/ martes 15 de mayo de 2018

Bazar de la cultura | Menos museos para una urbe inhóspita

Por: Juan Amael Vizzuett Olvera

El Museo del Automóvil es ya solamente un fantasma. Deambula sin rumbo a través de su página, aún activa, en las redes sociales. Su antigua sede, División del Norte 3572, aloja ahora a otro de los incontables “desarrollos” habitacionales: departamentos de 48 a 64 metros cuadrados por dos millones 16 mil pesos. Los negocios inmobiliarios van muy bien, pero la ciudad perdió otro de sus recintos culturales. Todo automóvil antiguo es una reliquia histórica.

El museo era un esfuerzo de los entusiastas coleccionistas particulares. Sus retratos aparecían en el mural de Paco Meseguer. Muy pocos entre este gremio suelen ser verdaderos ricachones. Muchos se esfuerzan denodadamente para conservar sus vetustos coches como recién salidos de una agencia. No pocos han rescatado estos automotores de la chatarra. El museo exhibía una serie fotográfica acerca del hallazgo y restauración de una de sus piezas más valiosas: la limusina “Packard” 1934, importada de Detroit, Michigan. Sus múltiples instrumentos lo asemejaban a un avión aventurero.

Un coche antiguo se halla a veces arrumbado en la calle, en alguna cochera ruinosa, en trojes y patios. Si un coleccionista se anima a salvarlo, tiene por delante meses y años de labor, de pesquisas tesoneras e intercambios intrincados para conseguir las piezas faltantes o para fabricarlas. Debe invertir mucho tiempo y mucho dinero. A ello debe aunar una paciencia franciscana.

Sobre cualquier coche restaurado puede escribirse un reportaje entero. Cada uno de esos vehículos guarda una memoria ligada a las biografías familiares de sus dueños sucesivos; con su afición, los coleccionistas contribuyen a salvar retazos de las vidas cotidianas, y con ello, la esencia de la Historia, como lo escribió lúcidamente la académica húngara Agnes Heller.

El Museo del Automóvil guardaba uno de los primeros camiones de pasajeros capitalinos: un Modelo T adaptado, con carrocería y bancas de madera. Un coche de vapor “Stanley Steam” abría el cofre para mostrar su caldera, semejante a la de una locomotora, mientras un “Oldsmobile” 1904 exhibía aún los rasgos de los coches decimonónicos, por ello llamaban a aquellos precursores “carruajes sin caballos”.

La pieza más suntuosa del museo era el faetón “Packard Dietrich” 1936, con seis metros de carrocería aerodinámica. Entre los coches expuestos en forma temporal llegó a figurar uno de los rarísimos Lincoln Continental Mark II 1956.

¿Dónde se guardan por ahora esos vehículos históricos? Durante los últimos años, la capital perdió su primer museo interactivo, el Tecnológico. Perdió también su Museo del Automóvil. El Museo Salón de la Fama, en la Plaza Torres Quintero, sucumbió hace muchos años. Ésa no es la forma de mejorar la calidad de vida en una urbe tan inhóspita.

Por: Juan Amael Vizzuett Olvera

El Museo del Automóvil es ya solamente un fantasma. Deambula sin rumbo a través de su página, aún activa, en las redes sociales. Su antigua sede, División del Norte 3572, aloja ahora a otro de los incontables “desarrollos” habitacionales: departamentos de 48 a 64 metros cuadrados por dos millones 16 mil pesos. Los negocios inmobiliarios van muy bien, pero la ciudad perdió otro de sus recintos culturales. Todo automóvil antiguo es una reliquia histórica.

El museo era un esfuerzo de los entusiastas coleccionistas particulares. Sus retratos aparecían en el mural de Paco Meseguer. Muy pocos entre este gremio suelen ser verdaderos ricachones. Muchos se esfuerzan denodadamente para conservar sus vetustos coches como recién salidos de una agencia. No pocos han rescatado estos automotores de la chatarra. El museo exhibía una serie fotográfica acerca del hallazgo y restauración de una de sus piezas más valiosas: la limusina “Packard” 1934, importada de Detroit, Michigan. Sus múltiples instrumentos lo asemejaban a un avión aventurero.

Un coche antiguo se halla a veces arrumbado en la calle, en alguna cochera ruinosa, en trojes y patios. Si un coleccionista se anima a salvarlo, tiene por delante meses y años de labor, de pesquisas tesoneras e intercambios intrincados para conseguir las piezas faltantes o para fabricarlas. Debe invertir mucho tiempo y mucho dinero. A ello debe aunar una paciencia franciscana.

Sobre cualquier coche restaurado puede escribirse un reportaje entero. Cada uno de esos vehículos guarda una memoria ligada a las biografías familiares de sus dueños sucesivos; con su afición, los coleccionistas contribuyen a salvar retazos de las vidas cotidianas, y con ello, la esencia de la Historia, como lo escribió lúcidamente la académica húngara Agnes Heller.

El Museo del Automóvil guardaba uno de los primeros camiones de pasajeros capitalinos: un Modelo T adaptado, con carrocería y bancas de madera. Un coche de vapor “Stanley Steam” abría el cofre para mostrar su caldera, semejante a la de una locomotora, mientras un “Oldsmobile” 1904 exhibía aún los rasgos de los coches decimonónicos, por ello llamaban a aquellos precursores “carruajes sin caballos”.

La pieza más suntuosa del museo era el faetón “Packard Dietrich” 1936, con seis metros de carrocería aerodinámica. Entre los coches expuestos en forma temporal llegó a figurar uno de los rarísimos Lincoln Continental Mark II 1956.

¿Dónde se guardan por ahora esos vehículos históricos? Durante los últimos años, la capital perdió su primer museo interactivo, el Tecnológico. Perdió también su Museo del Automóvil. El Museo Salón de la Fama, en la Plaza Torres Quintero, sucumbió hace muchos años. Ésa no es la forma de mejorar la calidad de vida en una urbe tan inhóspita.