/ martes 30 de julio de 2019

Autonomías cuestionables

A partir de los cuestionamientos formulados por el presidente Andrés Manuel López Obrador a la actividad del Coneval y en general de los organismos constitucionales autónomos, se ha desatado una polémica en cuanto a la utilidad de los mismos, la cual es conveniente en tanto permite revisar la naturaleza y funciones de dichos organismos y el grado en que contribuyen a mejorar la actividad gubernativa.

De tiempo atrás, quienes sigan mis colaboraciones, saben que he manifestado reservas en torno a la proliferación de estas instituciones que, como todo exceso, acaba siendo disfuncional.

Las primeras autonomías, como las del actual INE, la CNDH o el Banxico, respondieron a condiciones históricas específicas que les dieron justificación. El predominio de un partido condujo a la necesidad de independizar las funciones electorales, lo cual resultó conveniente para todos los actores políticos aun cuando ocasionalmente manifiesten inconformidades respecto de actuaciones concretas. El impulso que dio el gran jurista que fue Jorge Carpizo a la incorporación del Ombudsman al orden jurídico mexicano, constituyó un esfuerzo para combatir violaciones a los derechos humanos por parte de autoridades sobre las que operara un pronunciamiento fincado en la fuerza moral más que en la obligatoriedad jurídica; ante la evidente insuficiencia del Ministerio Público, en cuyo diseño original, como representante social de buena fe, quedaba implícita la función de proteger los derechos humanos de los gobernados.

Por cierto, la autonomía de la Fiscalía General actual —como lo he escrito en varias ocasiones— obedeció más a un propósito de confrontar al Ministerio Público con el Ejecutivo, que a una verdadera exigencia jurídica, dado que desde la implantación de dicha institución a principios del siglo pasado, su función estaba dotada de plena autonomía técnica, pues el Procurador jamás estuvo jurídicamente sujeto a una instrucción presidencial para ejercitar la acción penal.

Como en otras decisiones tendientes a despojar al Presidente de sus funciones naturales creando organismos autónomos, se partió de una desconfianza anómala respecto del titular del Ejecutivo, distorsionante del proceso democrático, ya que al funcionario electo mayoritariamente por el voto directo de la ciudadanía que confía en él para otorgarle la atribución de hacer cumplir la ley, se le hace indebidamente objeto de sospecha al presuponer que habrá de actuar maliciosamente ejerciendo de modo indebido la facultad que se le depositó y, por tanto suponer que va a falsear los datos estadísticos, a favorecer los monopolios, a ocultarnos injustificadamente información, a manipular el otorgamiento de concesiones de servicios públicos, a ordenar que se violen los derechos de sus gobernados y en fin, disponer que se cometan toda clase de fechorías y abusos incompatibles con el sitial al que lo elevamos, precisamente por haber conquistado la confianza de la mayoría de sus conciudadanos.

Muchos de los procedimientos “autonomizados” han producido embrollos burocráticos e incluso resultados contradictorios. Las normas en materia de transparencia han llegado a consagrar la opacidad, y la protección de datos personales, que obliga a firmar un montón de papeles en cualesquiera trámites privados o públicos, es una formalidad que solo nos complica la vida y en general nos obliga a aceptar la divulgación de nuestros datos sin ofrecer ninguna auténtica protección, según lo muestra el caudal de mensajes que recibimos de emisores a los que jamás les hemos dado nuestro correo o nuestro teléfono y que no solamente lo tienen, sino que conocen perfectamente nuestras preferencias personales.

En el caso del Banco de México la autonomía deriva de las condiciones que impone el mercado mundial globalizado, si bien debe admitirse que en ocasiones se ha abusado de la facultad soberana de emitir moneda. Empero, dado que las grandes potencias imprimen billetes con liberalidad, en los últimos tiempos la Moderna Teoría Monetaria está poniendo en duda la utilidad de dicha autonomía.

Fuera del campo universitario cuya autonomía es garantía de libertad académica, las demás autonomías parecen un innecesario desgajamiento de funciones ejecutivas que da la impresión de estar más adaptado a la defensa de grupos de interés operantes en las áreas “autónomas” que a verdaderos requerimientos del bien público.

Tratándose del Coneval es inevitable cuestionar su misión, planteándonos si no sería más conveniente dedicar el gran esfuerzo burocrático que significa y los recursos destinados a la medición de la pobreza, a efectivamente combatirla; ya que su trabajo implica múltiples acciones tecnocráticas consistentes en requisitar interminables formatos “para brindar información clave a los tomadores de decisiones y contribuir a la mejora de las políticas públicas” que en la práctica contribuyen poco a la reducción de la pobreza, salvo a la de aquéllos dedicados a llenarlos.

eduardoandrade1948@gmail.com

A partir de los cuestionamientos formulados por el presidente Andrés Manuel López Obrador a la actividad del Coneval y en general de los organismos constitucionales autónomos, se ha desatado una polémica en cuanto a la utilidad de los mismos, la cual es conveniente en tanto permite revisar la naturaleza y funciones de dichos organismos y el grado en que contribuyen a mejorar la actividad gubernativa.

De tiempo atrás, quienes sigan mis colaboraciones, saben que he manifestado reservas en torno a la proliferación de estas instituciones que, como todo exceso, acaba siendo disfuncional.

Las primeras autonomías, como las del actual INE, la CNDH o el Banxico, respondieron a condiciones históricas específicas que les dieron justificación. El predominio de un partido condujo a la necesidad de independizar las funciones electorales, lo cual resultó conveniente para todos los actores políticos aun cuando ocasionalmente manifiesten inconformidades respecto de actuaciones concretas. El impulso que dio el gran jurista que fue Jorge Carpizo a la incorporación del Ombudsman al orden jurídico mexicano, constituyó un esfuerzo para combatir violaciones a los derechos humanos por parte de autoridades sobre las que operara un pronunciamiento fincado en la fuerza moral más que en la obligatoriedad jurídica; ante la evidente insuficiencia del Ministerio Público, en cuyo diseño original, como representante social de buena fe, quedaba implícita la función de proteger los derechos humanos de los gobernados.

Por cierto, la autonomía de la Fiscalía General actual —como lo he escrito en varias ocasiones— obedeció más a un propósito de confrontar al Ministerio Público con el Ejecutivo, que a una verdadera exigencia jurídica, dado que desde la implantación de dicha institución a principios del siglo pasado, su función estaba dotada de plena autonomía técnica, pues el Procurador jamás estuvo jurídicamente sujeto a una instrucción presidencial para ejercitar la acción penal.

Como en otras decisiones tendientes a despojar al Presidente de sus funciones naturales creando organismos autónomos, se partió de una desconfianza anómala respecto del titular del Ejecutivo, distorsionante del proceso democrático, ya que al funcionario electo mayoritariamente por el voto directo de la ciudadanía que confía en él para otorgarle la atribución de hacer cumplir la ley, se le hace indebidamente objeto de sospecha al presuponer que habrá de actuar maliciosamente ejerciendo de modo indebido la facultad que se le depositó y, por tanto suponer que va a falsear los datos estadísticos, a favorecer los monopolios, a ocultarnos injustificadamente información, a manipular el otorgamiento de concesiones de servicios públicos, a ordenar que se violen los derechos de sus gobernados y en fin, disponer que se cometan toda clase de fechorías y abusos incompatibles con el sitial al que lo elevamos, precisamente por haber conquistado la confianza de la mayoría de sus conciudadanos.

Muchos de los procedimientos “autonomizados” han producido embrollos burocráticos e incluso resultados contradictorios. Las normas en materia de transparencia han llegado a consagrar la opacidad, y la protección de datos personales, que obliga a firmar un montón de papeles en cualesquiera trámites privados o públicos, es una formalidad que solo nos complica la vida y en general nos obliga a aceptar la divulgación de nuestros datos sin ofrecer ninguna auténtica protección, según lo muestra el caudal de mensajes que recibimos de emisores a los que jamás les hemos dado nuestro correo o nuestro teléfono y que no solamente lo tienen, sino que conocen perfectamente nuestras preferencias personales.

En el caso del Banco de México la autonomía deriva de las condiciones que impone el mercado mundial globalizado, si bien debe admitirse que en ocasiones se ha abusado de la facultad soberana de emitir moneda. Empero, dado que las grandes potencias imprimen billetes con liberalidad, en los últimos tiempos la Moderna Teoría Monetaria está poniendo en duda la utilidad de dicha autonomía.

Fuera del campo universitario cuya autonomía es garantía de libertad académica, las demás autonomías parecen un innecesario desgajamiento de funciones ejecutivas que da la impresión de estar más adaptado a la defensa de grupos de interés operantes en las áreas “autónomas” que a verdaderos requerimientos del bien público.

Tratándose del Coneval es inevitable cuestionar su misión, planteándonos si no sería más conveniente dedicar el gran esfuerzo burocrático que significa y los recursos destinados a la medición de la pobreza, a efectivamente combatirla; ya que su trabajo implica múltiples acciones tecnocráticas consistentes en requisitar interminables formatos “para brindar información clave a los tomadores de decisiones y contribuir a la mejora de las políticas públicas” que en la práctica contribuyen poco a la reducción de la pobreza, salvo a la de aquéllos dedicados a llenarlos.

eduardoandrade1948@gmail.com