/ martes 26 de octubre de 2021

Caravana con sombrero ajeno

Una iniciativa relativamente inocua tendiente a limitar el monto deducible de impuestos de las donaciones efectuadas a organizaciones de la sociedad civil por personas físicas, levantó ámpula en el Congreso. Se llegó a imputar al Presidente la intención desaparecer estas organizaciones. La sobre reacción de los presuntamente afectados fue absolutamente injustificada como bien lo explicó la jefa del SAT Raquel Buenrostro, al precisar el mínimo alcance de la medida que no impide los donativos realizados por empresas.

No obstante, detrás de esa furibunda defensa de la deducibilidad de los donativos entregados a instituciones privadas que se dedican a diversas actividades aparentemente altruistas, se ubica un problema de dimensiones filosóficas: ¿quién debe decidir el destino de los impuestos?; económicas: ¿qué impacto tienen en la economía tales decisiones? y políticas: ¿cuánto poder legítimo del Estado se traslada a actores privados? Empleé el adverbio “aparentemente” al aludir al altruismo de estas donaciones por el insistente argumento empleado por los defensores de la deducibilidad, de que sin esta las organizaciones de la sociedad civil estarían condenadas a desaparecer.

Si es así, diríase que todas sus funciones dependen del dinero público que reciben a través de las citadas donaciones. Ese es justamente el meollo del asunto. El Presidente describió el fenómeno con la expresión “hacer caravana con sombrero ajeno” al cuestionar la actitud de empresas que donan recursos a las ONG’s con la justificación de que estas desarrollan desinteresadamente tareas en favor de grupos sociales que requieren apoyo y que no son debidamente atendidos por el Estado. La preocupación presidencial es justificable aunque la iniciativa ni siquiera incidía en esa cuestionable práctica de emplear recursos, que deberían pagarse como impuestos, para financiar actividades privadas.

En mi libro Democracia Sin Partidos, publicado por Tirant Lo Blanch el año pasado, abordé parcialmente este fenómeno que indudablemente requiere, tanto en la Academia como en el Congreso, un examen riguroso para desmenuzar la argumentación que hace aparecer estas donaciones como una conducta generosa y altruista, cuando en realidad no es así. Se trata de un juego de espejos que distorsiona la realidad que refleja. Si una persona física o moral, de las cantidades que debe entregar al fisco destina una parte a financiar una organización privada, por muy loable que sea la actividad de esta, lo donado es en realidad dinero público, es decir, recursos que en lugar de llegar al erario para cumplir fines públicos, se ocupan solo en parte para apoyar a los destinatarios finales del objeto de la institución, como pueden ser niños enfermos o madres desprotegidas, puesto que una buena porción cubre los emolumentos de los administradores y sirve para adquisición de bienes y gastos operativos de los que pueden beneficiarse personas allegadas a los donantes.

De este modo, dinero público —que tenía ya tal carácter desde el momento que debió destinarse para pagar impuestos— genera beneficios privados que no necesariamente reciben las personas desvalidas a las que apoya la organización de la sociedad civil.

Así, al tiempo que se priva al Estado de recursos que deberían atender prioridades definidas por instituciones públicas, además se le acusa de no cubrir determinadas necesidades sociales que sí son atendidas por las agrupaciones privadas. Se trata de un sofisma, pues la eventual desatención del Estado en un aspecto determinado, provendría precisamente de la carencia de recursos que no se le entregaron porque su destino fue decidido por quien debía haber pagado los impuestos. Otra situación digna de revisarse es el impacto de este desvío que implica la sustitución de las instituciones gubernativas por miembros del sector privado que definen, desde una posición de élite sin ningún control democrático, la aplicación de recursos a acciones que podrían no tener un carácter prioritario desde el punto de vista público. En rigor, una empresa no tendría derecho a donar recursos incluso si no se beneficiara de la deducción, pues ello iría necesariamente en perjuicio de sus accionistas o sus empleados.

La idea de que la participación de la sociedad civil en tareas públicas amplía la democracia puede ser verdad si lo hace con recursos propios; pero cuando los bienes públicos se destinan a fines privados por bien intencionados que sean, se restringe el valor democrático en favor de una concepción aristocrática.

Por supuesto que los particulares tienen todo el derecho de regalar dinero a cualquier finalidad que les parezca conveniente, siendo lícita, pero ese obsequio debe salir de sus propios bolsillos para que así se justifique el destino que deseen imprimirle. El verdadero altruismo se basa en desprenderse de lo que es de uno, no de lo que debería llegar a los demás a través de las decisiones gubernativas que tienen un sustento democrático.

eduardoandrade1948@gmail.com

Una iniciativa relativamente inocua tendiente a limitar el monto deducible de impuestos de las donaciones efectuadas a organizaciones de la sociedad civil por personas físicas, levantó ámpula en el Congreso. Se llegó a imputar al Presidente la intención desaparecer estas organizaciones. La sobre reacción de los presuntamente afectados fue absolutamente injustificada como bien lo explicó la jefa del SAT Raquel Buenrostro, al precisar el mínimo alcance de la medida que no impide los donativos realizados por empresas.

No obstante, detrás de esa furibunda defensa de la deducibilidad de los donativos entregados a instituciones privadas que se dedican a diversas actividades aparentemente altruistas, se ubica un problema de dimensiones filosóficas: ¿quién debe decidir el destino de los impuestos?; económicas: ¿qué impacto tienen en la economía tales decisiones? y políticas: ¿cuánto poder legítimo del Estado se traslada a actores privados? Empleé el adverbio “aparentemente” al aludir al altruismo de estas donaciones por el insistente argumento empleado por los defensores de la deducibilidad, de que sin esta las organizaciones de la sociedad civil estarían condenadas a desaparecer.

Si es así, diríase que todas sus funciones dependen del dinero público que reciben a través de las citadas donaciones. Ese es justamente el meollo del asunto. El Presidente describió el fenómeno con la expresión “hacer caravana con sombrero ajeno” al cuestionar la actitud de empresas que donan recursos a las ONG’s con la justificación de que estas desarrollan desinteresadamente tareas en favor de grupos sociales que requieren apoyo y que no son debidamente atendidos por el Estado. La preocupación presidencial es justificable aunque la iniciativa ni siquiera incidía en esa cuestionable práctica de emplear recursos, que deberían pagarse como impuestos, para financiar actividades privadas.

En mi libro Democracia Sin Partidos, publicado por Tirant Lo Blanch el año pasado, abordé parcialmente este fenómeno que indudablemente requiere, tanto en la Academia como en el Congreso, un examen riguroso para desmenuzar la argumentación que hace aparecer estas donaciones como una conducta generosa y altruista, cuando en realidad no es así. Se trata de un juego de espejos que distorsiona la realidad que refleja. Si una persona física o moral, de las cantidades que debe entregar al fisco destina una parte a financiar una organización privada, por muy loable que sea la actividad de esta, lo donado es en realidad dinero público, es decir, recursos que en lugar de llegar al erario para cumplir fines públicos, se ocupan solo en parte para apoyar a los destinatarios finales del objeto de la institución, como pueden ser niños enfermos o madres desprotegidas, puesto que una buena porción cubre los emolumentos de los administradores y sirve para adquisición de bienes y gastos operativos de los que pueden beneficiarse personas allegadas a los donantes.

De este modo, dinero público —que tenía ya tal carácter desde el momento que debió destinarse para pagar impuestos— genera beneficios privados que no necesariamente reciben las personas desvalidas a las que apoya la organización de la sociedad civil.

Así, al tiempo que se priva al Estado de recursos que deberían atender prioridades definidas por instituciones públicas, además se le acusa de no cubrir determinadas necesidades sociales que sí son atendidas por las agrupaciones privadas. Se trata de un sofisma, pues la eventual desatención del Estado en un aspecto determinado, provendría precisamente de la carencia de recursos que no se le entregaron porque su destino fue decidido por quien debía haber pagado los impuestos. Otra situación digna de revisarse es el impacto de este desvío que implica la sustitución de las instituciones gubernativas por miembros del sector privado que definen, desde una posición de élite sin ningún control democrático, la aplicación de recursos a acciones que podrían no tener un carácter prioritario desde el punto de vista público. En rigor, una empresa no tendría derecho a donar recursos incluso si no se beneficiara de la deducción, pues ello iría necesariamente en perjuicio de sus accionistas o sus empleados.

La idea de que la participación de la sociedad civil en tareas públicas amplía la democracia puede ser verdad si lo hace con recursos propios; pero cuando los bienes públicos se destinan a fines privados por bien intencionados que sean, se restringe el valor democrático en favor de una concepción aristocrática.

Por supuesto que los particulares tienen todo el derecho de regalar dinero a cualquier finalidad que les parezca conveniente, siendo lícita, pero ese obsequio debe salir de sus propios bolsillos para que así se justifique el destino que deseen imprimirle. El verdadero altruismo se basa en desprenderse de lo que es de uno, no de lo que debería llegar a los demás a través de las decisiones gubernativas que tienen un sustento democrático.

eduardoandrade1948@gmail.com