/ martes 6 de octubre de 2015

Víctimas de la violencia armada / Eduardo Andrade Sánchez

Se suele decir, con razón, que mal de muchos... consuelo de tontos, de modo que muy lejos estoy de pretender que las cifras divulgadas por el presidente Obama puedan aliviar el malestar existente en nuestra sociedad por la violencia armada surgida del desbordamiento de la delincuencia organizada. Empero, es interesante constatar cómo la cultura de las armas propicia ataques que, sin ser propiamente terroristas, siembran el terror en comunidades académicas y cobran víctimas de un modo que prácticamente se ha tornado rutinario, según la expresión del titular del Ejecutivo estadunidense.

El reciente ataque ocurrido en Oregón ha incentivado el debate en varios frentes, en los cuales chocan concepciones ligadas a los derechos humanos. En un primer plano se encuentra el planteamiento presidencial de la necesidad de establecer un control sobre la proliferación de armas en manos privadas por un comercio -impregnado de sangre, diría el Papa- ajeno a cualquier control, que se encuentra no solo en la raíz de estas recurrentes masacres, sino en la desmedida violencia desplegada en toda clase de lugares públicos, mediante el uso de armas de fuego. Las cifras son escalofriantes: entre 2001 y 2013 han muerto, abatidas por disparos, 406 mil 496 personas en territorio estadunidense, número que adquiere particular dimensión si se le compara, como pidió el propio Obama, con los ciudadanos de ese país que han sido víctimas fatales de ataques terroristas durante ese mismo periodo, dentro y fuera de Estados Unidos, cuyo total asciende a tres mil 380. ¡Ciento veinte veces más muertos! por balas disparadas con armas en manos de la población local que por acciones terroristas contra ciudadanos norteamericanos. Estas últimas impulsadas por motivos políticos, pero las otras derivan en gran medida de una grave descomposición social, propiciada por el aislamiento, la marginación, la insatisfacción personal, la desesperación económica, la exacerbada cultura de la violencia y el facilísimo acceso a las armas letales.

Es cierto, como afirman los defensores de la posesión de armas, que limitar su venta no necesariamente evitará estas tragedias, pero seguramente las reduciría de manera notable, lo cual no es probable que suceda con la solución alterna que proponen los armamentistas, consistente en usar más instrumentos mortales, asignando guardias armados para la seguridad en los centros escolares. Quienes así opinan desconocen que a los desquiciados homicidas que perpetran estas matanzas no les importa que los maten, en el fondo es lo que quieren, siempre que a cambio de ello alcancen una notoriedad, cuya expectativa llene el vacío de sus vidas miserables. De ahí la otra polémica, entre quienes consideran que debe limitarse la información acerca de la identidad y los antecedentes de los atacantes y los que piensan que tal medida sería una censura inadmisible. El sheriff que divulgó la noticia dijo expresamente que omitiría el nombre del homicida para no darle el crédito que buscó con su conducta criminal y muchos expertos afirman que la publicidad dada a estos actos impulsa a otros desequilibrados a emularlos. En tal conflicto parece preferible trabajar un método de autorregulación de los medios informativos para que reduzcan al mínimo la información de estas masacres y se abstengan de publicar el nombre de su autor, porque introducir una regulación legal podría justificar más adelante, indebidas intromisiones en la libertad de informar. eandrade@oem.com.mx

Se suele decir, con razón, que mal de muchos... consuelo de tontos, de modo que muy lejos estoy de pretender que las cifras divulgadas por el presidente Obama puedan aliviar el malestar existente en nuestra sociedad por la violencia armada surgida del desbordamiento de la delincuencia organizada. Empero, es interesante constatar cómo la cultura de las armas propicia ataques que, sin ser propiamente terroristas, siembran el terror en comunidades académicas y cobran víctimas de un modo que prácticamente se ha tornado rutinario, según la expresión del titular del Ejecutivo estadunidense.

El reciente ataque ocurrido en Oregón ha incentivado el debate en varios frentes, en los cuales chocan concepciones ligadas a los derechos humanos. En un primer plano se encuentra el planteamiento presidencial de la necesidad de establecer un control sobre la proliferación de armas en manos privadas por un comercio -impregnado de sangre, diría el Papa- ajeno a cualquier control, que se encuentra no solo en la raíz de estas recurrentes masacres, sino en la desmedida violencia desplegada en toda clase de lugares públicos, mediante el uso de armas de fuego. Las cifras son escalofriantes: entre 2001 y 2013 han muerto, abatidas por disparos, 406 mil 496 personas en territorio estadunidense, número que adquiere particular dimensión si se le compara, como pidió el propio Obama, con los ciudadanos de ese país que han sido víctimas fatales de ataques terroristas durante ese mismo periodo, dentro y fuera de Estados Unidos, cuyo total asciende a tres mil 380. ¡Ciento veinte veces más muertos! por balas disparadas con armas en manos de la población local que por acciones terroristas contra ciudadanos norteamericanos. Estas últimas impulsadas por motivos políticos, pero las otras derivan en gran medida de una grave descomposición social, propiciada por el aislamiento, la marginación, la insatisfacción personal, la desesperación económica, la exacerbada cultura de la violencia y el facilísimo acceso a las armas letales.

Es cierto, como afirman los defensores de la posesión de armas, que limitar su venta no necesariamente evitará estas tragedias, pero seguramente las reduciría de manera notable, lo cual no es probable que suceda con la solución alterna que proponen los armamentistas, consistente en usar más instrumentos mortales, asignando guardias armados para la seguridad en los centros escolares. Quienes así opinan desconocen que a los desquiciados homicidas que perpetran estas matanzas no les importa que los maten, en el fondo es lo que quieren, siempre que a cambio de ello alcancen una notoriedad, cuya expectativa llene el vacío de sus vidas miserables. De ahí la otra polémica, entre quienes consideran que debe limitarse la información acerca de la identidad y los antecedentes de los atacantes y los que piensan que tal medida sería una censura inadmisible. El sheriff que divulgó la noticia dijo expresamente que omitiría el nombre del homicida para no darle el crédito que buscó con su conducta criminal y muchos expertos afirman que la publicidad dada a estos actos impulsa a otros desequilibrados a emularlos. En tal conflicto parece preferible trabajar un método de autorregulación de los medios informativos para que reduzcan al mínimo la información de estas masacres y se abstengan de publicar el nombre de su autor, porque introducir una regulación legal podría justificar más adelante, indebidas intromisiones en la libertad de informar. eandrade@oem.com.mx