/ jueves 2 de julio de 2020

Alta Empresa | A la ciencia le urge un publirrelacionista

Con ya cuatro meses de encierro a cuestas, miles de contagiados y casi 30,000 muertos, el grueso de los mexicanos parece haber alcanzado un punto de inflexión respecto a la COVID-19. Independientemente de semáforos e indicadores, una buena parte de la ciudadanía ha tomado la decisión de que es hora de vencer el miedo y salir a la calle. Así lo evidencia el incremento notorio en el tránsito de personas en días recientes. La mayoría, claro, lo hace por necesidad: ya no hay manera de sobrevivir sin salir a trabajar. Otros, sin embargo, han abrazado una extraña forma de pensamiento mágico. El peligro de la pandemia, concluyen, está sobredimensionado: es un virus menor, en el mejor de los casos, o un complot diseñado por fuerzas oscuras que buscan sabotear al país, en el peor.

Algunos mantuvieron el encierro y las reglas de la sana distancia por varias semanas, pero la realidad, como sabemos, tiende a ser más una cuestión de consenso social y no de razonamientos lógicos. Conforme crece la fatiga del encierro y aumenta el número de individuos que sale sin tapabocas e ignora los exhortos a quedarse en casa, la ciencia, para efectos prácticos, no importa mucho: el miedo a quedar marginado del mundo y la convivencia terminará por imponerse. A nadie le gusta asumir que es irresponsable o negligente, por lo que la mayoría de los envalentonados se adherirá a cualquier disparate con el fin de justificar su comportamiento. Otros, empero, actuarán con el firme convencimiento de que la ciencia forma parte de un engaño en su contra.

Este comportamiento suicida dista de ser nuevo. Desde el comienzo del siglo habitamos un mundo donde toda certidumbre científica enfrenta una oposición furibunda. “No vacunen a sus niños”, “el cambio climático es una patraña”, “el hombre no llegó a la Luna”, “no descendemos de los primates”, “la homeopatía es mejor que el hospital” y, ahora, “el coronavirus no existe”. Vivimos una época de incertidumbre, donde la misma ciencia dicta que la única constante es la transformación. El cambio no forzosamente genera esperanza, también produce desazón e intranquilidad. Las religiones tradicionales que solían brindar alivio al ciudadano común se encuentran bajo fuego, sea por carencias propias o cuestionamientos externos. El individuo se siente vulnerable ante fuerzas que no comprende, en especial ahora que se ha visto obligado a cambiar su vida de la noche a la mañana. En este contexto, el pensamiento mágico y la seudociencia brindan paz y certeza.

¿Cómo combatir esto? La respuesta radica en una estrategia de comunicación efectiva. Los científicos caen con frecuencia en una trampa conocida como “la maldición del experto”: el que más sabe de un tema no es el que mejor lo puede explicar a una audiencia. Al contrario, a veces el experto da por sentado que el público general conoce referencias que sólo dominan los iniciados en la materia, por lo que no logra comunicar bien los mensajes principales. Quizá sea tiempo de que las empresas comiencen a contemplar el apoyo a la divulgación científica como parte de sus programas de responsabilidad social. A la ciencia, qué duda cabe, le urgen excelentes publirrelacionistas.

@mauroforever

mauricio@altaempresa.com



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Con ya cuatro meses de encierro a cuestas, miles de contagiados y casi 30,000 muertos, el grueso de los mexicanos parece haber alcanzado un punto de inflexión respecto a la COVID-19. Independientemente de semáforos e indicadores, una buena parte de la ciudadanía ha tomado la decisión de que es hora de vencer el miedo y salir a la calle. Así lo evidencia el incremento notorio en el tránsito de personas en días recientes. La mayoría, claro, lo hace por necesidad: ya no hay manera de sobrevivir sin salir a trabajar. Otros, sin embargo, han abrazado una extraña forma de pensamiento mágico. El peligro de la pandemia, concluyen, está sobredimensionado: es un virus menor, en el mejor de los casos, o un complot diseñado por fuerzas oscuras que buscan sabotear al país, en el peor.

Algunos mantuvieron el encierro y las reglas de la sana distancia por varias semanas, pero la realidad, como sabemos, tiende a ser más una cuestión de consenso social y no de razonamientos lógicos. Conforme crece la fatiga del encierro y aumenta el número de individuos que sale sin tapabocas e ignora los exhortos a quedarse en casa, la ciencia, para efectos prácticos, no importa mucho: el miedo a quedar marginado del mundo y la convivencia terminará por imponerse. A nadie le gusta asumir que es irresponsable o negligente, por lo que la mayoría de los envalentonados se adherirá a cualquier disparate con el fin de justificar su comportamiento. Otros, empero, actuarán con el firme convencimiento de que la ciencia forma parte de un engaño en su contra.

Este comportamiento suicida dista de ser nuevo. Desde el comienzo del siglo habitamos un mundo donde toda certidumbre científica enfrenta una oposición furibunda. “No vacunen a sus niños”, “el cambio climático es una patraña”, “el hombre no llegó a la Luna”, “no descendemos de los primates”, “la homeopatía es mejor que el hospital” y, ahora, “el coronavirus no existe”. Vivimos una época de incertidumbre, donde la misma ciencia dicta que la única constante es la transformación. El cambio no forzosamente genera esperanza, también produce desazón e intranquilidad. Las religiones tradicionales que solían brindar alivio al ciudadano común se encuentran bajo fuego, sea por carencias propias o cuestionamientos externos. El individuo se siente vulnerable ante fuerzas que no comprende, en especial ahora que se ha visto obligado a cambiar su vida de la noche a la mañana. En este contexto, el pensamiento mágico y la seudociencia brindan paz y certeza.

¿Cómo combatir esto? La respuesta radica en una estrategia de comunicación efectiva. Los científicos caen con frecuencia en una trampa conocida como “la maldición del experto”: el que más sabe de un tema no es el que mejor lo puede explicar a una audiencia. Al contrario, a veces el experto da por sentado que el público general conoce referencias que sólo dominan los iniciados en la materia, por lo que no logra comunicar bien los mensajes principales. Quizá sea tiempo de que las empresas comiencen a contemplar el apoyo a la divulgación científica como parte de sus programas de responsabilidad social. A la ciencia, qué duda cabe, le urgen excelentes publirrelacionistas.

@mauroforever

mauricio@altaempresa.com



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