/ domingo 3 de diciembre de 2017

Cambio de coordenadas

1.- Al desbroce y manicura del seto sucesorio a la Presidencia de la República han contribuido su valiosa aportación el dirigente nacional panista y el redentor de la nación. Éste al echar mano de su exiguo y luido léxico, con el que cree que disimula su poligónica ignorancia y su crónica y ya vetusta escasez de ideas; aquel con su enfermiza obcecación de ser candidato al más alto cargo pasando por encima de su partido, al que ya ha infligido un daño del que tal vez no se reponga a tiempo para la elección que viene; de sus militantes, simpatizantes y jerarquía, y del propio ideario del PAN y sus postulados básicos. A uno se le olvida, y al otro no le importa, que el elector tiene memoria, registra y vota.

2.- López Obrador no tiene que ceñirse a ningún manual de principios, a ningún parámetro de valores porque no los tiene; tampoco tiene que acatar un código de ética porque no es legal ni a su persona –como dice José Antonio Méndez-. Y no le importa porque no tiene nada que perder: en los 24 años que lleva en campaña la Patria ha descontado ya los daños y perjuicios que ha causado en civilidad y en paz social, su movimiento, su lucha y su defensa del pueblo. Si la demagogia, y el recurrente timo de este señor se midiera en pesos y centavos, la deuda externa de México se habría pagado dos veces. Lo más que puede perder es otra vez la elección que dirá le volvieron a robar.

3.- Pero el PAN sí tiene manual, parámetro y código; una militancia leal y un historial serio, confiable y consistente. Tiene por ello mucho que perder y lo está rápidamente perdiendo en manos de un dirigente que ha extraviado la brújula desde que dio una leve probada al poder que lo ha cegado. Anaya se ha dado cuenta, tal vez tarde, que su partido no consiente tanta triquiñuela, tanta perfidia y tanta traición; menos aún que sacrifique sus ideales fundacionales para ir de la mano con la izquierda en una trama electoral disfrazada de frente opositor que ya acusó varias cuarteaduras.

4.- Y peor: Anaya se equivocó de enemigo. Si no hubiera comprado un pleito fútil, que hizo personal con el Presidente de la República, con el PRI y con la jerarquía de su propio partido, y de paso con buen número de simpatizantes –personas que creyeron en él y en quienes despertó un genuino interés por cualidades que parecía poseer-; y hubiese aprovechado esa inercia junto con lo que queda del PRD para ubicar y enderezar sus baterías sobre el decidor, ya tendría unificado al PAN; habría acumulado un respetable capital político y habría sido el candidato indiscutible de la derecha, con el respaldo de todos a los que ahora ha traicionado. Prefirió sin embargo pisarse la propia cola de su egolatría.

5.- En esa tesitura aparece el candidato del PRI con un despliegue de tersura, conciliación y unidad –no solo en el partido que lo arropa, sino bien más allá-, y con él se topan, tal vez sin esperárselo, Anaya y López Obrador. Los dos que se sienten dueños de su propio país y de sus destinos; invencibles e irremplazables, han recobrado su propia pequeña dimensión y deberán reescribir sus líneas de campaña, frente a la sencillez del que no tiene que fingir; la congruencia del que no precisa aparentar, y la frescura de quien no necesita presumir.

6.- Mientras Anaya encuentra la etimología griega del agandalle, y a López Obrador le produce su publicista nuevos epítetos para autodestruirse, despunta una figura que, quién lo dijera, parece capaz de restaurar en el diccionario mexicano las palabras política, liderazgo, credibilidad, certeza y confianza. Y ése no es cambio de hora: es un reloj nuevo.

camilo@kawage.com

1.- Al desbroce y manicura del seto sucesorio a la Presidencia de la República han contribuido su valiosa aportación el dirigente nacional panista y el redentor de la nación. Éste al echar mano de su exiguo y luido léxico, con el que cree que disimula su poligónica ignorancia y su crónica y ya vetusta escasez de ideas; aquel con su enfermiza obcecación de ser candidato al más alto cargo pasando por encima de su partido, al que ya ha infligido un daño del que tal vez no se reponga a tiempo para la elección que viene; de sus militantes, simpatizantes y jerarquía, y del propio ideario del PAN y sus postulados básicos. A uno se le olvida, y al otro no le importa, que el elector tiene memoria, registra y vota.

2.- López Obrador no tiene que ceñirse a ningún manual de principios, a ningún parámetro de valores porque no los tiene; tampoco tiene que acatar un código de ética porque no es legal ni a su persona –como dice José Antonio Méndez-. Y no le importa porque no tiene nada que perder: en los 24 años que lleva en campaña la Patria ha descontado ya los daños y perjuicios que ha causado en civilidad y en paz social, su movimiento, su lucha y su defensa del pueblo. Si la demagogia, y el recurrente timo de este señor se midiera en pesos y centavos, la deuda externa de México se habría pagado dos veces. Lo más que puede perder es otra vez la elección que dirá le volvieron a robar.

3.- Pero el PAN sí tiene manual, parámetro y código; una militancia leal y un historial serio, confiable y consistente. Tiene por ello mucho que perder y lo está rápidamente perdiendo en manos de un dirigente que ha extraviado la brújula desde que dio una leve probada al poder que lo ha cegado. Anaya se ha dado cuenta, tal vez tarde, que su partido no consiente tanta triquiñuela, tanta perfidia y tanta traición; menos aún que sacrifique sus ideales fundacionales para ir de la mano con la izquierda en una trama electoral disfrazada de frente opositor que ya acusó varias cuarteaduras.

4.- Y peor: Anaya se equivocó de enemigo. Si no hubiera comprado un pleito fútil, que hizo personal con el Presidente de la República, con el PRI y con la jerarquía de su propio partido, y de paso con buen número de simpatizantes –personas que creyeron en él y en quienes despertó un genuino interés por cualidades que parecía poseer-; y hubiese aprovechado esa inercia junto con lo que queda del PRD para ubicar y enderezar sus baterías sobre el decidor, ya tendría unificado al PAN; habría acumulado un respetable capital político y habría sido el candidato indiscutible de la derecha, con el respaldo de todos a los que ahora ha traicionado. Prefirió sin embargo pisarse la propia cola de su egolatría.

5.- En esa tesitura aparece el candidato del PRI con un despliegue de tersura, conciliación y unidad –no solo en el partido que lo arropa, sino bien más allá-, y con él se topan, tal vez sin esperárselo, Anaya y López Obrador. Los dos que se sienten dueños de su propio país y de sus destinos; invencibles e irremplazables, han recobrado su propia pequeña dimensión y deberán reescribir sus líneas de campaña, frente a la sencillez del que no tiene que fingir; la congruencia del que no precisa aparentar, y la frescura de quien no necesita presumir.

6.- Mientras Anaya encuentra la etimología griega del agandalle, y a López Obrador le produce su publicista nuevos epítetos para autodestruirse, despunta una figura que, quién lo dijera, parece capaz de restaurar en el diccionario mexicano las palabras política, liderazgo, credibilidad, certeza y confianza. Y ése no es cambio de hora: es un reloj nuevo.

camilo@kawage.com

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