/ jueves 30 de junio de 2022

Chapultepec, piensa en mí

Como hoy doy pasos por esta colina, la historia aquí ha avanzado. Siento que cada pisada se remonta décadas y cada mirada abarca años. Un libro de texto sin usar palabras; con solo la vista uno aprende pesares nacionales. En el viento, se combinan los gritos de triunfo con hecatombes compartidas. Tanto ha pasado en estos rumbos que el mero camino es suficiente; el edificio en su cúspide solo agrega. Los árboles que lo rodean admiran el tiempo como si fueran vigilantes. Callados; retraídos. Siempre atentos con sus hojas verdes. A veces las cambian; en otras florecen. Aún así, permanecen. Ocultan frondosos el propósito de este ensayo. Ese castillo que todos conocen, mas pocos hemos visitado. Chapultepec, tan tímido, secreto entre las alturas. Tus edificios dicen a gritos «México» y en sus grietas vive nuestra cultura.

Así llego a las faldas de este cerro. Como muchos, no es mi primera visita. Vine alguna vez en mi infancia en recorrido de tierras capitalinas. Con escasos años de vida, Chapultepec ya se había arraigado en mi mente. Habrá sido por alguna batalla o uno de esos datos irrelevantes. Algo de Maximiliano; algún cuento de rebelión. Los recuerdos de ello son escasos y mi encuentro con el castillo aún peor. Me vienen imágenes borrosas de esos ayeres. Unas paredes grisáceas y balcones ligeramente más bajos que mi altura. Encuentro algo de consuelo en que los árboles son iguales a los que recuerdo. Los mismos guardianes del tiempo; espero yo exista también en sus mentes. Era entonces muy pequeño, algo habré cambiado. Mas de ser tan sabias las plantas como son ancianas, habrán de reconocerme a pesar de la barba y la vista empeorada. De cierta forma, en su mirada floral, soy parte de la historia como todos los que suben esas colinas.

Estos recuerdos infantiles de algo sirven. Al llegar al parque rodeando el castillo, sobrevive una parte del niño que llevo dentro. Desesperadamente pregunto por tercera vez: «¿Seguimos recto?», tratando de recordar mis últimos encuentros con estas vías. Una ansiedad infantil, cabe resaltarlo, que es innecesaria dada los guías citadinos que me acompañan. Ellos me ven sin esbozar palabras, solo asientan lentamente con ligera desesperación. Mi mente trata de ubicarse y, en cada intento, falla. Las rejas me dan aires de aquel entonces sin que otros motivos evoquen memorias olvidadas. Sin embargo, aquí he estado, como la historia misma de estos senderos. En ellos pasearon emperadores y presidentes; mis pisadas diminutas han de haber coincidido con las suyas. Tal vez yo no lo recuerde—como a tantos personajes históricos hemos olvidado—, pero por estos rumbos ya me he aventurado.

Con un par de pasos, aparece una taquilla. La fila a estas horas es escasa; la burocracia se mantiene firme. Espero unos minutos para pasar y, saludando unos policías, ha empezado la subida. Caminos empinados rodeados de verde; la luz se cuela por el centro y a un costado la ciudad se oculta tímidamente. Como si rascacielos y avenidas quisieran respetar este encuentro, los árboles me dejan solo con el ascenso. Un paso; luego otro. Me acompañan tantos peregrinos, con boletos en mano y cuentos por contar. El trinar de pájaros reemplaza el zumbido de coches. Uno de tanto oasis que existen en la capital. El bullicio humano se mantiene, justificado por el entusiasmo de turistas. Fue por estos rumbos que subían materiales en la colonia; estos andares los de cadetes juveniles. De vez en cuando, la naturaleza descansa y aparece la capital. Tomo una pausa; admiro el paisaje. A la distancia, el caos de millares es hermoso. Una historia para otro momento; el presente es tema a parte. A mi me concierne esta colina y el pasado que en ella palpita constante.

Así vislumbro los edificios al final del camino. No lo niego, me he cansado del asenso; mis pausas no tuvieron suficientes respiros. Para hacerlo más difícil, las imágenes me quitan el aire. Aquí se levanta el imponente castillo. Oh, Chapultepec, tus patios te hacen ver tan grande. Cuántos hemos paseado por tus pisos; de cuántos has sido hogar. Como si no bastase con la historia de tus muros, dentro han guardado las reliquias de nuestra patria. Artefactos de Hidalgo; pinturas de O‘Gorman. Tu mera presencia es sinónimo de la nación. Tu figura es suficiente para quitarme el aire; tus historias han de robarme un pulmón.

Sin entrar, castillo enorme, ya es tanto lo que me cuentas. Soldados infantes defendieron aquí la nación ante el paso extranjero; en tus salas se forjó el mito de los niños héroes defendiendo la bandera ante la injusticia. Luego, las ambiciones de un imperio te hicieron propio. Un emperador vivió en tus palacios; lo derrocan tras una guerra extenuante. Aquí mismo habrá sonreído y habrá llorado. Último monarca de una tierra para todos. Le siguen presidentes escasos como habitantes del palacio; la democracia destrozada al final del siglo. En estos balcones se pasearon invasores, emperadores, líderes populares y dictadores disfrazados de presidentes. Todos miraban con la misma atención al valle extenderse. Algunos, planearon como mejorar la patria; muchos como mantenerse el poder. Como aves, sus ideas aquí vuelan; haciendo surcos en el presente. Si uno se calla, aparecen eternas como la historia misma de donde vienen. Nada se siente sin saberlo; pero aquellos que conocemos tu importancia, Chapultepec, todo admiramos.

¿Y estás flores amarillas; estas que crecen en la fuente? La naturaleza ha llegado a las alturas. Me pregunto si serán descendientes de aquellas de hace siglos. Si estos pétalos son los mismos que admiró Carlota y, quizá, aquellos que olfateó Porfirio. Le sigue un mirador con pisos decorados; patrones blancos con negro cual ajedrez. Cuántas gentes aquí habrán danzado y cuantos cadetes habrán bromeado al esquivar sus responsabilidades. Eres, Chapultepec, como todas las casas viejas. Solo pasa que tu historia no es privada; pertenece a una nación. Como ella, te haces vieja y los visitantes te admiramos cada vez.

Cuántas cosas podría escribir de ti, gran palacio. Hablar de tus habitaciones; vanagloriar tus decorados. Hasta podría hacer poemas de tus fuentes y esculturas. Eso he hecho con estas palabras, los detalles siempre faltan. Mas ahora al despedirme, he de hacerte una pregunta. ¿Has de recordarme, honrado castillo, así como yo te recuerdo? En tardes de lluvia, acostado en cama, ¿pensarás en mis visitas recurrentes? ¿te preguntarás dónde me encuentro y quien me acompaña? Ay, Chapultepec, aunque tú no lo quieras, ya soy parte de ti. Lo somos todos los mexicanos que te visitamos y esos que aprenden de tus aventuras. Pertenecemos a tu vida; construimos tu mito. Si no puedes—si la memoria no lo permite—, otros han de recordarme contigo. He de ser de los tantos transeúntes que te visitan; de esos pocos que te escriben. Así que, Chapultepec, me temo estamos unidos. Si tú no lo haces, noble castillo, otros lo harán por ti. Somos uno; somos historia. Chapultepec, piensa en mí.

Como hoy doy pasos por esta colina, la historia aquí ha avanzado. Siento que cada pisada se remonta décadas y cada mirada abarca años. Un libro de texto sin usar palabras; con solo la vista uno aprende pesares nacionales. En el viento, se combinan los gritos de triunfo con hecatombes compartidas. Tanto ha pasado en estos rumbos que el mero camino es suficiente; el edificio en su cúspide solo agrega. Los árboles que lo rodean admiran el tiempo como si fueran vigilantes. Callados; retraídos. Siempre atentos con sus hojas verdes. A veces las cambian; en otras florecen. Aún así, permanecen. Ocultan frondosos el propósito de este ensayo. Ese castillo que todos conocen, mas pocos hemos visitado. Chapultepec, tan tímido, secreto entre las alturas. Tus edificios dicen a gritos «México» y en sus grietas vive nuestra cultura.

Así llego a las faldas de este cerro. Como muchos, no es mi primera visita. Vine alguna vez en mi infancia en recorrido de tierras capitalinas. Con escasos años de vida, Chapultepec ya se había arraigado en mi mente. Habrá sido por alguna batalla o uno de esos datos irrelevantes. Algo de Maximiliano; algún cuento de rebelión. Los recuerdos de ello son escasos y mi encuentro con el castillo aún peor. Me vienen imágenes borrosas de esos ayeres. Unas paredes grisáceas y balcones ligeramente más bajos que mi altura. Encuentro algo de consuelo en que los árboles son iguales a los que recuerdo. Los mismos guardianes del tiempo; espero yo exista también en sus mentes. Era entonces muy pequeño, algo habré cambiado. Mas de ser tan sabias las plantas como son ancianas, habrán de reconocerme a pesar de la barba y la vista empeorada. De cierta forma, en su mirada floral, soy parte de la historia como todos los que suben esas colinas.

Estos recuerdos infantiles de algo sirven. Al llegar al parque rodeando el castillo, sobrevive una parte del niño que llevo dentro. Desesperadamente pregunto por tercera vez: «¿Seguimos recto?», tratando de recordar mis últimos encuentros con estas vías. Una ansiedad infantil, cabe resaltarlo, que es innecesaria dada los guías citadinos que me acompañan. Ellos me ven sin esbozar palabras, solo asientan lentamente con ligera desesperación. Mi mente trata de ubicarse y, en cada intento, falla. Las rejas me dan aires de aquel entonces sin que otros motivos evoquen memorias olvidadas. Sin embargo, aquí he estado, como la historia misma de estos senderos. En ellos pasearon emperadores y presidentes; mis pisadas diminutas han de haber coincidido con las suyas. Tal vez yo no lo recuerde—como a tantos personajes históricos hemos olvidado—, pero por estos rumbos ya me he aventurado.

Con un par de pasos, aparece una taquilla. La fila a estas horas es escasa; la burocracia se mantiene firme. Espero unos minutos para pasar y, saludando unos policías, ha empezado la subida. Caminos empinados rodeados de verde; la luz se cuela por el centro y a un costado la ciudad se oculta tímidamente. Como si rascacielos y avenidas quisieran respetar este encuentro, los árboles me dejan solo con el ascenso. Un paso; luego otro. Me acompañan tantos peregrinos, con boletos en mano y cuentos por contar. El trinar de pájaros reemplaza el zumbido de coches. Uno de tanto oasis que existen en la capital. El bullicio humano se mantiene, justificado por el entusiasmo de turistas. Fue por estos rumbos que subían materiales en la colonia; estos andares los de cadetes juveniles. De vez en cuando, la naturaleza descansa y aparece la capital. Tomo una pausa; admiro el paisaje. A la distancia, el caos de millares es hermoso. Una historia para otro momento; el presente es tema a parte. A mi me concierne esta colina y el pasado que en ella palpita constante.

Así vislumbro los edificios al final del camino. No lo niego, me he cansado del asenso; mis pausas no tuvieron suficientes respiros. Para hacerlo más difícil, las imágenes me quitan el aire. Aquí se levanta el imponente castillo. Oh, Chapultepec, tus patios te hacen ver tan grande. Cuántos hemos paseado por tus pisos; de cuántos has sido hogar. Como si no bastase con la historia de tus muros, dentro han guardado las reliquias de nuestra patria. Artefactos de Hidalgo; pinturas de O‘Gorman. Tu mera presencia es sinónimo de la nación. Tu figura es suficiente para quitarme el aire; tus historias han de robarme un pulmón.

Sin entrar, castillo enorme, ya es tanto lo que me cuentas. Soldados infantes defendieron aquí la nación ante el paso extranjero; en tus salas se forjó el mito de los niños héroes defendiendo la bandera ante la injusticia. Luego, las ambiciones de un imperio te hicieron propio. Un emperador vivió en tus palacios; lo derrocan tras una guerra extenuante. Aquí mismo habrá sonreído y habrá llorado. Último monarca de una tierra para todos. Le siguen presidentes escasos como habitantes del palacio; la democracia destrozada al final del siglo. En estos balcones se pasearon invasores, emperadores, líderes populares y dictadores disfrazados de presidentes. Todos miraban con la misma atención al valle extenderse. Algunos, planearon como mejorar la patria; muchos como mantenerse el poder. Como aves, sus ideas aquí vuelan; haciendo surcos en el presente. Si uno se calla, aparecen eternas como la historia misma de donde vienen. Nada se siente sin saberlo; pero aquellos que conocemos tu importancia, Chapultepec, todo admiramos.

¿Y estás flores amarillas; estas que crecen en la fuente? La naturaleza ha llegado a las alturas. Me pregunto si serán descendientes de aquellas de hace siglos. Si estos pétalos son los mismos que admiró Carlota y, quizá, aquellos que olfateó Porfirio. Le sigue un mirador con pisos decorados; patrones blancos con negro cual ajedrez. Cuántas gentes aquí habrán danzado y cuantos cadetes habrán bromeado al esquivar sus responsabilidades. Eres, Chapultepec, como todas las casas viejas. Solo pasa que tu historia no es privada; pertenece a una nación. Como ella, te haces vieja y los visitantes te admiramos cada vez.

Cuántas cosas podría escribir de ti, gran palacio. Hablar de tus habitaciones; vanagloriar tus decorados. Hasta podría hacer poemas de tus fuentes y esculturas. Eso he hecho con estas palabras, los detalles siempre faltan. Mas ahora al despedirme, he de hacerte una pregunta. ¿Has de recordarme, honrado castillo, así como yo te recuerdo? En tardes de lluvia, acostado en cama, ¿pensarás en mis visitas recurrentes? ¿te preguntarás dónde me encuentro y quien me acompaña? Ay, Chapultepec, aunque tú no lo quieras, ya soy parte de ti. Lo somos todos los mexicanos que te visitamos y esos que aprenden de tus aventuras. Pertenecemos a tu vida; construimos tu mito. Si no puedes—si la memoria no lo permite—, otros han de recordarme contigo. He de ser de los tantos transeúntes que te visitan; de esos pocos que te escriben. Así que, Chapultepec, me temo estamos unidos. Si tú no lo haces, noble castillo, otros lo harán por ti. Somos uno; somos historia. Chapultepec, piensa en mí.

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