spartak no poseía mayor filiación que a           la gente.

Lo que en origen tomaba como estandarte revolucionario a Espartaco, al poco tiempo era un Espartaco contra la burocracia y el aparato represivo comunista: ser del Spartak fue la única forma de vivir ese futbol al margen del sistema, el límite entre lo permitido y lo no tanto, una insurrección tan simbólica como inofensiva y silenciosa.

Dicho lo anterior, nadie se extrañará de que Stalin mandara a trabajos forzados a Siberia a los hermanos Starostin, acusados primero de urdir un plan para matarlo y luego de practicar un deporte burgués.

Era ese mismo líder soviético que viera jugar a dos de ellos en un partido amistoso en plena Plaza Roja, organizado para que conociera la disciplina del balón que ya era masiva.

Los Starostin sobrevivirían al Gulag y en cuanto el tirano murió, serían absueltos.

De hecho, los cuatro tendrían largas vidas, incluso dos de ellos más allá de los años ochenta, cuando la URSS quedaba confinada a los libros de historia.

Como sea, el Spartak nunca los olvidó. Caído el Muro de Berlín, disuelta la Unión Soviética, cuando brotaban conflictos de identidad en los diferentes clubes sustentados en la ideología comunista, el Spartak se reafirmó como equipo del pueblo.

En su estadio nuevo, ese en el que México disputará este domingo el tercer lugar frente a Portugal, las efigies de los cuatro –Nikolai, Alexander, Andrei y Piotr–, ocupan un sitio primordial.

Curiosa la Moscú mundialista: en un estadio, el Luzhniki, se entra ante el monumento de Lenin; en el otro, el Otkrytie, lo primero que se ve en el terreno de juego es la estatua cuádruple de esta familia.

Polos que se rechazaron, que se persiguieron, que se desafiaron, en Rusia 2018 sus estatuas comparten estadios en la misma ciudad.

Twitter: @albertolati

Al pie de la cancha, esos cuatro hermanos que fundaran al equipo ruso del pueblo, el Spartak de Moscú.

Sobre el mismísimo césped, en una escultura que muestra a dos de ellos sentados y a los restantes dos parados, los Starostin, que en 1934 gestaran la pasión más sincera y menos interesada del complicado futbol moscovita.

Spartak, nombre idóneo cuando tan reciente era la revolución, retomándose el pasaje de la antigua Roma: el gladiador Espartaco que se rebeló a nombre de los esclavos.

Por esos años, la Spartakiada ya servía como respuesta a los Olímpicos vistos como celebración capitalista y propia de burgueses. Tiempos en los que la Unión Soviética era ajena a las Olimpiadas y en los que desde el Kremlin se respondía al vetado COI con la Spartakiada.

Así que si el club Dynamo estaba afiliado a la Inteligencia, a la policía, a los espías, a lo que después se llamaría KGB.

Así que si el Spartak era manejado a su antojo por el ejército, lo que representaba que para fichar a un jugador bastaba con llamarlo a las filas; así que si las diversas dependencias poseían su propio club, como el Lokomotiv del Ministerio de Transportes o el Torpedo de la estatal industria automotriz; si todo eso, el Spartak no poseía mayor filiación que a           la gente.

Lo que en origen tomaba como estandarte revolucionario a Espartaco, al poco tiempo era un Espartaco contra la burocracia y el aparato represivo comunista: ser del Spartak fue la única forma de vivir ese futbol al margen del sistema, el límite entre lo permitido y lo no tanto, una insurrección tan simbólica como inofensiva y silenciosa.

Dicho lo anterior, nadie se extrañará de que Stalin mandara a trabajos forzados a Siberia a los hermanos Starostin, acusados primero de urdir un plan para matarlo y luego de practicar un deporte burgués.

Era ese mismo líder soviético que viera jugar a dos de ellos en un partido amistoso en plena Plaza Roja, organizado para que conociera la disciplina del balón que ya era masiva.

Los Starostin sobrevivirían al Gulag y en cuanto el tirano murió, serían absueltos.

De hecho, los cuatro tendrían largas vidas, incluso dos de ellos más allá de los años ochenta, cuando la URSS quedaba confinada a los libros de historia.

Como sea, el Spartak nunca los olvidó. Caído el Muro de Berlín, disuelta la Unión Soviética, cuando brotaban conflictos de identidad en los diferentes clubes sustentados en la ideología comunista, el Spartak se reafirmó como equipo del pueblo.

En su estadio nuevo, ese en el que México disputará este domingo el tercer lugar frente a Portugal, las efigies de los cuatro –Nikolai, Alexander, Andrei y Piotr–, ocupan un sitio primordial.

Curiosa la Moscú mundialista: en un estadio, el Luzhniki, se entra ante el monumento de Lenin; en el otro, el Otkrytie, lo primero que se ve en el terreno de juego es la estatua cuádruple de esta familia.

Polos que se rechazaron, que se persiguieron, que se desafiaron, en Rusia 2018 sus estatuas comparten estadios en la misma ciudad.

Twitter: @albertolati

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