/ lunes 23 de noviembre de 2020

Cien mil y contando

Parece que, entre la salud y la libertad, hemos elegido la segunda a riesgo de seguir ayudando a que la cifra de contagios y de fallecimientos aumente o simplemente se salga de control.

Justo en el momento en el que deberíamos tener más consciencia de los efectos de la pandemia y de los costos en vidas que provoca, luce como si nos hubiéramos dado por vencidos y decidiéramos que llegó el momento del sálvese quien pueda.

No tiene sentido, lo sé, pero si nos guiamos por el tráfico, el incremento de las reuniones, los comercios abiertos y la gente en las calles, regresamos a una rutina previa al virus, solo que con cubrebocas (y mal puesto).

Tampoco es que nada más algunos de nosotros hayamos identificado este aumento en la movilidad y también el descuido de las medidas de higiene y sana distancia; apenas este viernes el gobierno de la Ciudad de México tuvo que adoptar medidas de recorte de horarios de establecimientos y prohibición de fiestas de más de diez personas, porque es evidente que el país y la capital siguen en un color anaranjado intenso, casi fosforescente, que no pasa al rojo para que la economía no sufra un golpe de muerte en el último mes del año, tradicionalmente de consumo por las fiestas navideñas.

La advertencia de que no solo es un asunto del gobierno, lo que es absolutamente cierto, confirma que muchas autoridades ven que nosotros los ciudadanos hemos cambiado de rumbo hacia una supuesta liberación en la que contagiarnos y contagiar se vuelven problemas secundarios.

Sin embargo, esta es una contingencia que no ha sido de segundo plano para las miles de familias que han perdido a un ser querido, en particular las niñas y niños que han quedado huérfanos de alguno de sus padres por la enfermedad. ¿Cómo explicar con números el tamaño de esta tragedia a quien jamás podrá sustituir una pérdida personal?

Y aún así el cansancio ha ganado en apariencia la batalla y nos juntamos con la idea de que, en este volado, vale la pena vivir el día y dejar de pensar demasiado en los sinsabores de un año atípico, doloroso y tristemente desperdiciado para organizarnos mejor y tratar de comportarnos como la sociedad que deseamos ser y no que somos.

En la temporada en que lo vamos a necesitar más, durante el frío, nuestra acostumbrada apatía, sumada ahora a la excusa de que necesitamos “recuperar” la existencia que nos arrebató el virus, nos impulsa a poner todo en la línea a cambio de un poco de “normalidad”, cuando lo único que se nos ha pedido hasta el cansancio es quedarnos en casa el mayor tiempo posible.

Las próximas cuatro semanas serán cruciales en el mundo, y en México, para hacer ceder la pandemia y me temo que no lograremos la meta esperada. Aquí se deberá tomar una determinación inédita y cerrar la Basílica de Guadalupe el próximo 12 de diciembre, con los consecuentes operativos de alejamiento que no sabemos si empezarán desde las entradas a la capital o en las inmediaciones del templo, mientras en el país deberá calcularse cómo evitar el festejo de las posadas, los viajes por la navidad y las veladas del año nuevo.

No quiero ser aguafiestas, pero creo que poco podrán hacer frente a una sociedad que ha decidido experimentar con la inmunidad de rebaño a su manera y confiada en que de todos modos nos vamos a enfermar en algún punto del próximo año.

Para mí es difícil entender este comportamiento cuando he tenido la oportunidad de ver en directo el trabajo de las y los profesionales de la salud que hoy siguen rescatando a personas de la muerte a costa de infectarse ellos y a sus familias.

Tampoco puedo olvidar a muchas de las personas, cada vez más cercanas, que ha padecido el ataque de este tipo de coronavirus y todavía viven con secuelas o tuvieron tan mala experiencia que son los primeros aterrorizados con estas decisiones sociales de salir a convivir con el virus.

Nadie que ha padecido la Covid-19 lo narra como una experiencia sin importancia o con síntomas leves. Desde la tos, que poco olvidan, hasta los dolores intensos en cabeza y cuerpo, ninguno cree que esta es una enfermedad que debiera ignorarse solo por cansancio y hartazgo de estar entre cuatro paredes.

Ni siquiera quienes han tenido que trabajar para ganarse la vida o conservar el empleo y no han parado un solo día desde marzo. La mayor parte de ellas y ellos sufren cada vez que salen y regresan pensando que ya traen consigo la enfermedad.

¿Qué ocurrirá? No lo sé y cada vez tengo menos elementos de que podremos frenar el avance de la muerte, a menos de que nos demos cuenta que la parte más importante de cualquier celebración es la salud y la vida misma, para poder compartir con los demás que llegamos a un fin de año, incluyendo uno tan sombrío como éste.

De nuevo, evitarlo está en nuestras manos. Ojalá podamos dar marcha atrás y pensarlo mejor. Tan solo como un homenaje a los miles de mexicanos que en todo el país tendrán las peores fiestas, extrañando a quienes ya no estarán porque creyeron que exagerábamos o por aquellos que ya se cansaron o nunca se hicieron responsable de la parte que les tocaba y que era sencilla: no moverse.

Parece que, entre la salud y la libertad, hemos elegido la segunda a riesgo de seguir ayudando a que la cifra de contagios y de fallecimientos aumente o simplemente se salga de control.

Justo en el momento en el que deberíamos tener más consciencia de los efectos de la pandemia y de los costos en vidas que provoca, luce como si nos hubiéramos dado por vencidos y decidiéramos que llegó el momento del sálvese quien pueda.

No tiene sentido, lo sé, pero si nos guiamos por el tráfico, el incremento de las reuniones, los comercios abiertos y la gente en las calles, regresamos a una rutina previa al virus, solo que con cubrebocas (y mal puesto).

Tampoco es que nada más algunos de nosotros hayamos identificado este aumento en la movilidad y también el descuido de las medidas de higiene y sana distancia; apenas este viernes el gobierno de la Ciudad de México tuvo que adoptar medidas de recorte de horarios de establecimientos y prohibición de fiestas de más de diez personas, porque es evidente que el país y la capital siguen en un color anaranjado intenso, casi fosforescente, que no pasa al rojo para que la economía no sufra un golpe de muerte en el último mes del año, tradicionalmente de consumo por las fiestas navideñas.

La advertencia de que no solo es un asunto del gobierno, lo que es absolutamente cierto, confirma que muchas autoridades ven que nosotros los ciudadanos hemos cambiado de rumbo hacia una supuesta liberación en la que contagiarnos y contagiar se vuelven problemas secundarios.

Sin embargo, esta es una contingencia que no ha sido de segundo plano para las miles de familias que han perdido a un ser querido, en particular las niñas y niños que han quedado huérfanos de alguno de sus padres por la enfermedad. ¿Cómo explicar con números el tamaño de esta tragedia a quien jamás podrá sustituir una pérdida personal?

Y aún así el cansancio ha ganado en apariencia la batalla y nos juntamos con la idea de que, en este volado, vale la pena vivir el día y dejar de pensar demasiado en los sinsabores de un año atípico, doloroso y tristemente desperdiciado para organizarnos mejor y tratar de comportarnos como la sociedad que deseamos ser y no que somos.

En la temporada en que lo vamos a necesitar más, durante el frío, nuestra acostumbrada apatía, sumada ahora a la excusa de que necesitamos “recuperar” la existencia que nos arrebató el virus, nos impulsa a poner todo en la línea a cambio de un poco de “normalidad”, cuando lo único que se nos ha pedido hasta el cansancio es quedarnos en casa el mayor tiempo posible.

Las próximas cuatro semanas serán cruciales en el mundo, y en México, para hacer ceder la pandemia y me temo que no lograremos la meta esperada. Aquí se deberá tomar una determinación inédita y cerrar la Basílica de Guadalupe el próximo 12 de diciembre, con los consecuentes operativos de alejamiento que no sabemos si empezarán desde las entradas a la capital o en las inmediaciones del templo, mientras en el país deberá calcularse cómo evitar el festejo de las posadas, los viajes por la navidad y las veladas del año nuevo.

No quiero ser aguafiestas, pero creo que poco podrán hacer frente a una sociedad que ha decidido experimentar con la inmunidad de rebaño a su manera y confiada en que de todos modos nos vamos a enfermar en algún punto del próximo año.

Para mí es difícil entender este comportamiento cuando he tenido la oportunidad de ver en directo el trabajo de las y los profesionales de la salud que hoy siguen rescatando a personas de la muerte a costa de infectarse ellos y a sus familias.

Tampoco puedo olvidar a muchas de las personas, cada vez más cercanas, que ha padecido el ataque de este tipo de coronavirus y todavía viven con secuelas o tuvieron tan mala experiencia que son los primeros aterrorizados con estas decisiones sociales de salir a convivir con el virus.

Nadie que ha padecido la Covid-19 lo narra como una experiencia sin importancia o con síntomas leves. Desde la tos, que poco olvidan, hasta los dolores intensos en cabeza y cuerpo, ninguno cree que esta es una enfermedad que debiera ignorarse solo por cansancio y hartazgo de estar entre cuatro paredes.

Ni siquiera quienes han tenido que trabajar para ganarse la vida o conservar el empleo y no han parado un solo día desde marzo. La mayor parte de ellas y ellos sufren cada vez que salen y regresan pensando que ya traen consigo la enfermedad.

¿Qué ocurrirá? No lo sé y cada vez tengo menos elementos de que podremos frenar el avance de la muerte, a menos de que nos demos cuenta que la parte más importante de cualquier celebración es la salud y la vida misma, para poder compartir con los demás que llegamos a un fin de año, incluyendo uno tan sombrío como éste.

De nuevo, evitarlo está en nuestras manos. Ojalá podamos dar marcha atrás y pensarlo mejor. Tan solo como un homenaje a los miles de mexicanos que en todo el país tendrán las peores fiestas, extrañando a quienes ya no estarán porque creyeron que exagerábamos o por aquellos que ya se cansaron o nunca se hicieron responsable de la parte que les tocaba y que era sencilla: no moverse.

ÚLTIMASCOLUMNAS