/ miércoles 16 de octubre de 2019

Asumir su responsabilidad, ya

En la conferencia del presidente Andrés Manuel López Obrador, el secretario de Seguridad anunciaba lo que llamó punto de inflexión con el decrecimiento de 0.2 por ciento en el índice de homicidios dolosos. No es para presumir, pero es un logro del actual gobierno, dijo Alfonso Durazo. Con minutos de diferencia, en el municipio de Aguililla, en Michoacán, treinta policías eran emboscados por un comando con saldo de trece muertos y ocho heridos. A esas horas de la mañana, fuerzas de la Guardia Nacional y la Policía Federal obligaban a un grupo de migrantes a retornar al refugio improvisado en Tapachula, Chiapas, del que se habían fugado, desesperados tras seis meses de espera inútil del trámite para obtener asilo en los Estados Unidos; uno de ellos intentó suicidarse, acto impedido por sus compañeros, todos ellos decepcionados de la promesa de encontrar trabajo y abrigo en el país, convertido, de hecho, en el tercer seguro antes de cruzar la frontera con los Estados Unidos.

Coincidencias en el tiempo que ponen de manifiesto las contradicciones de la actual política para hacer frente a la delincuencia y al fenómeno de la migración, así como al empleo de las fuerzas del orden con las que se debería atender la obligación del Estado de garantizar la seguridad en el país. En vez de continuar culpando al pasado del creciente avance del crimen y llamar a los asesinos al amor filial, el gobierno debería asumir la responsabilidad que a once meses de su ejercicio le corresponde ya.

Se queja el presidente López Obrador de la campaña emprendida por el gobierno de Felipe Calderón a la que equivocadamente se llamó guerra, específicamente contra el narcotráfico. Afirma el jefe del Ejecutivo que el incremento posterior en la criminalidad fue causa de la connivencia de funcionarios públicos, civiles, policíacos y hasta castrenses con el crimen organizado. Para acabar con esa lacra que traza una nueva estrategia consistente en atacar las causas profundas de la delincuencia repartiendo dinero, cientos de miles de millones de pesos del insuficiente erario, en espera de que con ello obtendrá, si no una reducción en la delincuencia, el voto para su confirmación en el poder o bien –todo puede esperarse—la extensión del mandato más allá del período que le corresponde.

La administración de Enrique Peña Nieto se vio obligada a continuar la llamada guerra emprendida por la de Felipe Calderón, aun sin la declaración oficial ni la identificación de las partes beligerantes. El gobierno de López Obrador sí identifica a los grupos y las fuerzas locales regionales esparcidas en el territorio nacional por sus acciones delincuenciales. La lógica de una administración responsable establecería como ineludible el empleo de la fuerza con los elementos de que el Estado dispone para prevenir y reprimir el delito. En su lugar, el gobierno destina parte importante de las fuerzas agrupadas en torno a la Guardia Nacional a otra forma de represión, disfrazada de contención al servicio de los Estados Unidos en contra de los migrantes que confiaron en la oferta de ser recibidos con los brazos abiertos. La orden de no reprimir ni responder al ataque de la delincuencia que ha convertido al crimen en el panorama normal de la superficie y la vida de México, el gobierno de López Obrador tiende la mano del olvido y el perdón y deja sin posibilidad alguna de defensa a los contingentes que deberían estar destinados a garantizar y preservar la seguridad.

La masacre de Aguililla, tan indignante como otras de la pasada y la presente administración, así como la represión de los migrantes de Chiapas son lamentables hechos representativos de una política equivocada. La delincuencia está ensoberbecida.

srio28@prodigy.net.mx

En la conferencia del presidente Andrés Manuel López Obrador, el secretario de Seguridad anunciaba lo que llamó punto de inflexión con el decrecimiento de 0.2 por ciento en el índice de homicidios dolosos. No es para presumir, pero es un logro del actual gobierno, dijo Alfonso Durazo. Con minutos de diferencia, en el municipio de Aguililla, en Michoacán, treinta policías eran emboscados por un comando con saldo de trece muertos y ocho heridos. A esas horas de la mañana, fuerzas de la Guardia Nacional y la Policía Federal obligaban a un grupo de migrantes a retornar al refugio improvisado en Tapachula, Chiapas, del que se habían fugado, desesperados tras seis meses de espera inútil del trámite para obtener asilo en los Estados Unidos; uno de ellos intentó suicidarse, acto impedido por sus compañeros, todos ellos decepcionados de la promesa de encontrar trabajo y abrigo en el país, convertido, de hecho, en el tercer seguro antes de cruzar la frontera con los Estados Unidos.

Coincidencias en el tiempo que ponen de manifiesto las contradicciones de la actual política para hacer frente a la delincuencia y al fenómeno de la migración, así como al empleo de las fuerzas del orden con las que se debería atender la obligación del Estado de garantizar la seguridad en el país. En vez de continuar culpando al pasado del creciente avance del crimen y llamar a los asesinos al amor filial, el gobierno debería asumir la responsabilidad que a once meses de su ejercicio le corresponde ya.

Se queja el presidente López Obrador de la campaña emprendida por el gobierno de Felipe Calderón a la que equivocadamente se llamó guerra, específicamente contra el narcotráfico. Afirma el jefe del Ejecutivo que el incremento posterior en la criminalidad fue causa de la connivencia de funcionarios públicos, civiles, policíacos y hasta castrenses con el crimen organizado. Para acabar con esa lacra que traza una nueva estrategia consistente en atacar las causas profundas de la delincuencia repartiendo dinero, cientos de miles de millones de pesos del insuficiente erario, en espera de que con ello obtendrá, si no una reducción en la delincuencia, el voto para su confirmación en el poder o bien –todo puede esperarse—la extensión del mandato más allá del período que le corresponde.

La administración de Enrique Peña Nieto se vio obligada a continuar la llamada guerra emprendida por la de Felipe Calderón, aun sin la declaración oficial ni la identificación de las partes beligerantes. El gobierno de López Obrador sí identifica a los grupos y las fuerzas locales regionales esparcidas en el territorio nacional por sus acciones delincuenciales. La lógica de una administración responsable establecería como ineludible el empleo de la fuerza con los elementos de que el Estado dispone para prevenir y reprimir el delito. En su lugar, el gobierno destina parte importante de las fuerzas agrupadas en torno a la Guardia Nacional a otra forma de represión, disfrazada de contención al servicio de los Estados Unidos en contra de los migrantes que confiaron en la oferta de ser recibidos con los brazos abiertos. La orden de no reprimir ni responder al ataque de la delincuencia que ha convertido al crimen en el panorama normal de la superficie y la vida de México, el gobierno de López Obrador tiende la mano del olvido y el perdón y deja sin posibilidad alguna de defensa a los contingentes que deberían estar destinados a garantizar y preservar la seguridad.

La masacre de Aguililla, tan indignante como otras de la pasada y la presente administración, así como la represión de los migrantes de Chiapas son lamentables hechos representativos de una política equivocada. La delincuencia está ensoberbecida.

srio28@prodigy.net.mx