/ domingo 6 de agosto de 2023

Arte y Academia | Comerciantes de arte, museos, coleccionistas y curadores

En otros tiempos, el negocio de los cuadros pictóricos se efectuaba directamente del productor al consumidor. Los que se interesaban por el arte sabían dónde encontrar al artista. Ellos iban a visitarle. Este pedía un precio equitativo y el cliente estaba dispuesto a pagar equitativamente, ya que el arte ocupaba un lugar predominante en la vida de los pueblos, tal como ocurre hoy con los automóviles, por ejemplo.

Nosotros no vamos a las expos de automóviles de lujo a regatear, porque conocemos de antemano el precio. Pero ¿quién en nuestros días es capaz de saber el precio de una pintura?

Así fue como en el siglo XIX una nueva categoría de intermediarios hizo su aparición: los negociantes de cuadros o art dillers.

Es un triste capítulo en la historia de todas las artes el papel representado por el comerciante o, en el caso del músico o los actores, por el agente. Pues la aptitud para tratar un negocio no se acompaña muy a menudo de un sentido delicado para apreciar profundamente aquello con lo que se lucra.

Sin embargo, hay algunas notables excepciones. Se han encontrado hombres y mujeres que se toman un serio interés por el bienestar de los artistas que representan.

Algunos han sido incluso verdaderos bienhechores para estos creativos que les confiaban sus destinos. Todas nuestras alabanzas y toda nuestra gratitud, pues sin ellos más de un artista hubiera muerto de hambre antes de que su talento fuera reconocido.

Sin embargo, en la otra cara de la moneda, muchos de estos intermediarios veían a las obras o el talento de sus representados como una mera mercancía.

La costumbre de coleccionar, practicada en cierta forma por los romanos, desaparece para resucitar de nuevo en la época renacentista. Se efectuaban entonces tantos descubrimientos insospechados, que era natural para los ricos el adquirir una parte de estos despojos del pasado y conservarlos en sus propios domicilios con el propósito de disfrutar de su contemplación en todo momento.

Pero cada coleccionista, entonces como ahora, tenía su preferencia particular. Uno se interesaba por las monedas y medallas; el otro, por los vasos griegos, los bustos romanos o la alfarería etrusca. Otros no compraban nada más que manuscritos antiguos o curiosidades determinadas.

Fue así como en siglos posteriores se formaron numerosas colecciones privadas, pero el nombre de museo no se usó hasta mediados del siglo XVII.

En 1682, un inglés, Elas Ashmole, adquirió de los holandeses un lote entero de curiosidades artísticas llamado Arca de los Tradescanto.

Fue a parar a la Universidad de Oxford y la colección conformada aún se llama Ashmolean Museum. Y 75 años después, otras grandes colecciones siguieron un camino análogo y dieron origen al célebre British Museum.

Fue a mediados del siglo pasado cuando el mundo empezó a interesarse particularmente por la educación cultural, pues se creía, ilusamente que el hecho de saber leer y escribir e interesarse por la cultura, pondrían definitivamente fin a todas nuestras dificultades políticas y económicas.

Fue así como el museo se transformó en el lugar más apropiado para explicar el arte a los niños. Desde entonces se han llevado a cabo extraordinarios adelantos, no solamente en la arquitectura y el acondicionamiento de los museos, sino también en la presentación de los objetos que ahí figuran, dando paso, después de haber sobrevivido a la era de los traficantes, negociantes e intermediarios de arte, a una nueva época donde apareció un personaje aún más oscuro y temible: el curador...

Pero de ello hablaremos en otra columna porque el debate sobre su misión, en estas épocas donde existen eventos anuales como Zona Maco, es motivo de una de las polémicas más fuertes de las últimas décadas.


En otros tiempos, el negocio de los cuadros pictóricos se efectuaba directamente del productor al consumidor. Los que se interesaban por el arte sabían dónde encontrar al artista. Ellos iban a visitarle. Este pedía un precio equitativo y el cliente estaba dispuesto a pagar equitativamente, ya que el arte ocupaba un lugar predominante en la vida de los pueblos, tal como ocurre hoy con los automóviles, por ejemplo.

Nosotros no vamos a las expos de automóviles de lujo a regatear, porque conocemos de antemano el precio. Pero ¿quién en nuestros días es capaz de saber el precio de una pintura?

Así fue como en el siglo XIX una nueva categoría de intermediarios hizo su aparición: los negociantes de cuadros o art dillers.

Es un triste capítulo en la historia de todas las artes el papel representado por el comerciante o, en el caso del músico o los actores, por el agente. Pues la aptitud para tratar un negocio no se acompaña muy a menudo de un sentido delicado para apreciar profundamente aquello con lo que se lucra.

Sin embargo, hay algunas notables excepciones. Se han encontrado hombres y mujeres que se toman un serio interés por el bienestar de los artistas que representan.

Algunos han sido incluso verdaderos bienhechores para estos creativos que les confiaban sus destinos. Todas nuestras alabanzas y toda nuestra gratitud, pues sin ellos más de un artista hubiera muerto de hambre antes de que su talento fuera reconocido.

Sin embargo, en la otra cara de la moneda, muchos de estos intermediarios veían a las obras o el talento de sus representados como una mera mercancía.

La costumbre de coleccionar, practicada en cierta forma por los romanos, desaparece para resucitar de nuevo en la época renacentista. Se efectuaban entonces tantos descubrimientos insospechados, que era natural para los ricos el adquirir una parte de estos despojos del pasado y conservarlos en sus propios domicilios con el propósito de disfrutar de su contemplación en todo momento.

Pero cada coleccionista, entonces como ahora, tenía su preferencia particular. Uno se interesaba por las monedas y medallas; el otro, por los vasos griegos, los bustos romanos o la alfarería etrusca. Otros no compraban nada más que manuscritos antiguos o curiosidades determinadas.

Fue así como en siglos posteriores se formaron numerosas colecciones privadas, pero el nombre de museo no se usó hasta mediados del siglo XVII.

En 1682, un inglés, Elas Ashmole, adquirió de los holandeses un lote entero de curiosidades artísticas llamado Arca de los Tradescanto.

Fue a parar a la Universidad de Oxford y la colección conformada aún se llama Ashmolean Museum. Y 75 años después, otras grandes colecciones siguieron un camino análogo y dieron origen al célebre British Museum.

Fue a mediados del siglo pasado cuando el mundo empezó a interesarse particularmente por la educación cultural, pues se creía, ilusamente que el hecho de saber leer y escribir e interesarse por la cultura, pondrían definitivamente fin a todas nuestras dificultades políticas y económicas.

Fue así como el museo se transformó en el lugar más apropiado para explicar el arte a los niños. Desde entonces se han llevado a cabo extraordinarios adelantos, no solamente en la arquitectura y el acondicionamiento de los museos, sino también en la presentación de los objetos que ahí figuran, dando paso, después de haber sobrevivido a la era de los traficantes, negociantes e intermediarios de arte, a una nueva época donde apareció un personaje aún más oscuro y temible: el curador...

Pero de ello hablaremos en otra columna porque el debate sobre su misión, en estas épocas donde existen eventos anuales como Zona Maco, es motivo de una de las polémicas más fuertes de las últimas décadas.