Los primeros cinco siglos a partir del nacimiento del Islam fueron de auge étnico, lingüístico y religioso para los árabes, como lo confirman los grandes califatos con sede en Damasco, Bagdad, Córdoba y El Cairo. Los siglos posteriores, en cambio, fueron de grandes conflictos: a la Reconquista se sumaron las Cruzadas; luego las luchas contra los mongoles y, más tarde, la irrupción de los turcos otomanos bajo cuya ley islámica -paradójicamente- quedaron sometidos durante las cuatro centurias venideras.
Los otomanos, procedentes del Turquestán en las estepas del Asia Central, migraron a la península de Anatolia en cuya porción septentrional al suroeste del Mar Negro se asentaron hacia el siglo XIII dando lugar al Beylicato de Osmán-Candaroglu. Lugar que sería la cuna de su imperio al convertirse en el enclave geopolítico idóneo en el momento perfecto, una vez que a principios del siglo XV se generó un vacío de poder que no pudieron llenar ni Bizancio ni el Sultanato selyúcida de Rÿm, lo cual favoreció a los otomanos a expandirse por tres continentes y ser el fulcro -por más de 600 años- entre Occidente y Oriente, una vez que se apoderaron en 1453 -bajo las órdenes de Mehmed II- de la emblemática Constantinopla, a la que renombraron Estambul y convirtieron en capital de su flamante imperio. Un imperio que habría de convertirse en el mayor difusor de la fe islámica. Credo que habian comenzado a profesar siglos atrás cuando comerciantes árabes y persas atravesaban el Turquestán al recorrer la ruta de la seda en su paso hacia el Extremo Oriente y, más tarde, cuando se sumaron a las fuerzas militares de los abasíes para perseguir a judíos y cristianos. Pese a ello, conforme el imperio se fue consolidando, el islamismo otomano de corte suní aún y cuando tenía por objetivo establecer al Islam como la religión oficial en todo el mundo, terminó siendo tolerante con la “gente del libro”, los “dhimmis”: judíos, cristianos y zoroastras libres.
Sin embargo, entre los siglos XVI y XVII serán los Balcanes y, en general, la Europa Oriental, regiones a las que los otomanos islamicen de manera forzada a la par que comienza el declive de su poderío imperial, del que la derrota en la Batalla de Lepanto en 1571 será la primera señal -al ser finiquitada la otrora invencible armada otomana- y la segunda en 1699, tras la pérdida de sus territorios en Croacia, Hungría, Transilvania y Podolia (Ucrania). Para principios del siglo XX, la creciente debilidad interna del imperio hace detonar, por un lado, al nacionalismo otomano y, por otro, al despertar independentista de los pueblos árabes secularmente sometidos que se regocijarán con el fin imperial en 1918. Lo que no advirtieron es que al término de la Primera Guerra Mundial las naciones emergentes quedarán sujetas a diversos mandatos coloniales: Siria y Líbano de Francia; Irak, Transjordania y Palestina de Gran Bretaña, y que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en el seno palestino habrá de crearse en 1947 el nuevo estado de Israel a pesar de la oposición nativa, mientras los pueblos árabes, lejos de integrar una comundiad nacional panárabe, devienen integrando un complejo diferenciado de naciones: unas bajo la esfera de Occidente, otras de la URSS.
Un mosaico cada vez más complejo que, luego de la Perestroika, les impelirá a buscar nuevos aliados. Máxime que tras la desintegración de la superpotencia comunista ésta será presentada por algunos líderes islamistas como una victoria frente a la opresión no religiosa y como una señal de que un cambio similar podría ser posible en sus propios países. Pero las tensiones crecen y, al cabo de unas cuantas décadas, irrumpe en 2010 la Primavera Árabe con su respectiva recomposición y surgimiento de nuevos y más severos radicalismos, evidenciando la latencia de una problemática intestina que está muy lejos, y cada vez más, de ser resuelta.
Epílogo. En el panorama actual, es evidente que de los tres credos monoteístas nacidos de la tradicion abrahámica, un amplio sector desde la política lucha por imponer su credo no sólo a los otros dos sino al mundo entero, lo que no augura un futuro inmediato y menos mediato de reconciliación y paz, pero asi ha sido y es la historia humana: una interminable rueda que se eleva y desciende sin fin. ¿Hasta cuándo? Hasta que la humanidad pueda entender, en pleno, que sin tolerancia y respeto por el otro no podrá haber un mañana promisorio.
Occidente podrá decir que ha sido cuna de agunos de los más altos valores de convivencia humana. Lo cierto es que hoy atraviesa por una profunda crisis axiológica y teleológica, de sentido y de identidad en todos los órdenes, comprendido el ideológico. Se encuentra, por tanto, en uno de los momentos más vulnerables de toda su historia, máxime que una inmensa mayoría aún no es consciente de ello y pronto podrá ser demasiado tarde.
¿Qué hacer? Nunca como ahora es necesario regresar a la historia, vernos cara a cara con ella, en aras de reencontrarnos con nuestras raíces para evaluar el legado cultural heredado y tomar la decisión final: ser capaces de defenderlo o simplemente sucumbir.
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@BettyZanolli