/ domingo 12 de mayo de 2019

Capacidades 

El llamado “ingenio mexicano” siempre ha oscilado entre el asombro por la creatividad natural que tenemos y la prueba de que la improvisación y la picardía son elementos definitivos de nuestra cultura.

Así, hacer cualquier cosa “a la Viva México” ha significado a lo largo de los años un rasgo de falta de técnica, que termina en la mediocridad que acecha a las ideas que se toman por desidia o con prisa.

Uno de los intentos más conocidos para contrarrestar esta imagen de “chambonería”, fue el lanzamiento en 1978 de una norma oficial que establecía el conocido logotipo con la cabeza de un águila y el lema: “Lo hecho en México está bien hecho”, el cual atribuyera calidad a los productos nacionales.

Después, el gobierno mexicano hizo campañas de promoción, algunas con cierto éxito y otras que pasaron de noche, para combatir la impresión de que solo producíamos materias primas, uno que otro artículo único en el mundo, y mucho folclore.

Precisamente, la ola de privatizaciones de los años noventa se justificó en gran parte por esta certeza social de que el gobierno era un mal administrador y por ello los servicios públicos de ese entonces eran deficientes, burocráticos y estaban llenos de corrupción.

En ese sentido, Teléfonos de México, los bancos, las líneas aéreas, Luz y Fuerza del Centro, Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, se hicieron sinónimo de ineficiencia y dispendio (bien ganados), después de que se nacionalizaron sin ninguna explicación en los años ochenta.

Si queríamos una atención de primer mundo, se nos dijo después de 1988, la única alternativa era abrir el camino a la iniciativa privada que, en teoría, responde a valores distintos. Los gobiernos que vinieron después no modificaron este principio e incluso lo fortalecieron a través de reformas, extinciones y permisos de todo tipo sobre los recursos nacionales. Los fracasos de esta ruta superan con mucho a los éxitos obtenidos, desde el Fobaproa hasta Oderbrecht.

A la fecha, cada vez que una industria o persona mexicana rompe barreras, el caso se nos presenta como una hazaña irrepetible, llena de sacrificios y obstáculos, similar a la que ocurre cuando aparece un relámpago en el cielo o hay un eclipse de sol.

No obstante, México es un país que cuenta con un enorme capital técnico, humano, profesional y moral; opacado por los excesos y los vacíos de un sistema político y económico que miró con mucha frecuencia hacia afuera y despreció el potencial que ya existe dentro.

El anuncio de que la refinería de Dos Bocas, en Paraíso, Tabasco, estará a cargo de la Secretaría de Energía y de Petróleos Mexicanos, pronto pondrá a prueba todas estas creencias. Y será un examen de fuego.

Tanto los especialistas, como los mercados, manifestaron una preocupación cercana al horror por el anuncio. En contraste, la convicción matutina del presidente de la República anticipa un choque de trenes entre lo que somos capaces de hacer -o no- como país y como sociedad.

No se trata solo de confirmar el orgullo nacional, lo que verdaderamente está en juego es demostrar que, contra la mayoría de los pronósticos, existe un México competitivo, innovador y eficiente. Ejemplos hay muchos en la historia de la infraestructura nacional, aunque ninguno es lo suficientemente reciente. De ahí la incertidumbre.

Se hizo, se dejó de hacer y ahora se intentará hacer de nuevo, es el resumen. La apuesta es alta, pero ya estamos en ella. Creo que, por el bien de todos, más vale que cada uno hagamos lo que nos toca para, de una vez y por todas, demostrar realmente de qué estamos hechos.

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El llamado “ingenio mexicano” siempre ha oscilado entre el asombro por la creatividad natural que tenemos y la prueba de que la improvisación y la picardía son elementos definitivos de nuestra cultura.

Así, hacer cualquier cosa “a la Viva México” ha significado a lo largo de los años un rasgo de falta de técnica, que termina en la mediocridad que acecha a las ideas que se toman por desidia o con prisa.

Uno de los intentos más conocidos para contrarrestar esta imagen de “chambonería”, fue el lanzamiento en 1978 de una norma oficial que establecía el conocido logotipo con la cabeza de un águila y el lema: “Lo hecho en México está bien hecho”, el cual atribuyera calidad a los productos nacionales.

Después, el gobierno mexicano hizo campañas de promoción, algunas con cierto éxito y otras que pasaron de noche, para combatir la impresión de que solo producíamos materias primas, uno que otro artículo único en el mundo, y mucho folclore.

Precisamente, la ola de privatizaciones de los años noventa se justificó en gran parte por esta certeza social de que el gobierno era un mal administrador y por ello los servicios públicos de ese entonces eran deficientes, burocráticos y estaban llenos de corrupción.

En ese sentido, Teléfonos de México, los bancos, las líneas aéreas, Luz y Fuerza del Centro, Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad, se hicieron sinónimo de ineficiencia y dispendio (bien ganados), después de que se nacionalizaron sin ninguna explicación en los años ochenta.

Si queríamos una atención de primer mundo, se nos dijo después de 1988, la única alternativa era abrir el camino a la iniciativa privada que, en teoría, responde a valores distintos. Los gobiernos que vinieron después no modificaron este principio e incluso lo fortalecieron a través de reformas, extinciones y permisos de todo tipo sobre los recursos nacionales. Los fracasos de esta ruta superan con mucho a los éxitos obtenidos, desde el Fobaproa hasta Oderbrecht.

A la fecha, cada vez que una industria o persona mexicana rompe barreras, el caso se nos presenta como una hazaña irrepetible, llena de sacrificios y obstáculos, similar a la que ocurre cuando aparece un relámpago en el cielo o hay un eclipse de sol.

No obstante, México es un país que cuenta con un enorme capital técnico, humano, profesional y moral; opacado por los excesos y los vacíos de un sistema político y económico que miró con mucha frecuencia hacia afuera y despreció el potencial que ya existe dentro.

El anuncio de que la refinería de Dos Bocas, en Paraíso, Tabasco, estará a cargo de la Secretaría de Energía y de Petróleos Mexicanos, pronto pondrá a prueba todas estas creencias. Y será un examen de fuego.

Tanto los especialistas, como los mercados, manifestaron una preocupación cercana al horror por el anuncio. En contraste, la convicción matutina del presidente de la República anticipa un choque de trenes entre lo que somos capaces de hacer -o no- como país y como sociedad.

No se trata solo de confirmar el orgullo nacional, lo que verdaderamente está en juego es demostrar que, contra la mayoría de los pronósticos, existe un México competitivo, innovador y eficiente. Ejemplos hay muchos en la historia de la infraestructura nacional, aunque ninguno es lo suficientemente reciente. De ahí la incertidumbre.

Se hizo, se dejó de hacer y ahora se intentará hacer de nuevo, es el resumen. La apuesta es alta, pero ya estamos en ella. Creo que, por el bien de todos, más vale que cada uno hagamos lo que nos toca para, de una vez y por todas, demostrar realmente de qué estamos hechos.

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