En Hechizo de tiempo (Groundhog Day, 1993), obra maestra dirigida por Harold Ramis, el reportero Phil Connors (Bill Murray, icónico) es enviado a cubrir a Punxsutawney (Pensilvania) el “Día de la marmota”, celebración popular que sostiene que los granjeros estadounidenses pueden predecir el fin del invierno según el comportamiento que muestra una marmota cuando sale de su periodo de hibernación. Connors odia la asignación, a la que ve como una frivolidad pueblerina muy por debajo de su talento.
El cosmos le juega una mala pasada: en lugar de levantarse al día siguiente de la cobertura y continuar con su vida, el reportero queda atrapado en un bucle de tiempo donde siempre es el “Dia de la marmota”. No importa lo que haga, Connors está condenado a vivir el mismo día hasta que, como tiende suceder en toda comedia romántica que se respete, el amor aparezca y lo cambie todo.
A casi cinco meses de haber iniciado la cuarentena, no son pocos los que se sienten plenamente identificados con el personaje interpretado por Murray. Todos los días son iguales, como un miércoles eterno donde las horas transcurren conectados a la computadora, sin mayor posibilidad de descanso o relajación que un libro o una película.
Podrían salir, claro, pero ¿a dónde? Sus oficinas están cerradas, las reuniones físicas de trabajo han dejado de existir y las opciones de vacaciones, convivencia y entretenimiento público aún se antojan reducidas o de plano inviables (quizá a muchos les parezca histérico, pero visitar un hotel, restaurante o café suena prematuro en un escenario donde todo el país está en semáforo anaranjado o rojo). Lo único que queda es ser responsable, agradecer el privilegio de no estar obligado a salir y tratar de ver el lado amable de estar atrapado en casa.
El problema es que la vida en el bucle es cada vez más desgastante, sobre todo en lo referente a la productividad laboral. En la esfera corporativa, no sólo varias organizaciones cometieron el error de minimizar las complicaciones que implicaría un home office prolongado (incapacidad para conciliar disponibilidad con el cuidado de los niños, pérdida de comunicación intergrupal, merma en eficiencia tecnológica), sino que incluso romantizaron la idea de perpetuar el trabajo desde casa, sin prever el daño que esto podría significar para la salud mental de sus ejecutivos.
Y es que como apunta el académico Daniel Innerarity en el ensayo Pandemocracia (2020), “la idea de que los seres humanos descubrimos quiénes somos cuando estamos solos suena muy bien, pero es poco realista; ese encuentro consigo mismo lo realizamos en las distintas formas de dispersión que nos ofrece la vida moderna y haciendo cosas diversas (en el trabajo, en el ocio, viajando); donde nos perdemos a nosotros mismos es en la monotonía y la limitación”.
Mientras termina el confinamiento, no hay otra opción más que aceptar una realidad inesperada: conforme pasan los días se desea más la distancia que el trabajo establecía con los seres queridos con quienes cohabitamos el hogar, al tiempo que se añora más la interacción directa con los colegas con los que solíamos quejarnos de no pasar el suficiente tiempo con la familia. Ironías de la pandemia.