/ jueves 30 de junio de 2022

Arcoíris guanajuatense

No quiero pintar al Guanajuato que existe por cuenta propia sino como fue en mis adentros. El mundo que se reveló en amplitud durante un instante y me ha cautivado desde entonces. Ese territorio que llamamos: «sentimientos».

Guanajuato, Guanajuato. Guanajuato… Inicias en un mirador popular, con decenas buscando la emoción compartida del contemplar y el recuerdo efímero de la fotografía. A la derecha, por las escaleras donde he subido, una serie de puestos callejeros bloquean la vista. Filas moderadas para quitar la sed y saciar el hambre—amigas eternas del deambular—. El aire de montaña se combina con el aceite de freidora y fragmentos diminutos de picante. La mañana tan fría, ha cedido ante el calor del mediodía, dejando ráfagas de viento; reminiscencias de la temperatura nocturna. Como si fueran flores que salen de un áspero pavimento, aparecen un par de tiendas de regalos para conmemorar la ocasión. Colores varios sobre mesas uniformemente blancas y pisos grises cubiertos de baches. La mercancía es la misma en la ciudad entera. Una variedad limitada de llaveros de plástico acompañados de dulces locales y juguetes tradicionales. Mejor no verlos con atención. La mirada precavida notará letras en idiomas ajenos y calcomanías que revelan la falsedad de la artesanía. Otra de esas leyes no habladas de nuestro deambular: la cercanía corrompe la belleza del contemplar.

Unos pasos más y la multitud aumenta. Las voces, en su momento discernibles, se pierden en el bullicio de la compañía. Una marea de cuerpos nuevos llega de cada rincón. Un laberinto de calles desemboca en esta plaza por la recomendación de amigos, familiares y gerentes de hotel. Todos venimos a un mismo punto; emerge el ansiado «nosotros». Suenan, a la par, quejas de tanto caminar con suspiros de impresión. Se combinan para crear el sonido de la muchedumbre a la cual nos unimos con cada paso. En ella dejamos lo individual para volvernos conjunto. Ortega nos odiaría por ello, no hacemos más que apreciar el momento. Amanece en nuestro campo interno la fuerza que destroza indicios de personalidad por un breve instante. Somos uno con el grupo; nuestros pasos los dicta la posibilidad. Seguimos como podemos. Nos guía la intención ajena hecha propia.

A la izquierda, una estatua color crema nace de un muro oscuro. Se notan los ladrillos de la base por sutiles trazos de cemento; rectángulos imperfectos que sostienen el ideal de un pueblo. El Pípila se levanta imponente sobre el cielo. Con una mano se sostiene de un bloque sin forma, necesitado de apoyo para la condena que se viene: el muro a sus espaldas ha sido reemplazado por el peso de una nación naciente. En la otra, mantiene en alto una antorcha; alumbrando un camino que no existe mas conocemos en conjunto. Es el futuro de nuestra patria que hemos de construir en el presente. Quedan alhóndigas por quemar, en espera de tragedias menores en la marcha eterna hacia el progreso.

En nuestro contemplar, hemos quedado absortos ante la historia; privados de la dicha del ahora. La multitud, fluyendo en su paso natural, gira como reloj en medio día. Con cada paso, la periferia aliada con la luz del día revela un milagro citadino. Colinas transformadas por el paso humano, quebrantando, a su vez, la harmonía de la naturaleza. En su lugar, una nueva forma de belleza. Rectángulos sobre curvas en colores infinitos. Arcoíris urbano que rompe toda norma. Está en tierra en lugar del cielo; humanos sin ser divinos. Frente a frente quedamos con el paisaje. La mirada del Pípila se une a la propia. El ladrillo con su gris tan habitual se ha mezclado con la pintura para dar un fenómeno ocular. Sin pretensión de perfección. En el caos individual, Guanajuato ha dado un patrón accidentado. Las casas logran, en conjunto, lo que ningún artista podría hacer por cuenta propia. Una ciudad que hace arte con el mero hecho de ser.

En cada centímetro, domina el color por las calles de Guanajuato. Arquitecturas sencillas; son solo unos cuantos rectángulos. Sus fachadas, sin embargo, dicen más que el mejor grabado. Los verdes bailan con amarillos; el rojo da la mano al morado. De vez en cuando, destellos coloniales dominan el paisaje. La basílica chillante y el teatro Juárez tan espléndido. Todo lo rodean unos cuantos cerros. Dentro de los límites, domina el arte accidentado. Fenómeno colorido del que me he enamorado. Parados en el mirador, domina el arcoíris que es Guanajuato.

La multitud se destroza con el paisaje. Al mirar esta pintura con cuidado, aparecen pequeños cuadrados negros dentro de cada color. Ventanas que observan al turista como el turista al mundo. Te sientes visto, reconocido. Guanajuato te admira mientras haces lo mismo. Perdemos el «nosotros» a favor del «yo» tan común de estas narrativas. Por eso caigo en exageración. Único artificio útil para recrear el fenómeno del ver y ser visto. Ser multitud e individuo. Uno con Guanajuato y Guanajuato con uno mismo.

Termina el día. Lentamente, con conciencia recuperada, los visitantes van dejando la explanada. Se vacían los alrededores, la ciudad se mantiene frente de uno. Ya es tarde; habrá que tomar rumbo. No hay más que partir. Queda solo una certeza, el mundo continúa firme en dos partes. A nuestras espaldas, la fachada se preserva mientras la voluntad citadina lo permita. En la mente, cual tatuaje sobre la piel, permanece Guanajuato en su arcoíris eterno—lienzo inevitable para la hipérbole—. No hay más que hacer. Rezar que, en el adjetivo y el adverbio, no se pierda la magia del sujeto. Lamentar que, todos sabemos, lo anterior es imposible. Esperar que otros lleguen a sentir la misma dicha en un futuro cercano.


No quiero pintar al Guanajuato que existe por cuenta propia sino como fue en mis adentros. El mundo que se reveló en amplitud durante un instante y me ha cautivado desde entonces. Ese territorio que llamamos: «sentimientos».

Guanajuato, Guanajuato. Guanajuato… Inicias en un mirador popular, con decenas buscando la emoción compartida del contemplar y el recuerdo efímero de la fotografía. A la derecha, por las escaleras donde he subido, una serie de puestos callejeros bloquean la vista. Filas moderadas para quitar la sed y saciar el hambre—amigas eternas del deambular—. El aire de montaña se combina con el aceite de freidora y fragmentos diminutos de picante. La mañana tan fría, ha cedido ante el calor del mediodía, dejando ráfagas de viento; reminiscencias de la temperatura nocturna. Como si fueran flores que salen de un áspero pavimento, aparecen un par de tiendas de regalos para conmemorar la ocasión. Colores varios sobre mesas uniformemente blancas y pisos grises cubiertos de baches. La mercancía es la misma en la ciudad entera. Una variedad limitada de llaveros de plástico acompañados de dulces locales y juguetes tradicionales. Mejor no verlos con atención. La mirada precavida notará letras en idiomas ajenos y calcomanías que revelan la falsedad de la artesanía. Otra de esas leyes no habladas de nuestro deambular: la cercanía corrompe la belleza del contemplar.

Unos pasos más y la multitud aumenta. Las voces, en su momento discernibles, se pierden en el bullicio de la compañía. Una marea de cuerpos nuevos llega de cada rincón. Un laberinto de calles desemboca en esta plaza por la recomendación de amigos, familiares y gerentes de hotel. Todos venimos a un mismo punto; emerge el ansiado «nosotros». Suenan, a la par, quejas de tanto caminar con suspiros de impresión. Se combinan para crear el sonido de la muchedumbre a la cual nos unimos con cada paso. En ella dejamos lo individual para volvernos conjunto. Ortega nos odiaría por ello, no hacemos más que apreciar el momento. Amanece en nuestro campo interno la fuerza que destroza indicios de personalidad por un breve instante. Somos uno con el grupo; nuestros pasos los dicta la posibilidad. Seguimos como podemos. Nos guía la intención ajena hecha propia.

A la izquierda, una estatua color crema nace de un muro oscuro. Se notan los ladrillos de la base por sutiles trazos de cemento; rectángulos imperfectos que sostienen el ideal de un pueblo. El Pípila se levanta imponente sobre el cielo. Con una mano se sostiene de un bloque sin forma, necesitado de apoyo para la condena que se viene: el muro a sus espaldas ha sido reemplazado por el peso de una nación naciente. En la otra, mantiene en alto una antorcha; alumbrando un camino que no existe mas conocemos en conjunto. Es el futuro de nuestra patria que hemos de construir en el presente. Quedan alhóndigas por quemar, en espera de tragedias menores en la marcha eterna hacia el progreso.

En nuestro contemplar, hemos quedado absortos ante la historia; privados de la dicha del ahora. La multitud, fluyendo en su paso natural, gira como reloj en medio día. Con cada paso, la periferia aliada con la luz del día revela un milagro citadino. Colinas transformadas por el paso humano, quebrantando, a su vez, la harmonía de la naturaleza. En su lugar, una nueva forma de belleza. Rectángulos sobre curvas en colores infinitos. Arcoíris urbano que rompe toda norma. Está en tierra en lugar del cielo; humanos sin ser divinos. Frente a frente quedamos con el paisaje. La mirada del Pípila se une a la propia. El ladrillo con su gris tan habitual se ha mezclado con la pintura para dar un fenómeno ocular. Sin pretensión de perfección. En el caos individual, Guanajuato ha dado un patrón accidentado. Las casas logran, en conjunto, lo que ningún artista podría hacer por cuenta propia. Una ciudad que hace arte con el mero hecho de ser.

En cada centímetro, domina el color por las calles de Guanajuato. Arquitecturas sencillas; son solo unos cuantos rectángulos. Sus fachadas, sin embargo, dicen más que el mejor grabado. Los verdes bailan con amarillos; el rojo da la mano al morado. De vez en cuando, destellos coloniales dominan el paisaje. La basílica chillante y el teatro Juárez tan espléndido. Todo lo rodean unos cuantos cerros. Dentro de los límites, domina el arte accidentado. Fenómeno colorido del que me he enamorado. Parados en el mirador, domina el arcoíris que es Guanajuato.

La multitud se destroza con el paisaje. Al mirar esta pintura con cuidado, aparecen pequeños cuadrados negros dentro de cada color. Ventanas que observan al turista como el turista al mundo. Te sientes visto, reconocido. Guanajuato te admira mientras haces lo mismo. Perdemos el «nosotros» a favor del «yo» tan común de estas narrativas. Por eso caigo en exageración. Único artificio útil para recrear el fenómeno del ver y ser visto. Ser multitud e individuo. Uno con Guanajuato y Guanajuato con uno mismo.

Termina el día. Lentamente, con conciencia recuperada, los visitantes van dejando la explanada. Se vacían los alrededores, la ciudad se mantiene frente de uno. Ya es tarde; habrá que tomar rumbo. No hay más que partir. Queda solo una certeza, el mundo continúa firme en dos partes. A nuestras espaldas, la fachada se preserva mientras la voluntad citadina lo permita. En la mente, cual tatuaje sobre la piel, permanece Guanajuato en su arcoíris eterno—lienzo inevitable para la hipérbole—. No hay más que hacer. Rezar que, en el adjetivo y el adverbio, no se pierda la magia del sujeto. Lamentar que, todos sabemos, lo anterior es imposible. Esperar que otros lleguen a sentir la misma dicha en un futuro cercano.


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