/ martes 13 de junio de 2017

Omar o la realidad de los migrantes

Cuando llegamos al puente en el que se encontraban los migrantes las primeras en recibirnos fueron las moscas. Cientos de ellas llenaban el aire caliente y seco de aquél medio día. Detrás de ellas, sentados en el piso estaban decenas de migrantes. Algunos mexicanos, otros de Centroamérica. Estaban mezclados con aquellos que apenas hacía unos días habían sido deportados, después de haber dejado sus mejores años en alguna ciudad norteamericana, años que se quedaron allá, del otro lado, igual que sus familias. Hablamos con varios de ellos.

Algunos con el dolor de haber perdido todo lo poco que con los años ganaron en Estados Unidos. Otros con el dolor de tener que dejar su tierra para buscar oportunidades de vida. Todos con la mirada de incertidumbre, como quien apuesta su resto aun en contra de la probabilidad. Tirado en el piso, sin más cama que una cobija, estaba Omar. Sus quejidos eran muy suaves, pues la fuerza ya había escapado de su cuerpo. Llevaba más de tres días lamentándose por un dolor que le invadía el cuerpo. Los guardias de una gran fábrica apostada a unos cuantos metros del bajo puente y de las vías del tren, habían intentado convencerlo de ir al hospital.

Omar se había negado, como sabiendo que a los guardias no les importaba su salud o su vida, sino simplemente que no se muriera ahí, a las afueras de la fábrica y por donde todos los días los empleados pasaban. Por fin aceptó. No sé si fue por el dolor extremo o por la presencia de quienes todos los días dan comida y agua a los migrantes. La ambulancia llegó y dos paramédicos revisaron a Omar. Le hicieron un tacto en el abdomen y retiraron de su cabeza un gorro tejido para descubrir una herida que parecía ser una de las causas del malestar. Lo evidente era su desnutrición y deshidratación.

Con no más de un metro sesenta de estatura, el peso de Omar rondaría los cuarenta y cinco kilos, no más. Cuando lo subieron a la ambulancia, supe que Omar era de Guachochi y tenía apenas 20 años. Supe que había huido de la pobreza y la violencia de la boca por la que se ingresa la Sierra Tarahumara. Ya recostado en la camilla y con una cánula en su vena, Omar seguía dudando en ir al hospital. Le daba miedo lo que pudiera pasarle, así como perder su lugar en el bajo puente y más aún, que le robaran sus pertenencias.

El dolor pudo más que el miedo. Omar aceptó ir al Hospital Central de Chihuahua. En una bolsa de plástico, guardamos su cobija, esa que servía de colchón en un calor como el de aquella ciudad. Metimos allí tres botellitas de agua y una lata de atún. Allí iban las posesiones de Omar. Allí iban las fichas con las que jugaría una apuesta en contra de la probabilidad por alcanzar una vida mejor.

La ambulancia cerró sus puertas y emprendió el camino hacia el hospital. Los demás migrantes quedaron atrás. En el puente las moscas seguían volando. Los guardias respiraron al fin. Omar no moriría. Cuando menos, no en su turno, no afuera de su fábrica.

joaquin.narro@gmail.com

@JoaquinNarro

Cuando llegamos al puente en el que se encontraban los migrantes las primeras en recibirnos fueron las moscas. Cientos de ellas llenaban el aire caliente y seco de aquél medio día. Detrás de ellas, sentados en el piso estaban decenas de migrantes. Algunos mexicanos, otros de Centroamérica. Estaban mezclados con aquellos que apenas hacía unos días habían sido deportados, después de haber dejado sus mejores años en alguna ciudad norteamericana, años que se quedaron allá, del otro lado, igual que sus familias. Hablamos con varios de ellos.

Algunos con el dolor de haber perdido todo lo poco que con los años ganaron en Estados Unidos. Otros con el dolor de tener que dejar su tierra para buscar oportunidades de vida. Todos con la mirada de incertidumbre, como quien apuesta su resto aun en contra de la probabilidad. Tirado en el piso, sin más cama que una cobija, estaba Omar. Sus quejidos eran muy suaves, pues la fuerza ya había escapado de su cuerpo. Llevaba más de tres días lamentándose por un dolor que le invadía el cuerpo. Los guardias de una gran fábrica apostada a unos cuantos metros del bajo puente y de las vías del tren, habían intentado convencerlo de ir al hospital.

Omar se había negado, como sabiendo que a los guardias no les importaba su salud o su vida, sino simplemente que no se muriera ahí, a las afueras de la fábrica y por donde todos los días los empleados pasaban. Por fin aceptó. No sé si fue por el dolor extremo o por la presencia de quienes todos los días dan comida y agua a los migrantes. La ambulancia llegó y dos paramédicos revisaron a Omar. Le hicieron un tacto en el abdomen y retiraron de su cabeza un gorro tejido para descubrir una herida que parecía ser una de las causas del malestar. Lo evidente era su desnutrición y deshidratación.

Con no más de un metro sesenta de estatura, el peso de Omar rondaría los cuarenta y cinco kilos, no más. Cuando lo subieron a la ambulancia, supe que Omar era de Guachochi y tenía apenas 20 años. Supe que había huido de la pobreza y la violencia de la boca por la que se ingresa la Sierra Tarahumara. Ya recostado en la camilla y con una cánula en su vena, Omar seguía dudando en ir al hospital. Le daba miedo lo que pudiera pasarle, así como perder su lugar en el bajo puente y más aún, que le robaran sus pertenencias.

El dolor pudo más que el miedo. Omar aceptó ir al Hospital Central de Chihuahua. En una bolsa de plástico, guardamos su cobija, esa que servía de colchón en un calor como el de aquella ciudad. Metimos allí tres botellitas de agua y una lata de atún. Allí iban las posesiones de Omar. Allí iban las fichas con las que jugaría una apuesta en contra de la probabilidad por alcanzar una vida mejor.

La ambulancia cerró sus puertas y emprendió el camino hacia el hospital. Los demás migrantes quedaron atrás. En el puente las moscas seguían volando. Los guardias respiraron al fin. Omar no moriría. Cuando menos, no en su turno, no afuera de su fábrica.

joaquin.narro@gmail.com

@JoaquinNarro