/ miércoles 4 de septiembre de 2019

A la guerra sin fusil

En la macabra contabilidad de la delincuencia se suele separar por sexenios a las víctimas de ejecuciones, homicidios dolosos, secuestros y delitos de toda índole y atribuirlas al gobierno en turno, específicamente al presidente de la República. Se habla de los muertos de Felipe Calderón o de Enrique Peña Nieto como si el jefe del Ejecutivo fuera el autor intelectual o material de los miles de crímenes cometidos; serían crímenes de Estado. No es del todo justo cargar a la cuenta del presidente o de su gobierno la responsabilidad del pavoroso fenómeno de la inseguridad y su estela de luto y angustia que padece la población, aunque sí resulta social y políticamente válido el análisis y la crítica a la forma en que cada gobierno ha enfrentado ese grave problema.

Felipe Calderón no mandó matar a cerca de doscientas mil víctimas, civiles, policías o militares. Enrique Peña Nieto no armó las manos de las bandas del narcotráfico que hicieron desaparecer y mataron a los 43 jóvenes de Ayotzinapa. Si injusto es atribuir al presidente los muertos de su sexenio, más reprobable resulta afirmar que el registro de la delincuencia en lo que va de la presente administración es responsabilidad y herencia de gobiernos anteriores. El presidente Andrés Manuel López Obrador debe asumir la responsabilidad que le corresponde, no por los muertos y las víctimas del trágico recuento, sino por los resultados de la estrategia del combate al crimen.

Durante el mes de agosto, el más violento que supera a los anteriores, se registran 79 homicidios dolosos diarios en todo el país. Mes con mes la trágica estadística supera a la anterior. Entidades como Ciudad de México, Tamaulipas, Sinaloa, Veracruz, Morelos, Guerrero, Guanajuato, Michoacán, el Estado de México encabezan las negras y crecientes listas de la criminalidad que incluyen, más que en el pasado, la muerte violenta de militares y miembros de los cuerpos de seguridad a manos de la delincuencia. El gobierno de López Obrador ha puesto en práctica una estrategia distinta en la forma. En el fondo la creación de la Guardia Nacional con elementos del Ejército, la Marina y la Policía Federal no es diferente a políticas aplicadas en el pasado, como el empleo de las fuerzas armadas o la creación de cuerpos como la gendarmería. La diferencia consiste en la renuncia al empleo de la fuerza, a la que el Estado está obligado, para perseguir a la delincuencia y reprimir a los miembros de las bandas. La seguridad para todos los ciudadanos es obligación primordial, irrenunciable del gobierno como principal garante del funcionamiento del Estado.

En vez del empleo de los elementos que el Estado tiene a su disposición para procurar seguridad a la comunidad, entre ellos la fuerza para reprimir y castigar el delito, López Obrador aplica una estrategia en la que, con mensajes paternales, evangélicos, de perdón u olvido, las fuerzas armadas, el Ejército, la Marina y los integrantes de la Guardia Nacional, por orden del propio presidente, deben abstenerse en principio de usar la fuerza, no para defenderse sino para atacar a las bandas criminales. En nombre de una decisión, se dice, de atacar las causas de la criminalidad, los cuerpos de seguridad se encuentran inermes, desvalidos. La guerra se ha terminado, se afirma, en busca de una paz que sólo se conseguirá si, además de atender las causas que la amenazan, se cumple con el deber de impedir el delito y sancionarlo conforme a los principios de un verdadero estado de derecho que no elimina el uso de la fuerza para garantizarla. La búsqueda de la paz no es un adiós a las armas. La renuncia a los instrumentos de la represión es mandar a las fuerzas de seguridad a la guerra sin fusil.

srio28@prodigy.net.mx

En la macabra contabilidad de la delincuencia se suele separar por sexenios a las víctimas de ejecuciones, homicidios dolosos, secuestros y delitos de toda índole y atribuirlas al gobierno en turno, específicamente al presidente de la República. Se habla de los muertos de Felipe Calderón o de Enrique Peña Nieto como si el jefe del Ejecutivo fuera el autor intelectual o material de los miles de crímenes cometidos; serían crímenes de Estado. No es del todo justo cargar a la cuenta del presidente o de su gobierno la responsabilidad del pavoroso fenómeno de la inseguridad y su estela de luto y angustia que padece la población, aunque sí resulta social y políticamente válido el análisis y la crítica a la forma en que cada gobierno ha enfrentado ese grave problema.

Felipe Calderón no mandó matar a cerca de doscientas mil víctimas, civiles, policías o militares. Enrique Peña Nieto no armó las manos de las bandas del narcotráfico que hicieron desaparecer y mataron a los 43 jóvenes de Ayotzinapa. Si injusto es atribuir al presidente los muertos de su sexenio, más reprobable resulta afirmar que el registro de la delincuencia en lo que va de la presente administración es responsabilidad y herencia de gobiernos anteriores. El presidente Andrés Manuel López Obrador debe asumir la responsabilidad que le corresponde, no por los muertos y las víctimas del trágico recuento, sino por los resultados de la estrategia del combate al crimen.

Durante el mes de agosto, el más violento que supera a los anteriores, se registran 79 homicidios dolosos diarios en todo el país. Mes con mes la trágica estadística supera a la anterior. Entidades como Ciudad de México, Tamaulipas, Sinaloa, Veracruz, Morelos, Guerrero, Guanajuato, Michoacán, el Estado de México encabezan las negras y crecientes listas de la criminalidad que incluyen, más que en el pasado, la muerte violenta de militares y miembros de los cuerpos de seguridad a manos de la delincuencia. El gobierno de López Obrador ha puesto en práctica una estrategia distinta en la forma. En el fondo la creación de la Guardia Nacional con elementos del Ejército, la Marina y la Policía Federal no es diferente a políticas aplicadas en el pasado, como el empleo de las fuerzas armadas o la creación de cuerpos como la gendarmería. La diferencia consiste en la renuncia al empleo de la fuerza, a la que el Estado está obligado, para perseguir a la delincuencia y reprimir a los miembros de las bandas. La seguridad para todos los ciudadanos es obligación primordial, irrenunciable del gobierno como principal garante del funcionamiento del Estado.

En vez del empleo de los elementos que el Estado tiene a su disposición para procurar seguridad a la comunidad, entre ellos la fuerza para reprimir y castigar el delito, López Obrador aplica una estrategia en la que, con mensajes paternales, evangélicos, de perdón u olvido, las fuerzas armadas, el Ejército, la Marina y los integrantes de la Guardia Nacional, por orden del propio presidente, deben abstenerse en principio de usar la fuerza, no para defenderse sino para atacar a las bandas criminales. En nombre de una decisión, se dice, de atacar las causas de la criminalidad, los cuerpos de seguridad se encuentran inermes, desvalidos. La guerra se ha terminado, se afirma, en busca de una paz que sólo se conseguirá si, además de atender las causas que la amenazan, se cumple con el deber de impedir el delito y sancionarlo conforme a los principios de un verdadero estado de derecho que no elimina el uso de la fuerza para garantizarla. La búsqueda de la paz no es un adiós a las armas. La renuncia a los instrumentos de la represión es mandar a las fuerzas de seguridad a la guerra sin fusil.

srio28@prodigy.net.mx