Fui un hombre afortunado, porque nací dos veces. Una fue cuando salí del vientre de mi madre y, la segunda, al ver publicada mi primera nota periodística en el semanario Claridades. Revivía a diario, junto al periódico que se publicaba cada mañana con mi nombre escrito en la nota principal.
Ahora acepto resignadamente que muerte solo hay una
Cada hoja en blanco que tuve frente a mí, fue un gran lienzo para contar con palabras una historia, hacer una denuncia o una oportunidad para compartir algún recuerdo. En su tinta iba una parte de mi vida, de mi visión y de mi coraje ante la injusticia.
Los lectores poco o nada supieron que detrás de cada teclazo a mi máquina de escribir, había un minuto arrebatado a mis hijos por ir tras la noticia a cualquier parte del mundo, un instante que dejé de compartir con mi familia para traer grandes exclusivas.
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A la distancia me enteraba que ellos presumían con sus amigos que su papá estaba en alguna guerra, conversando con un presidente, inventor, escritor, músico o persiguiendo algún artista loco, rodeado de grandes personalidades o al lado de los desposeídos.
A mi regreso a casa, siempre encontré refugio, descanso y alegría en un hogar que mi esposa Estela supo muy bien cuidar, defender y conservar. Volvía para sanar las heridas con las sonrisas y travesuras de mis hijos; tras convalecer regresaba al campo de batalla. Esa siempre fue mi historia, la que me reconfortaba y nunca quise cambiar.
En mis andanzas noticiosas, me encontré los mejores compañeros, cómplices y amigos. Tuve la inmensa fortuna de compartir con ellos horas interminables de profundas conversaciones, charlas absurdas, divertidas hazañas y momentos que nos conmovían y motivaban a continuar con esa lucha constante contra el abuso.
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Poco importaba dónde estábamos, si en El Chamizal o en el Muro de los Lamentos; en Praga o El Vaticano, en Chile o en Nigeria, en Chihuahua o Monterrey, siempre estuve acompañado de entrañables amigos.
Incluso mi vida fue tan bendecida que, como pocos, puedo presumir haber tenido a un gran maestro, Carlos Denegri, quien lo mismo podía ser el Doctor Jekyll que Mister Hyde, pero que muy pocos podrán alcanzar su inteligencia.
También fui maestro de todos aquellos que quisieron escuchar un poco de lo que este periodista podía compartir; esos estudiantes aspirantes a reporteros que me invitaron a charlar en sus universidades, incluidas la UNAM o la Ibero, donde tuve la fortuna de presentar mi último libro llamado Con la máquina al hombro.
Además, tuve la inmensa oportunidad de recorrer al menos dos veces el mundo entero. Conocí las costumbres, idiomas, comidas y necesidades de los cinco continentes. En todos prevalecía el mismo reclamo: la justicia.
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A Pablo Picasso le llamé maestro, a Jean Paul Sartre le invité un café, a Gabriel García Márquez le conté el golpe de Estado en Chile, Augusto Pinochet puso precio a mi cabeza, a Dwight D. Eisenhower le compré una guayabera, a Nikita Jrushov le escribí 136 telegramas, a Elizabeth Taylor la vi triste y al Papa Negro le cobré un favor.
La vida me la gané escribiendo, y así es como hoy me despido de ella. Me voy, porque debo entrevistar a Dios.