Sea por el genuino interés de aprender a cocinar en casa, o sea por el efecto sedante que genera observar a expertos de sonrisa perpetua elaborar platillos con control y eficacia (ambas virtudes un tanto ausentes en nuestra lucha diaria contra el coronavirus), los canales televisivos de comida se han convertido en uno los ruidos de fondo predominantes en estos tiempos de confinamiento. Pocas cosas más vistas durante la pandemia.
Desde hace más de diez años, Bobby Flay -propietario y chef ejecutivo de Mesa Grill y Bobby Flay Steak- ha sido una de las estrellas más brillantes de estos canales gastronómicos. Hace unos meses, durante un viaje a Washington, visité el Bobby´s Burger Palace, un restaurante propiedad de Flay sin mayor pretensión que la de servir hamburguesas a precios accesibles (un Burger King glorificado, pues). La hamburguesa estaba salada y mal cocinada. Otro caso en que la ambición por diversificarse y ganar dinero arruina la marca asociada con un personaje de excelencia, pensé, no sin antes recordar a Auguste Gusteau, el chef cuya respetada imagen termina por adornar productos de comida rápida en Ratatouille, la obra maestra de Pixar (Bird, 2007).
La COVID-19 ha sido brutal con el sector restaurantero. No sólo con los locales pequeños -ya de por sí agobiados por altas rentas, el costo de las licencias y, en el caso de países como México, los gastos informales provocados por la corrupción de las autoridades y el cobro de “derecho de piso” por parte del crimen organizado-, sino también para grupos cuyo crecimiento parecía imparable hace unas cuantas semanas. El comportamiento del sector exhibe cómo un consorcio puede ser víctima de su propio éxito, sobre todo cuando surge una contingencia imprevista. Como relata para la publicación Marker el veterano Tom Colicchio -juez de Top Chef y propietario de un ahora quebrado imperio que empleaba a 300 personas e incluía a restaurantes en Nueva York, Los Ángeles y Las Vegas-, esta poca capacidad de resiliencia es resultado de una lógica donde las expectativas excesivas del mercado orillan a las empresas a contratar deuda para expandirse de manera antinatural. Ya no basta con tener un restaurante exitoso; ahora el mercado demanda la apertura incesante de locales y extensiones de marca. El resultado: un par de meses sin ingresos bastan para incumplir con los créditos adquiridos y destruir organizaciones construidas a lo largo de varias décadas.
El futuro de los restaurantes luce sombrío. Una vez terminado el encierro, las medidas de sana distancia los obligarán a operar con un número reducido de mesas para una clientela con un golpeado poder adquisitivo. Peor aún: varios locales deberán invertir sumas adicionales para acondicionar los locales a la realidad espacial de la “nueva normalidad”. No en vano, como señala la agencia de publicidad JWT en un anexo reciente al reporte Future 100-2020, algunos restaurantes están reinventándose como tiendas que proveen al cliente de recetas y canastas de ingredientes para que él mismo cocine en casa. Me pregunto si podré cocinar una mejor hamburguesa que la que probé en la franquicia de Flay. Casi podría apostar que sí.