/ miércoles 10 de febrero de 2021

Cárceles privadas: la verdad incómoda

por Mara Gómez *

A poco más de 10 años del inicio de la privatización del sistema penitenciario en nuestro país, el tema volvió a subir a la agenda pública.

Definida como una “asociación pública-privada”, implicó que a seis consorcios empresariales se les asignara la construcción y administración de ocho nuevos penales; las instituciones públicas sólo conservaron los servicios de seguridad. Y así fue a partir de 2010: de 10 centros penitenciaros federales en todo el país, pasamos a tener 18.

El esquema se justificó de diversas maneras: se dijo que el sector privado tenía más recursos para brindar mejores condiciones de vida a los reclusos; que podía lograrse su reinserción con menores costos... que así se liberaría al Estado de una pesada carga económica.

Sin embargo, las cosas no resultaron así. Ya en su edición 2012 del Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria, la CNDH advirtió que los penales privados no habían disminuido para nada los costos al Estado. En ese entonces, el gasto diario en una cárcel privada, por recluso, estaba por encima de los 1,500 pesos, mientras que en los ‘Ceferesos’ públicos rondaba los 390 pesos, y en los penales estatales era de sólo 150 pesos, en promedio.

¿Y qué tal las condiciones de los reclusos y su posibilidad de reinserción a la sociedad? En 2016, a seis años del inicio del esquema, desde México Evalúa, junto con otras seis organizaciones, publicamos el estudio Privatización del Sistema Penitenciario en México. En él descubrimos que los penales privados habían reproducido los mismos problemas que tenían los centros públicos: autogobierno, tráfico de drogas, prostitución, tratos crueles y degradantes, entre otras prácticas.

Peor aún: encontramos indicios de que los inversionistas habían mercantilizado a los reos, sin preocuparse por su reinserción social; y que los nuevos centros habían adoptado modelos de alta o máxima seguridad, lo que permitió a los consorcios construir penales grandes (más de lo que realmente se necesitaba), con mayor gasto en infraestructura.

Los centros, además, se habían construido en sitios remotos y de muy difícil acceso, lo que, en la práctica, había aumentado los costos para las familias de los reclusos quienes, en muchos casos, ya no podían ir a visitarlos. Comprobamos que los servicios médicos eran aún más deficientes; que el número de personal era el mismo, pero dado que se habían construido penales más grandes, resultaba insuficiente, lo que provocaba que los reclusos tuvieran que permanecer encerrados la mayor parte del día (en efecto, descubrimos que en estos centros se hacía mayor uso del aislamiento solitario prolongado). Todos esos elementos tenían, y tienen, un efecto muy negativo en el proceso de reinserción social de los internos.

En el estudio concluimos que la planeación, desde el punto de vista puramente penitenciario, fue pésima: en lugar de tener un enfoque de reinserción social e incrementar el uso de medidas alternativas, se privilegió la prisión como única respuesta y se decidió construir más y más cárceles, cada vez más y más grandes.

Resulta preocupante la manera en que todavía funcionan los esquemas de privatización del sistema penitenciario. Lejos de representar un ahorro para el Estado, han generado más costos para el erario, sin que ello se haya traducido en una mejora real de las condiciones de internamiento. Cada vez es más evidente que la solución no se reduce a la construcción de más cárceles. El camino, sin duda, es mejorar la operación del sistema de justicia penal.

* Coordinadora del programa de Justicia de México Evalúa

@DoctoraMaraGo


por Mara Gómez *

A poco más de 10 años del inicio de la privatización del sistema penitenciario en nuestro país, el tema volvió a subir a la agenda pública.

Definida como una “asociación pública-privada”, implicó que a seis consorcios empresariales se les asignara la construcción y administración de ocho nuevos penales; las instituciones públicas sólo conservaron los servicios de seguridad. Y así fue a partir de 2010: de 10 centros penitenciaros federales en todo el país, pasamos a tener 18.

El esquema se justificó de diversas maneras: se dijo que el sector privado tenía más recursos para brindar mejores condiciones de vida a los reclusos; que podía lograrse su reinserción con menores costos... que así se liberaría al Estado de una pesada carga económica.

Sin embargo, las cosas no resultaron así. Ya en su edición 2012 del Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria, la CNDH advirtió que los penales privados no habían disminuido para nada los costos al Estado. En ese entonces, el gasto diario en una cárcel privada, por recluso, estaba por encima de los 1,500 pesos, mientras que en los ‘Ceferesos’ públicos rondaba los 390 pesos, y en los penales estatales era de sólo 150 pesos, en promedio.

¿Y qué tal las condiciones de los reclusos y su posibilidad de reinserción a la sociedad? En 2016, a seis años del inicio del esquema, desde México Evalúa, junto con otras seis organizaciones, publicamos el estudio Privatización del Sistema Penitenciario en México. En él descubrimos que los penales privados habían reproducido los mismos problemas que tenían los centros públicos: autogobierno, tráfico de drogas, prostitución, tratos crueles y degradantes, entre otras prácticas.

Peor aún: encontramos indicios de que los inversionistas habían mercantilizado a los reos, sin preocuparse por su reinserción social; y que los nuevos centros habían adoptado modelos de alta o máxima seguridad, lo que permitió a los consorcios construir penales grandes (más de lo que realmente se necesitaba), con mayor gasto en infraestructura.

Los centros, además, se habían construido en sitios remotos y de muy difícil acceso, lo que, en la práctica, había aumentado los costos para las familias de los reclusos quienes, en muchos casos, ya no podían ir a visitarlos. Comprobamos que los servicios médicos eran aún más deficientes; que el número de personal era el mismo, pero dado que se habían construido penales más grandes, resultaba insuficiente, lo que provocaba que los reclusos tuvieran que permanecer encerrados la mayor parte del día (en efecto, descubrimos que en estos centros se hacía mayor uso del aislamiento solitario prolongado). Todos esos elementos tenían, y tienen, un efecto muy negativo en el proceso de reinserción social de los internos.

En el estudio concluimos que la planeación, desde el punto de vista puramente penitenciario, fue pésima: en lugar de tener un enfoque de reinserción social e incrementar el uso de medidas alternativas, se privilegió la prisión como única respuesta y se decidió construir más y más cárceles, cada vez más y más grandes.

Resulta preocupante la manera en que todavía funcionan los esquemas de privatización del sistema penitenciario. Lejos de representar un ahorro para el Estado, han generado más costos para el erario, sin que ello se haya traducido en una mejora real de las condiciones de internamiento. Cada vez es más evidente que la solución no se reduce a la construcción de más cárceles. El camino, sin duda, es mejorar la operación del sistema de justicia penal.

* Coordinadora del programa de Justicia de México Evalúa

@DoctoraMaraGo