/ martes 5 de noviembre de 2019

Chile: apocalipsis neoliberal

Chile era el ejemplo a seguir; se nos vendía como el modelo ideal de las sociedades latinoamericanas. Ya desde hace casi medio siglo, la sociedad chilena se había orientado hacia el combate a la desigualdad al elegir a Salvador Allende como el primer socialista que asumía la presidencia de una nación latinoamericana a partir de un proceso democrático considerado ejemplar. Pero era la época de la Guerra Fría y los Estados Unidos no estaban dispuestos a tolerar que cundiera el “mal ejemplo” de modo que auspiciaron un crudelísimo golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet.

El pueblo chileno, sometido a una feroz dictadura, sirvió de conejillo de Indias en el laboratorio del neoliberalismo rampante. A partir de la caída de Allende en 1973, hasta 1989, las privatizaciones habrían de constituir la panacea. Las tasas de crecimiento del PIB parecían demostrarlo. Se utilizaban parámetros basados en la aplicación de las recetas más ortodoxas de los “Chicago boys”. El promedio fue de 4.8 por ciento entre 1980 y 2014. No obstante, para 2015 Chile registraba el mayor índice de Gini—que mide la desigualdad— entre los 35 países de la OCDE, inmediatamente después seguían: México, Estados Unidos y Turquía.

Pese a la vuelta a la democracia después de la dictadura pinochetista, el modelo económico implantado por esta no fue modificado y el electorado se la ha pasado dando bandazos. En 2006, Michelle Bachelet, del Partido Socialista derrotó a Sebastián Piñera, postulado por la derecha. Este ganó la presidencia en las elecciones de 2010 y al concluir su gestión en 2014, la ciudadanía volvió nuevamente a la izquierda y llevó a la presidencia otra vez a Michelle Bachelet para el periodo 2014-2018. En el proceso electoral de 2017, la gente decidió que prefería nuevamente a Piñera para el cuatrienio 2018-2022.

Este vaivén parece indicar, por las manifestaciones públicas de inconformidad contra ambos personajes, que ninguno satisfizo las aspiraciones populares. La propensión de ambos, independientemente de su filiación política teóricamente contraria, coincidía en satisfacer las presiones capitalistas externas y las reacciones de inconformidad popular se empezaron a dar a través de protestas públicas desde hace varios años, protagonizadas por trabajadores decepcionados del sistema de pensiones y jóvenes afectados por la política educativa. El pasado 18 de octubre el hartazgo llegó a su clímax, lo detonó el aumento al precio del “metro” que provocó fuerte estallido social. Las multitudinarias y violentas protestas, en las que han muerto más de 20 personas; mil civiles han resultado heridos y cientos detenidos, muchos de ellos víctimas de violaciones a sus derechos humanos, orillaron al Presidente Piñera a revertir el aumento, anunciar un incremento en las pensiones y otras medidas de alivio social que no han sido suficientes para contener la furia desatada. Insensible al principio y sin medir las consecuencias, decretó el toque de queda en Santiago. Tanques del ejército salieron a las calles de la capital, provocando el terrible recuerdo de la época de la dictadura militar, al punto de que varios caricaturistas dibujaron a Piñera vestido con el uniforme de Pinochet. Las demostraciones repudian medidas neoliberales como la privatización de las pensiones de los trabajadores, la cual fue puesta de ejemplo a otros países que, como México, la implementaron. A la vuelta de tres décadas, los trabajadores chilenos ahora jubilados se dan cuenta de que al final de su vida no tienen nada y que sus raquíticas pensiones no les alcanzan para sobrevivir.

La política económica por décadas favoreció a la capa de mayor poder económico; aplicó considerables reducciones de impuestos, persiguió a los sindicatos y limitó el derecho de huelga; disminuyó prestaciones laborales; eliminó las empresas públicas; propició el predominio oligopólico de empresas extranjeras en áreas tan sensibles como la distribución de medicamentos; impulsó la privatización de todo tipo de servicios, desde la salud hasta el aprovisionamiento de energía eléctrica y agua; pasando por el enorme daño hecho a la juventud con la educación entregada al sector privado de modo que se limitó , particularmente la superior, a un sector con capacidad de pago o a quienes tuvieron que endeudarse leoninamente para acceder a ella.

La fiebre privatizadora llegó hasta las cárceles que se empezaron a privatizar hace cerca de veinte años. El resultado ha sido desastroso. Existen evidencias de que los servicios de salud que se prestan en las cárceles privatizadas es de menor calidad que en las que se han mantenido bajo administración pública, además, en los penales concesionados la violencia física y sicológica ejercida contra los reos supera a la registrada en los reclusorios públicos. El escenario surgido de esta política suicida lo resumió el diario El País del domingo pasado: “Chile arde y nadie sabe cómo apagar el fuego.”

eduardoandrade1948@gmail.com

Chile era el ejemplo a seguir; se nos vendía como el modelo ideal de las sociedades latinoamericanas. Ya desde hace casi medio siglo, la sociedad chilena se había orientado hacia el combate a la desigualdad al elegir a Salvador Allende como el primer socialista que asumía la presidencia de una nación latinoamericana a partir de un proceso democrático considerado ejemplar. Pero era la época de la Guerra Fría y los Estados Unidos no estaban dispuestos a tolerar que cundiera el “mal ejemplo” de modo que auspiciaron un crudelísimo golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet.

El pueblo chileno, sometido a una feroz dictadura, sirvió de conejillo de Indias en el laboratorio del neoliberalismo rampante. A partir de la caída de Allende en 1973, hasta 1989, las privatizaciones habrían de constituir la panacea. Las tasas de crecimiento del PIB parecían demostrarlo. Se utilizaban parámetros basados en la aplicación de las recetas más ortodoxas de los “Chicago boys”. El promedio fue de 4.8 por ciento entre 1980 y 2014. No obstante, para 2015 Chile registraba el mayor índice de Gini—que mide la desigualdad— entre los 35 países de la OCDE, inmediatamente después seguían: México, Estados Unidos y Turquía.

Pese a la vuelta a la democracia después de la dictadura pinochetista, el modelo económico implantado por esta no fue modificado y el electorado se la ha pasado dando bandazos. En 2006, Michelle Bachelet, del Partido Socialista derrotó a Sebastián Piñera, postulado por la derecha. Este ganó la presidencia en las elecciones de 2010 y al concluir su gestión en 2014, la ciudadanía volvió nuevamente a la izquierda y llevó a la presidencia otra vez a Michelle Bachelet para el periodo 2014-2018. En el proceso electoral de 2017, la gente decidió que prefería nuevamente a Piñera para el cuatrienio 2018-2022.

Este vaivén parece indicar, por las manifestaciones públicas de inconformidad contra ambos personajes, que ninguno satisfizo las aspiraciones populares. La propensión de ambos, independientemente de su filiación política teóricamente contraria, coincidía en satisfacer las presiones capitalistas externas y las reacciones de inconformidad popular se empezaron a dar a través de protestas públicas desde hace varios años, protagonizadas por trabajadores decepcionados del sistema de pensiones y jóvenes afectados por la política educativa. El pasado 18 de octubre el hartazgo llegó a su clímax, lo detonó el aumento al precio del “metro” que provocó fuerte estallido social. Las multitudinarias y violentas protestas, en las que han muerto más de 20 personas; mil civiles han resultado heridos y cientos detenidos, muchos de ellos víctimas de violaciones a sus derechos humanos, orillaron al Presidente Piñera a revertir el aumento, anunciar un incremento en las pensiones y otras medidas de alivio social que no han sido suficientes para contener la furia desatada. Insensible al principio y sin medir las consecuencias, decretó el toque de queda en Santiago. Tanques del ejército salieron a las calles de la capital, provocando el terrible recuerdo de la época de la dictadura militar, al punto de que varios caricaturistas dibujaron a Piñera vestido con el uniforme de Pinochet. Las demostraciones repudian medidas neoliberales como la privatización de las pensiones de los trabajadores, la cual fue puesta de ejemplo a otros países que, como México, la implementaron. A la vuelta de tres décadas, los trabajadores chilenos ahora jubilados se dan cuenta de que al final de su vida no tienen nada y que sus raquíticas pensiones no les alcanzan para sobrevivir.

La política económica por décadas favoreció a la capa de mayor poder económico; aplicó considerables reducciones de impuestos, persiguió a los sindicatos y limitó el derecho de huelga; disminuyó prestaciones laborales; eliminó las empresas públicas; propició el predominio oligopólico de empresas extranjeras en áreas tan sensibles como la distribución de medicamentos; impulsó la privatización de todo tipo de servicios, desde la salud hasta el aprovisionamiento de energía eléctrica y agua; pasando por el enorme daño hecho a la juventud con la educación entregada al sector privado de modo que se limitó , particularmente la superior, a un sector con capacidad de pago o a quienes tuvieron que endeudarse leoninamente para acceder a ella.

La fiebre privatizadora llegó hasta las cárceles que se empezaron a privatizar hace cerca de veinte años. El resultado ha sido desastroso. Existen evidencias de que los servicios de salud que se prestan en las cárceles privatizadas es de menor calidad que en las que se han mantenido bajo administración pública, además, en los penales concesionados la violencia física y sicológica ejercida contra los reos supera a la registrada en los reclusorios públicos. El escenario surgido de esta política suicida lo resumió el diario El País del domingo pasado: “Chile arde y nadie sabe cómo apagar el fuego.”

eduardoandrade1948@gmail.com