/ martes 27 de agosto de 2019

Bazar de la Cultura | El paisaje renace en el Centro Cultural de España

Por: Juan Amael Vizuet

Desde los murales pompeyanos hasta la aridez solar de Nishizawa, la pintura de paisaje ha expresado siempre el vínculo entre el hombre y la tierra; es el arte del azoro humano ante su propio planeta.

En este siglo XXI, tan urbanizado, las nuevas generaciones vuelven a recrear el entorno natural, más preciado aun por su fragilidad y su lejanía. Los lienzos de Luis Kerch y Víctor López Rúa son un manifiesto de esa conciencia.

Los dos artistas peninsulares exponen su obra en el Centro Cultural de España, Guatemala 18, Centro, hasta el 6 de octubre. En el México del siglo XIX, los paisajistas como Eugenio Landesio y su discípulo más célebre, José María Velasco, descubrieron la luz, el cielo y los recovecos de una tierra montañosa donde coexistían las cumbres gélidas y los barrancos requemados por el astro divino de los aztecas.

Los expresionistas y postimpresionistas, hijos ya de la era industrial, renovaron al género, lo rejuvenecieron. Algunos se alejaron de sus países en una búsqueda de gente, luz, flora y fauna: Van Gogh, nativo del sol pálido, emigró hacia el resplandor de Provenza; Gauguin abandonó los bulevares parisinos y retrató la exuberancia tahitiana.

Los maestros mexicanos del siglo XX continuaron la exploración del paisaje, a menudo con el ser humano como gran protagonista, trabajador tesonero en un entorno agreste, pero siempre majestuoso.

Vino luego la era del postmodernismo: los pintores finiseculares plasmaron paisajes maltratados, agonizantes por una expansión industrial sin reglas. No eran ya celebraciones de la naturaleza, sino cantos fúnebres al medio ambiente.

Aquel periodo contrasta con la obra actual de Luis Kerch y con la del brigantino Víctor López Rúa: los ibéricos han dejado muy atrás la paleta sombría y el pesimismo de los posmodernos.

Sus paisajes manifiestan la tradición española luminosa y colorista; el paisaje vuelve a ser un homenaje del arte a la naturaleza. Como en los tiempos de Sorolla y Fortuny.

Kerch diluye sus acrílicos hasta obtener la transparencia de la acuarela; la luz se refleja en el lino e impregna de vitalidad cielos, montañas, nubes, floras y océanos.

En su obra el ser humano es una evocación: se advierte en las composiciones y en la perspectiva de color, tan cuidadosas que parecen espontáneas.

López Rúa sí inscribe a mujeres y hombres en sus paisajes; son personajes en tránsito existencial, en vías de establecer o concluir vínculos, de vivir anécdotas. Nadie sabe hacia dónde se dirigen y en ello radica el enigma de cada cuadro.

Pero es el paisaje quien reina; un paisaje colorista, libre de los tonos reales. López Rúa crea armonías cromáticas intensas, sus árboles, ríos, veredas y arbustos son corrientes de energía que fluyen a través de la forma y el color.

Por: Juan Amael Vizuet

Desde los murales pompeyanos hasta la aridez solar de Nishizawa, la pintura de paisaje ha expresado siempre el vínculo entre el hombre y la tierra; es el arte del azoro humano ante su propio planeta.

En este siglo XXI, tan urbanizado, las nuevas generaciones vuelven a recrear el entorno natural, más preciado aun por su fragilidad y su lejanía. Los lienzos de Luis Kerch y Víctor López Rúa son un manifiesto de esa conciencia.

Los dos artistas peninsulares exponen su obra en el Centro Cultural de España, Guatemala 18, Centro, hasta el 6 de octubre. En el México del siglo XIX, los paisajistas como Eugenio Landesio y su discípulo más célebre, José María Velasco, descubrieron la luz, el cielo y los recovecos de una tierra montañosa donde coexistían las cumbres gélidas y los barrancos requemados por el astro divino de los aztecas.

Los expresionistas y postimpresionistas, hijos ya de la era industrial, renovaron al género, lo rejuvenecieron. Algunos se alejaron de sus países en una búsqueda de gente, luz, flora y fauna: Van Gogh, nativo del sol pálido, emigró hacia el resplandor de Provenza; Gauguin abandonó los bulevares parisinos y retrató la exuberancia tahitiana.

Los maestros mexicanos del siglo XX continuaron la exploración del paisaje, a menudo con el ser humano como gran protagonista, trabajador tesonero en un entorno agreste, pero siempre majestuoso.

Vino luego la era del postmodernismo: los pintores finiseculares plasmaron paisajes maltratados, agonizantes por una expansión industrial sin reglas. No eran ya celebraciones de la naturaleza, sino cantos fúnebres al medio ambiente.

Aquel periodo contrasta con la obra actual de Luis Kerch y con la del brigantino Víctor López Rúa: los ibéricos han dejado muy atrás la paleta sombría y el pesimismo de los posmodernos.

Sus paisajes manifiestan la tradición española luminosa y colorista; el paisaje vuelve a ser un homenaje del arte a la naturaleza. Como en los tiempos de Sorolla y Fortuny.

Kerch diluye sus acrílicos hasta obtener la transparencia de la acuarela; la luz se refleja en el lino e impregna de vitalidad cielos, montañas, nubes, floras y océanos.

En su obra el ser humano es una evocación: se advierte en las composiciones y en la perspectiva de color, tan cuidadosas que parecen espontáneas.

López Rúa sí inscribe a mujeres y hombres en sus paisajes; son personajes en tránsito existencial, en vías de establecer o concluir vínculos, de vivir anécdotas. Nadie sabe hacia dónde se dirigen y en ello radica el enigma de cada cuadro.

Pero es el paisaje quien reina; un paisaje colorista, libre de los tonos reales. López Rúa crea armonías cromáticas intensas, sus árboles, ríos, veredas y arbustos son corrientes de energía que fluyen a través de la forma y el color.