/ sábado 18 de mayo de 2019

Asquerosa contaminación: Muerte lenta

Viene a colación el tema de la contaminación ambiental, llamado también polución, envenenamiento, infición. Yo le llamaría: destrucción, muerte. Viene a colación porque en la Ciudad de México ya estamos viviendo las jornadas más difíciles de muchísimos años, es decir, los días más contaminados. Yo, por lo menos, no recuerdo algo así.

Habitualmente esta contaminación ocurre desde noviembre y hasta finales de mayo, y se le llama “época del estiaje”, pero no a estos niveles que hemos padecido en los últimos seis días. Estamos encarando los más duros problemas respiratorios.

El año 2018 terminó con todas sus penurias, su inseguridad, sus miles de muertos, su ausencia de seguridad social, y sus mentiras. Y la infición ¿qué tal? ¿A quién le importó? A nadie. Y además nada se puede hacer para detenerla. Es un problema sin solución. A mediados de junio se iniciará la temporada formal de lluvias y se limpiará la atmósfera un poco. Pero ya habremos vivido inmersos, por lo menos 6 meses, en la burbuja contaminante.

Por cierto, la palabra infición es de uso poco frecuente. Se define como la acción y efecto de infectar o infectarse en propagar, contagiar o invadir del organismo algún agente o elemento infeccioso o también mediante una bacteria o virus. En forma desusada es una acción y resultado de fingir o simular algo. Su etimología viene del latín “infectio” que quiere decir infección.

Jamás había yo sentido las molestias en los ojos y la nariz como en estos últimos días. Sabemos que al estiaje se ha sumado, este año, la gran cantidad de incendios forestales en zonas limítrofes al gran valle de México, incendios que, se dice, han sido provocados para eliminar grandes zonas de pastizales y producir una ocupación ilegal posteriormente.

En alguna columna anterior mencioné que ya, en la década de los ochentas, en la zona norte del valle de México yacían más de 33 mil fábricas con más de un millón de trabajadores. Sabido es que los vientos diarios soplan del norte hacia el sur, introduciendo los polvos y porquerías a todo el Valle de México, es decir, la Ciudad de México y los municipios conurbados. Y por el sur, el oriente y el poniente la zona está rodeada de montañas por lo cual difícilmente sale la contaminación; se estanca, se inhala, y se va hasta el cerebro.

Lo que también dije es que hace unos treinta años, precisamente en marzo de 1989, un servidor público superior me confió la realidad del problema: la contaminación no la producían los vehículos automotores en 80 por ciento (como se informó entonces), sino las fábricas, en un 92 por ciento.

Declaración gruesa, difícil, comprometedora. Sin embargo es cierta. ¿Pruebas? Observe usted como cada Semana Mayor, o en los períodos vacacionales de mitad y de fin de año en los que salen de la ciudad por lo menos la mitad de los vehículos, los índices estarán igual que ahora, le arderán los ojos, sentirá reseca la garganta y demás. O sea, que las fábricas siguen arrojando sus humos al aire, y no puede decretarse Un Día sin Fábrica porque la maquinaria se detiene, y el industrial explotador dirá: Si hoy no abro, no pago. ¿Y tendrá la culpa el obrero menesteroso, el patrón desalmado o la autoridad condescendiente?

Puedo asegurar que es imposible trasladar, vaya, ni siquiera la décima parte de las fábricas con sus empleados. ¿Adónde se van a ir cuatro millones de mexicanos? Más fácil, ¿cuál población del Bajío puede recibir a 50 mil personas y brindarles vivienda, servicios públicos, escuelas, áreas verdes, abasto? Ninguna.


Comprendo a las autoridades de la Ciudad de México y de los Estados vecinos. Hablar con la verdad, tener la capacidad, es difícil. Y sobre todo, cuando el problema ha sido heredado por décadas. Y comprendo que no puedan actuar.

Creo que la solución está muy lejos de darse. Pero sí debemos estar conscientes de nuestra realidad, de nuestra atmósfera, de nuestros organismos. Habitamos una de las ciudades más grandes y extendidas del planeta. Y, posiblemente, la más contaminada. Los mexicanos hemos construido esta ciudad casi en un nido de águilas y hasta aquí hemos traído nuestras realidades. No estamos ubicados, como otras grandes ciudades, a la orilla de ríos, lagos o del mar, para con ello disfrutar o permitir que la brisa o el viento se lleve los contaminantes.

Tenemos que subir y con muchísimo esfuerzo hasta este nido de águilas, volúmenes impensables de agua y cantidades exorbitantes de abasto. Pero lo hemos hecho. ¿No podríamos hacer esfuerzos sobrehumanos para detener esta contaminación asquerosa y aberrante? Estamos terminando la segunda década del siglo 21. Hay grandes, muy grandes posibilidades tecnológicas.

Seamos sensatos: recordemos que el cielo es azul, que las estrellas brillan de noche, que el aire es un bálsamo y que nuestros descendientes merecen vivir decentemente y con limpieza de espíritu, de cuerpo y de mente.

Fundador de Notimex

Premio Primera Plana 2018

pacofonn@yahoo.com.mx


Viene a colación el tema de la contaminación ambiental, llamado también polución, envenenamiento, infición. Yo le llamaría: destrucción, muerte. Viene a colación porque en la Ciudad de México ya estamos viviendo las jornadas más difíciles de muchísimos años, es decir, los días más contaminados. Yo, por lo menos, no recuerdo algo así.

Habitualmente esta contaminación ocurre desde noviembre y hasta finales de mayo, y se le llama “época del estiaje”, pero no a estos niveles que hemos padecido en los últimos seis días. Estamos encarando los más duros problemas respiratorios.

El año 2018 terminó con todas sus penurias, su inseguridad, sus miles de muertos, su ausencia de seguridad social, y sus mentiras. Y la infición ¿qué tal? ¿A quién le importó? A nadie. Y además nada se puede hacer para detenerla. Es un problema sin solución. A mediados de junio se iniciará la temporada formal de lluvias y se limpiará la atmósfera un poco. Pero ya habremos vivido inmersos, por lo menos 6 meses, en la burbuja contaminante.

Por cierto, la palabra infición es de uso poco frecuente. Se define como la acción y efecto de infectar o infectarse en propagar, contagiar o invadir del organismo algún agente o elemento infeccioso o también mediante una bacteria o virus. En forma desusada es una acción y resultado de fingir o simular algo. Su etimología viene del latín “infectio” que quiere decir infección.

Jamás había yo sentido las molestias en los ojos y la nariz como en estos últimos días. Sabemos que al estiaje se ha sumado, este año, la gran cantidad de incendios forestales en zonas limítrofes al gran valle de México, incendios que, se dice, han sido provocados para eliminar grandes zonas de pastizales y producir una ocupación ilegal posteriormente.

En alguna columna anterior mencioné que ya, en la década de los ochentas, en la zona norte del valle de México yacían más de 33 mil fábricas con más de un millón de trabajadores. Sabido es que los vientos diarios soplan del norte hacia el sur, introduciendo los polvos y porquerías a todo el Valle de México, es decir, la Ciudad de México y los municipios conurbados. Y por el sur, el oriente y el poniente la zona está rodeada de montañas por lo cual difícilmente sale la contaminación; se estanca, se inhala, y se va hasta el cerebro.

Lo que también dije es que hace unos treinta años, precisamente en marzo de 1989, un servidor público superior me confió la realidad del problema: la contaminación no la producían los vehículos automotores en 80 por ciento (como se informó entonces), sino las fábricas, en un 92 por ciento.

Declaración gruesa, difícil, comprometedora. Sin embargo es cierta. ¿Pruebas? Observe usted como cada Semana Mayor, o en los períodos vacacionales de mitad y de fin de año en los que salen de la ciudad por lo menos la mitad de los vehículos, los índices estarán igual que ahora, le arderán los ojos, sentirá reseca la garganta y demás. O sea, que las fábricas siguen arrojando sus humos al aire, y no puede decretarse Un Día sin Fábrica porque la maquinaria se detiene, y el industrial explotador dirá: Si hoy no abro, no pago. ¿Y tendrá la culpa el obrero menesteroso, el patrón desalmado o la autoridad condescendiente?

Puedo asegurar que es imposible trasladar, vaya, ni siquiera la décima parte de las fábricas con sus empleados. ¿Adónde se van a ir cuatro millones de mexicanos? Más fácil, ¿cuál población del Bajío puede recibir a 50 mil personas y brindarles vivienda, servicios públicos, escuelas, áreas verdes, abasto? Ninguna.


Comprendo a las autoridades de la Ciudad de México y de los Estados vecinos. Hablar con la verdad, tener la capacidad, es difícil. Y sobre todo, cuando el problema ha sido heredado por décadas. Y comprendo que no puedan actuar.

Creo que la solución está muy lejos de darse. Pero sí debemos estar conscientes de nuestra realidad, de nuestra atmósfera, de nuestros organismos. Habitamos una de las ciudades más grandes y extendidas del planeta. Y, posiblemente, la más contaminada. Los mexicanos hemos construido esta ciudad casi en un nido de águilas y hasta aquí hemos traído nuestras realidades. No estamos ubicados, como otras grandes ciudades, a la orilla de ríos, lagos o del mar, para con ello disfrutar o permitir que la brisa o el viento se lleve los contaminantes.

Tenemos que subir y con muchísimo esfuerzo hasta este nido de águilas, volúmenes impensables de agua y cantidades exorbitantes de abasto. Pero lo hemos hecho. ¿No podríamos hacer esfuerzos sobrehumanos para detener esta contaminación asquerosa y aberrante? Estamos terminando la segunda década del siglo 21. Hay grandes, muy grandes posibilidades tecnológicas.

Seamos sensatos: recordemos que el cielo es azul, que las estrellas brillan de noche, que el aire es un bálsamo y que nuestros descendientes merecen vivir decentemente y con limpieza de espíritu, de cuerpo y de mente.

Fundador de Notimex

Premio Primera Plana 2018

pacofonn@yahoo.com.mx