/ martes 31 de diciembre de 2019

Bazar de la Cultura | Alfonso Reyes, ese desconocido

Por: Juan Amael Vizzuett Olvera

Es el Mexicano Universal. Nos enseñó los vínculos entre las Geórgicas y nuestras comunidades agrarias. Descubrió en Hidalgo a un héroe virgiliano. Recreó el bullicio mercantil azteca. Dedicó sus letras a los tarahumaras, a los veteranos zuavos y chinacos hermanados en la remembranza, a los comienzos del cine, a Juana de Asbaje, a Martí, a Odiseo. Aun así, Alfonso Reyes es para muchos de nosotros un extraño.

A 60 años de la desaparición del pensador regiomontano, su obra se revela intemporal, como sucede con toda creación sólida. Entre sus preocupaciones constantes figuraron el lenguaje, el habla y la escritura, que él consideraba las bases de la civilización.

“Sólo el hombre habla verdaderamente. Mediante el habla, hace transmisible y manejable todo ese mundo interior de los sentimientos y los pensamientos. El habla permite al hombre ensanchar y enriquecer su existencia. El hombre ha hecho el habla; pero el habla, a su vez, perfecciona al hombre” (Reflexiones elementales sobre la lengua, 1952)

Defendió siempre la identidad del idioma: “No es indiferente cuidarla. Hace y deshace a los pueblos”. No por ello era un purista: “Detesto las ventanas cerradas que hacen irrespirable el ambiente e impiden las ráfagas saludables” (El medio áureo, 1952)

Advirtió que en otras épocas la pedantería miraba hacia el pasado y prodigaba latinajos. “Pero—preguntaba— ¿no es igualmente detestable el prurito del neologismo inútil que padecemos?”

Alfonso Reyes no se dejaba engatusar por las pseudociencias que todavía encandilan a un mundo deseoso de taumaturgos: “¡Que no hay poeta sobre cuyo anhelo o melancolía o esperanza no tenga que dictarnos el juicio la charlatanería freudiana!”. Así se anticipó a quienes hoy exponen las inconsistencias del psicoanálisis.

El polígrafo prefería a Tom Sawyer sobre Corazón, de Edmundo De Amicis, texto obligatorio durante generaciones en el mundo latino. Con la mirada puesta en los escolares que se iniciaban como lectores, el maestro Reyes hallaba mucho más saludables las lúdicas aventuras de Mark Twain que las fábulas sobre la abnegación.

El erudito mexicano admiraba a Voltaire, tildado de “diabólico” por su ironía certera, pero, en los hechos, protector de los perseguidos y, en secreto, caritativo con los parias del reino.

Cuando se difundió la Cartilla moral del escritor neoleonés, no faltaron los sectarios que, sin conocer ni por asomo la obra alfonsina, protestaron: “¡No usa el lenguaje inclusivo!” Una feminista acusó: “No menciona a las mujeres”, sin advertir que cuando Alfonso Reyes habla de “el hombre” y “la humanidad”, abarca a la mujer y al varón.

Ignoraba igualmente las reflexiones del pensador sobre Sor Juana: “Escucha las voces de todos los puntos del horizonte… No es fácil estudiarla sin enamorarse de ella”.

Por: Juan Amael Vizzuett Olvera

Es el Mexicano Universal. Nos enseñó los vínculos entre las Geórgicas y nuestras comunidades agrarias. Descubrió en Hidalgo a un héroe virgiliano. Recreó el bullicio mercantil azteca. Dedicó sus letras a los tarahumaras, a los veteranos zuavos y chinacos hermanados en la remembranza, a los comienzos del cine, a Juana de Asbaje, a Martí, a Odiseo. Aun así, Alfonso Reyes es para muchos de nosotros un extraño.

A 60 años de la desaparición del pensador regiomontano, su obra se revela intemporal, como sucede con toda creación sólida. Entre sus preocupaciones constantes figuraron el lenguaje, el habla y la escritura, que él consideraba las bases de la civilización.

“Sólo el hombre habla verdaderamente. Mediante el habla, hace transmisible y manejable todo ese mundo interior de los sentimientos y los pensamientos. El habla permite al hombre ensanchar y enriquecer su existencia. El hombre ha hecho el habla; pero el habla, a su vez, perfecciona al hombre” (Reflexiones elementales sobre la lengua, 1952)

Defendió siempre la identidad del idioma: “No es indiferente cuidarla. Hace y deshace a los pueblos”. No por ello era un purista: “Detesto las ventanas cerradas que hacen irrespirable el ambiente e impiden las ráfagas saludables” (El medio áureo, 1952)

Advirtió que en otras épocas la pedantería miraba hacia el pasado y prodigaba latinajos. “Pero—preguntaba— ¿no es igualmente detestable el prurito del neologismo inútil que padecemos?”

Alfonso Reyes no se dejaba engatusar por las pseudociencias que todavía encandilan a un mundo deseoso de taumaturgos: “¡Que no hay poeta sobre cuyo anhelo o melancolía o esperanza no tenga que dictarnos el juicio la charlatanería freudiana!”. Así se anticipó a quienes hoy exponen las inconsistencias del psicoanálisis.

El polígrafo prefería a Tom Sawyer sobre Corazón, de Edmundo De Amicis, texto obligatorio durante generaciones en el mundo latino. Con la mirada puesta en los escolares que se iniciaban como lectores, el maestro Reyes hallaba mucho más saludables las lúdicas aventuras de Mark Twain que las fábulas sobre la abnegación.

El erudito mexicano admiraba a Voltaire, tildado de “diabólico” por su ironía certera, pero, en los hechos, protector de los perseguidos y, en secreto, caritativo con los parias del reino.

Cuando se difundió la Cartilla moral del escritor neoleonés, no faltaron los sectarios que, sin conocer ni por asomo la obra alfonsina, protestaron: “¡No usa el lenguaje inclusivo!” Una feminista acusó: “No menciona a las mujeres”, sin advertir que cuando Alfonso Reyes habla de “el hombre” y “la humanidad”, abarca a la mujer y al varón.

Ignoraba igualmente las reflexiones del pensador sobre Sor Juana: “Escucha las voces de todos los puntos del horizonte… No es fácil estudiarla sin enamorarse de ella”.