/ domingo 21 de agosto de 2016

El fantasma de la frustración recorre el país

Ni siquiera en los peores momentos del autoritarismo priísta, aquellos de severas crisis económicas intermitentes, con pérdida del patrimonio de numerosas familias, férrea mano dura gubernamental y constantes fraudes electorales, percibí lo que hoy observo. Por supuesto, puedo estar equivocado, porque finalmente las percepciones son por entero subjetivas. Pero entre la población no veo otra cosa que desánimo generalizado, hartazgo ciudadano, frustración en los rostros, desazón por todas partes.

¿Cuál es la principal diferencia con respecto a la atmósfera que prevalecía en la sociedad mexicana hace tres, cuatro décadas? Una sustantiva y muy importante, ni siquiera medible, por estar en el ámbito de las actitudes. Téngase presente al efecto que hace cuatro décadas las encuestas, que de alguna manera mensuran estados de ánimo colectivos, no se levantaban en México y mucho menos, eran la lucrativa industria en que hoy se han convertido.

En notorio contraste con lo que ahora sucede, según mi percepción personal, es que entonces, en las dos últimas décadas del siglo pasado, no obstante la durísima situación que se vivía, estaba en el ánimo de la población que el cambio era factible –desde luego para mejorar-, y que tal posibilidad de cambio, dependía de lo que los mexicanos fuéramos capaces de hacer en tal dirección en tanto ciudadanos.

Desde luego que la perspectiva de futuro no se veía fácil, ni cómodo el camino a recorrer para lograr el cambio. Pero se respiraba la sensación de que era asequible, que por más difícil que pareciera conseguirlo, finalmente estaba al alcance. Como finalmente lo estuvo, al menos así lo pareció, con la alternancia en el año 2000.

Hoy las cosas son radicalmente distintas. Se tiene en una alta proporción de mexicanos, la dolorosa sensación de que la gravísima situación del país no tiene solución posible a la vista. Por ejemplo, la corrupción (de la que se conoce un escándalo tras otro), parece algo imparable. Que todo cuanto se hace para frenarla o combatirla, lleva al terreno del engaño y de la burla. A eso conducen desde los sofismas de la familia presidencial, hasta la declaración tres de tres de López Obrador. Podrá haber diferencias de grado. Pero el desprecio, el engaño, la burla, son exactamente idénticos.

Se ha llegado al extremo, para no ir más lejos, de que el mismo Ejecutivo en persona, a regañadientes, ha admitido corrupción, digamos que en el terreno de la ética (para no invocar la moral, violatoria de la ley en un estado laico), pero eso sí, sin infringir la ley. Con esta actitud, ya qué más se puede esperar. Simplemente confirmar lo apuntado por López Portillo hace más de tres décadas, en el sentido de que la corrupción admitida y solapada, haría de México un país de cínicos.

Ya llegamos a ese punto. Por ello la desesperanza, el pesimismo, la actitud de que ya nada se puede hacer. Ni en el mencionado terreno ni en otros igualmente graves, como la violencia, la inseguridad, la impunidad y la desestabilización que padecen al menos cuatro entidades del país, ante la pasividad casi total del Gobierno. Nada bueno nos espera.

Ni siquiera en los peores momentos del autoritarismo priísta, aquellos de severas crisis económicas intermitentes, con pérdida del patrimonio de numerosas familias, férrea mano dura gubernamental y constantes fraudes electorales, percibí lo que hoy observo. Por supuesto, puedo estar equivocado, porque finalmente las percepciones son por entero subjetivas. Pero entre la población no veo otra cosa que desánimo generalizado, hartazgo ciudadano, frustración en los rostros, desazón por todas partes.

¿Cuál es la principal diferencia con respecto a la atmósfera que prevalecía en la sociedad mexicana hace tres, cuatro décadas? Una sustantiva y muy importante, ni siquiera medible, por estar en el ámbito de las actitudes. Téngase presente al efecto que hace cuatro décadas las encuestas, que de alguna manera mensuran estados de ánimo colectivos, no se levantaban en México y mucho menos, eran la lucrativa industria en que hoy se han convertido.

En notorio contraste con lo que ahora sucede, según mi percepción personal, es que entonces, en las dos últimas décadas del siglo pasado, no obstante la durísima situación que se vivía, estaba en el ánimo de la población que el cambio era factible –desde luego para mejorar-, y que tal posibilidad de cambio, dependía de lo que los mexicanos fuéramos capaces de hacer en tal dirección en tanto ciudadanos.

Desde luego que la perspectiva de futuro no se veía fácil, ni cómodo el camino a recorrer para lograr el cambio. Pero se respiraba la sensación de que era asequible, que por más difícil que pareciera conseguirlo, finalmente estaba al alcance. Como finalmente lo estuvo, al menos así lo pareció, con la alternancia en el año 2000.

Hoy las cosas son radicalmente distintas. Se tiene en una alta proporción de mexicanos, la dolorosa sensación de que la gravísima situación del país no tiene solución posible a la vista. Por ejemplo, la corrupción (de la que se conoce un escándalo tras otro), parece algo imparable. Que todo cuanto se hace para frenarla o combatirla, lleva al terreno del engaño y de la burla. A eso conducen desde los sofismas de la familia presidencial, hasta la declaración tres de tres de López Obrador. Podrá haber diferencias de grado. Pero el desprecio, el engaño, la burla, son exactamente idénticos.

Se ha llegado al extremo, para no ir más lejos, de que el mismo Ejecutivo en persona, a regañadientes, ha admitido corrupción, digamos que en el terreno de la ética (para no invocar la moral, violatoria de la ley en un estado laico), pero eso sí, sin infringir la ley. Con esta actitud, ya qué más se puede esperar. Simplemente confirmar lo apuntado por López Portillo hace más de tres décadas, en el sentido de que la corrupción admitida y solapada, haría de México un país de cínicos.

Ya llegamos a ese punto. Por ello la desesperanza, el pesimismo, la actitud de que ya nada se puede hacer. Ni en el mencionado terreno ni en otros igualmente graves, como la violencia, la inseguridad, la impunidad y la desestabilización que padecen al menos cuatro entidades del país, ante la pasividad casi total del Gobierno. Nada bueno nos espera.