/ domingo 15 de octubre de 2023

Arte y academia | Doble suceso: el fundamental, para el lector… el discreto, para el reportero…

Efectivamente, así sucedió. La obra escultórica de Enrique Carbajal González, conocido popularmente como Sebastián, fue presentada por él, como “Cabeza de Caballo”, habiendo sido inaugurada en la esquina de Reforma y Bucareli, en enero de 1992, es decir, hace ya casi 32 años, instalándose, como todos lo sabemos, dentro del mismo espacio, donde se encontraba colocada, la ya para siempre histórica estatua de Carlos IV.

Pero para mí, todo empezó aquella tarde gris y airosa; porque mi destino informativo se centraría, justamente, en esa histórica y peculiar construcción conocida como “El Queso”, situada nada menos que en el Instituto Politécnico Nacional.

Ahí los medios de palabra escrita y electrónicos, nos encontraríamos con el famoso escultor, nacido en Ciudad Camargo, Chihuahua: Sebastián, quien daría explicaciones claras acerca del traslado de la estatua “El Caballito”, hacia la explanada del Museo Nacional de Arte, cercana al Palacio de Bellas Artes.

La planificación gubernamental de ese momento, consistía en que el artista Sebastián, crearía en ese mismo lugar y de manera totalmente privada durante más de un año y protegida por bardas de madera, una gigantesca, estilizada y egocéntrica escultura, cuya epidermis metálica luciría por completo una encendida pintura amarilla.

Obra, que hasta la fecha, a pesar de las polémicas en pro y en contra que se bordaron en torno a ella, continúa colocada ahí mismo, por tratarse justamente de otro caballo totalmente opuesto en hechura conceptual e histórica al primero; al que por cierto algunos historiadores y sociólogos, consideraron que el Rey Carlos IV, pulido en la enorme roca que les comentamos, reunía un concepto ofensivo para la mexicanidad.

Explicación, que a muchos no les ha quedado muy clara; luego entonces, con ciertas bases preconcebidas, me dirigí rumbo a la colonia Lindavista. Y como faltaban muchos años para utilizar los acertados servicios de metrobuses, pues, simplemente, abordé una línea colectiva en la Avenida Insurgentes, tratando de llegar a tiempo.

Y así efectivamente ocurrió. Yo me bajé 20 minutos antes del evento, en una amplia avenida, y tal como era mi costumbre, tomé un solitario atajo, que al ahorrarme algunas calles lo consideraba afortunado.

No obstante, aquella tarde, la fortuna tomó otro rumbo. Pues una agresiva, imprevista y muy gobernadora granizada, se filtraba a manera de castigo, en la delgada blusa que me cubría. Mientras que mis pulmones, bronquios, brazos, cabeza, ojos, nariz y boca, me hacían sentir la impiedad de aquellos impactos dolorosos y angustiantes. Ya qué, en el citado atajo, no existe, el más simple o mínimo refugio, un techo, una lona, un trozo de madera, un árbol… en fin, nada.

Desesperada traté de correr hacia el auditorio, pero la asfixia que me estaba provocando aquella funesta catarata líquida me estaba derribando. Un último intento consistió en cubrirme con mi pequeña bolsa, pero tampoco resultó y, caí al suelo, a manera de devoradora pesadilla… ¡Dios mío… Ayúdame¡…¡Ayúdame, Santo Dios¡…¡Que alguien venga a ayudarme¡, suplicaba, mientras me arrastraba penosamente entre las duelas y el lodo de aquella soledad urbana. Pero la segunda consecuencia, es que empapada como estaba, empecé a enfriarme completamente…

Pero…¡Vaya ironía¡ Y…¡Vaya despertar¡… Se trataba solamente de una “cortina de agua”, “atrapada en nubes con escasos contenidos de vapores”, según me lo explicó después, un meteorólogo; ¡y tuve muchísima suerte¡ Porque al cabo de unos minutos, la granizada cesó, y un Sol resplandeciente, bañaba por completo aquellos tres kilómetros de pesadilla. Así, empecé a respirar con mucha dificultad, pero estaba respirando.

Aquel calor solar, igualmente inesperado, empezó a aliviarme gratamente. Sin embargo, jamás he sentido que exageré aquella extraña circunstancia. Sí… Sí, me estaba asfixiando.

Aquel comportamiento natural, si alcanzó a hacerme mucho daño. Y quien sabe que hubiera ocurrido, si aquel fenómeno se hubiese prolongado más allá de los 10 o 12 minutos.

Así que la enseñanza que aprendí, será para mí inolvidable: “¡Dios, sí me ayudó¡… ¡Rápido y bien¡…”. ¿Y qué más contarles?... Bueno pues que aquella información sobre Sebastián, se publicó a la mañana siguiente en un buen espacio de la Sección Cultural de Excélsior y,. Una nota que desde luego omitió al ciento por ciento, lo que realmente ocurrió antes de que el texto fuese elaborado mecanográficamente.

Y que cuando a algún amigo, amiga, compañero o compañera, les he explicado, que en verdad, aquella “agüita” me estaba asfixiando o, ahogando, cerca del Instituto Politécnico Nacional, a causa de aquel macizo “chaparrón”, recibo este tipo de respuestas que son las que más abundan: “¡A poco¡”… “¿De veras?”... “¿Sí?...¡Órale¡…” “¡Qué cañón¡…”, ¿no?...Y eso es todo…Pero cuando recuerdo esta anécdota, no me olvido tampoco de recomendarles a mis queridos colegas: ¡Por favor¡ ¡Que no les fallen sus automóviles, una tabla ligera o, de perdis, un buen paraguas¡… Así que mientras me seco las gotas de mi cabeza, que no se me olvide igualmente, enviarles un Beso…

Efectivamente, así sucedió. La obra escultórica de Enrique Carbajal González, conocido popularmente como Sebastián, fue presentada por él, como “Cabeza de Caballo”, habiendo sido inaugurada en la esquina de Reforma y Bucareli, en enero de 1992, es decir, hace ya casi 32 años, instalándose, como todos lo sabemos, dentro del mismo espacio, donde se encontraba colocada, la ya para siempre histórica estatua de Carlos IV.

Pero para mí, todo empezó aquella tarde gris y airosa; porque mi destino informativo se centraría, justamente, en esa histórica y peculiar construcción conocida como “El Queso”, situada nada menos que en el Instituto Politécnico Nacional.

Ahí los medios de palabra escrita y electrónicos, nos encontraríamos con el famoso escultor, nacido en Ciudad Camargo, Chihuahua: Sebastián, quien daría explicaciones claras acerca del traslado de la estatua “El Caballito”, hacia la explanada del Museo Nacional de Arte, cercana al Palacio de Bellas Artes.

La planificación gubernamental de ese momento, consistía en que el artista Sebastián, crearía en ese mismo lugar y de manera totalmente privada durante más de un año y protegida por bardas de madera, una gigantesca, estilizada y egocéntrica escultura, cuya epidermis metálica luciría por completo una encendida pintura amarilla.

Obra, que hasta la fecha, a pesar de las polémicas en pro y en contra que se bordaron en torno a ella, continúa colocada ahí mismo, por tratarse justamente de otro caballo totalmente opuesto en hechura conceptual e histórica al primero; al que por cierto algunos historiadores y sociólogos, consideraron que el Rey Carlos IV, pulido en la enorme roca que les comentamos, reunía un concepto ofensivo para la mexicanidad.

Explicación, que a muchos no les ha quedado muy clara; luego entonces, con ciertas bases preconcebidas, me dirigí rumbo a la colonia Lindavista. Y como faltaban muchos años para utilizar los acertados servicios de metrobuses, pues, simplemente, abordé una línea colectiva en la Avenida Insurgentes, tratando de llegar a tiempo.

Y así efectivamente ocurrió. Yo me bajé 20 minutos antes del evento, en una amplia avenida, y tal como era mi costumbre, tomé un solitario atajo, que al ahorrarme algunas calles lo consideraba afortunado.

No obstante, aquella tarde, la fortuna tomó otro rumbo. Pues una agresiva, imprevista y muy gobernadora granizada, se filtraba a manera de castigo, en la delgada blusa que me cubría. Mientras que mis pulmones, bronquios, brazos, cabeza, ojos, nariz y boca, me hacían sentir la impiedad de aquellos impactos dolorosos y angustiantes. Ya qué, en el citado atajo, no existe, el más simple o mínimo refugio, un techo, una lona, un trozo de madera, un árbol… en fin, nada.

Desesperada traté de correr hacia el auditorio, pero la asfixia que me estaba provocando aquella funesta catarata líquida me estaba derribando. Un último intento consistió en cubrirme con mi pequeña bolsa, pero tampoco resultó y, caí al suelo, a manera de devoradora pesadilla… ¡Dios mío… Ayúdame¡…¡Ayúdame, Santo Dios¡…¡Que alguien venga a ayudarme¡, suplicaba, mientras me arrastraba penosamente entre las duelas y el lodo de aquella soledad urbana. Pero la segunda consecuencia, es que empapada como estaba, empecé a enfriarme completamente…

Pero…¡Vaya ironía¡ Y…¡Vaya despertar¡… Se trataba solamente de una “cortina de agua”, “atrapada en nubes con escasos contenidos de vapores”, según me lo explicó después, un meteorólogo; ¡y tuve muchísima suerte¡ Porque al cabo de unos minutos, la granizada cesó, y un Sol resplandeciente, bañaba por completo aquellos tres kilómetros de pesadilla. Así, empecé a respirar con mucha dificultad, pero estaba respirando.

Aquel calor solar, igualmente inesperado, empezó a aliviarme gratamente. Sin embargo, jamás he sentido que exageré aquella extraña circunstancia. Sí… Sí, me estaba asfixiando.

Aquel comportamiento natural, si alcanzó a hacerme mucho daño. Y quien sabe que hubiera ocurrido, si aquel fenómeno se hubiese prolongado más allá de los 10 o 12 minutos.

Así que la enseñanza que aprendí, será para mí inolvidable: “¡Dios, sí me ayudó¡… ¡Rápido y bien¡…”. ¿Y qué más contarles?... Bueno pues que aquella información sobre Sebastián, se publicó a la mañana siguiente en un buen espacio de la Sección Cultural de Excélsior y,. Una nota que desde luego omitió al ciento por ciento, lo que realmente ocurrió antes de que el texto fuese elaborado mecanográficamente.

Y que cuando a algún amigo, amiga, compañero o compañera, les he explicado, que en verdad, aquella “agüita” me estaba asfixiando o, ahogando, cerca del Instituto Politécnico Nacional, a causa de aquel macizo “chaparrón”, recibo este tipo de respuestas que son las que más abundan: “¡A poco¡”… “¿De veras?”... “¿Sí?...¡Órale¡…” “¡Qué cañón¡…”, ¿no?...Y eso es todo…Pero cuando recuerdo esta anécdota, no me olvido tampoco de recomendarles a mis queridos colegas: ¡Por favor¡ ¡Que no les fallen sus automóviles, una tabla ligera o, de perdis, un buen paraguas¡… Así que mientras me seco las gotas de mi cabeza, que no se me olvide igualmente, enviarles un Beso…