/ miércoles 2 de mayo de 2018

Bazar de la cultura

Juan Amael Vizzuett Olvera

Libros para el Día del Niño


Aún se obsequian libros el Día del Niño, en los onomásticos, cumpleaños y fiestas navideñas. ¿Cómo los recibe el festejado? ¿Cuáles libros se obsequian amén de Harry Potter y El señor de los Anillos? Quién se inicia en la lectura con las andanzas del maguito, ¿se interesa después por Balzac, Wilde, Rulfo, Onetti, Garro, Campobello?

Muchos años antes del Internet, hubo quienes culparon a la televisión por el desinterés infantil en la lectura. Tal era la tesis de Marie Winn en La droga que se enchufa (Diana, México, 1981). Hoy, la culpa se les achaca a los “teléfonos inteligentes”. Pero, al menos en principio, en ellos se pueden leer los clásicos de la literatura. Abundan las páginas dedicadas a las artes, los museos, la historia.

La teoría de Marie Winn se basaba en un supuesto antagonismo entre la televisión y la lectura. Como su contexto era la sociedad estadounidense, omitía a las televisoras públicas europeas, dedicadas en gran parte a las adaptaciones de clásicos literarios de corte familiar: La hija del capitán, El último de los mohicanos, Ivanhoe, El príncipe y el mendigo, Oliver Twist, La pequeña sirena, Sandokán… El escritor británico Richard Carpenter se especializó en la adaptación de relatos familiares, entre ellos Azabache y Robin Hood.

Uno de los propósitos de las adaptaciones literarias para la televisión ha sido fomentar la lectura de las obras originales: quien a una edad temprana descubre la existencia y el encanto de Mark Twain, Emilio Salgari, Dickens o Andersen deseará conocer más obras de esos autores.

En México, la privatización de las televisoras públicas en 1993 aisló al auditorio de casi cualquier contacto con las adaptaciones literarias; hoy existe una modestísima televisión pública digital. Es demasiado tarde: la chiquillería y la mocedad ya no ven la televisión.

Pocos discuten los beneficios de la lectura. Lo difícil es hallar estrategias para fomentarla durante la niñez.

Anatolle France rechazaba los textos sosos, supuestamente “al alcance de los niños”. “Los infantes poseen la curiosidad de los poetas”, decía. Los pequeños lectores, deseosos de conocer el mundo de los grandes, se decepcionan cuando el adulto pretende “bajar al nivel de la infancia”.

Quien desee regalar un libro distinto a los trillados puede elegir El pequeño Nicolás, una serie llena de humor, creada por Gossciny y Sempé; de Louise-Noëlle, sus obras humanistas El estanque perdido y Nicolo y el lagarto azul. Otra novela portadora de ética y sensibilidad es Paul y Louise, de Anne Pierjeann. Lo mismo sucede con las correrías oceánicas de Arnie, la temeraria niña del Pacífico, creación de Nadine Forster y Pierre Levie. Ninguno de estos personajes ejerce la hechicería, sin embargo, sus mundos verdaderos son mucho más fascinantes que las fantasías mágicas.


Juan Amael Vizzuett Olvera

Libros para el Día del Niño


Aún se obsequian libros el Día del Niño, en los onomásticos, cumpleaños y fiestas navideñas. ¿Cómo los recibe el festejado? ¿Cuáles libros se obsequian amén de Harry Potter y El señor de los Anillos? Quién se inicia en la lectura con las andanzas del maguito, ¿se interesa después por Balzac, Wilde, Rulfo, Onetti, Garro, Campobello?

Muchos años antes del Internet, hubo quienes culparon a la televisión por el desinterés infantil en la lectura. Tal era la tesis de Marie Winn en La droga que se enchufa (Diana, México, 1981). Hoy, la culpa se les achaca a los “teléfonos inteligentes”. Pero, al menos en principio, en ellos se pueden leer los clásicos de la literatura. Abundan las páginas dedicadas a las artes, los museos, la historia.

La teoría de Marie Winn se basaba en un supuesto antagonismo entre la televisión y la lectura. Como su contexto era la sociedad estadounidense, omitía a las televisoras públicas europeas, dedicadas en gran parte a las adaptaciones de clásicos literarios de corte familiar: La hija del capitán, El último de los mohicanos, Ivanhoe, El príncipe y el mendigo, Oliver Twist, La pequeña sirena, Sandokán… El escritor británico Richard Carpenter se especializó en la adaptación de relatos familiares, entre ellos Azabache y Robin Hood.

Uno de los propósitos de las adaptaciones literarias para la televisión ha sido fomentar la lectura de las obras originales: quien a una edad temprana descubre la existencia y el encanto de Mark Twain, Emilio Salgari, Dickens o Andersen deseará conocer más obras de esos autores.

En México, la privatización de las televisoras públicas en 1993 aisló al auditorio de casi cualquier contacto con las adaptaciones literarias; hoy existe una modestísima televisión pública digital. Es demasiado tarde: la chiquillería y la mocedad ya no ven la televisión.

Pocos discuten los beneficios de la lectura. Lo difícil es hallar estrategias para fomentarla durante la niñez.

Anatolle France rechazaba los textos sosos, supuestamente “al alcance de los niños”. “Los infantes poseen la curiosidad de los poetas”, decía. Los pequeños lectores, deseosos de conocer el mundo de los grandes, se decepcionan cuando el adulto pretende “bajar al nivel de la infancia”.

Quien desee regalar un libro distinto a los trillados puede elegir El pequeño Nicolás, una serie llena de humor, creada por Gossciny y Sempé; de Louise-Noëlle, sus obras humanistas El estanque perdido y Nicolo y el lagarto azul. Otra novela portadora de ética y sensibilidad es Paul y Louise, de Anne Pierjeann. Lo mismo sucede con las correrías oceánicas de Arnie, la temeraria niña del Pacífico, creación de Nadine Forster y Pierre Levie. Ninguno de estos personajes ejerce la hechicería, sin embargo, sus mundos verdaderos son mucho más fascinantes que las fantasías mágicas.


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