/ martes 26 de febrero de 2019

Colaboración de poderes

Como lo afirmó el presidente López Obrador el viernes pasado, la aprobación unánime en el Senado de la República de las reformas constitucionales que sustentarán las funciones de la Guardia Nacional, fue un hecho trascendente, de verdadera importancia histórica, no únicamente por la inusual unanimidad que lo acompañó, sino por el complejo contexto parlamentario en el que ocurrió y la enconada polémica que se produjo entre múltiples actores con posiciones encontradas, e incluso por la explícita insatisfacción que manifestó el titular del Ejecutivo con el texto previamente aprobado en la Cámara de Diputados.

Con motivo del resultado alcanzado en la Cámara Revisora, el Presidente hizo un reconocimiento público a los senadores de las diferentes fuerzas políticas, a los gobernadores también de distintos orígenes partidistas y, en particular, a funcionarios de su gobierno, como Olga Sanchez Cordero; Zoe Robledo; Alfonso Durazo, Julio Scherer, y los secretarios Defensa y Marina.

Estas referencias directas a la participación de integrantes de la administración pública encabezada por el presidente, dieron lugar a algunas observaciones en cuanto a la validez de tal tipo de interactuación entre miembros de distintos poderes. En realidad este fenómeno no solamente es algo normal y deseable en el proceso democrático de la aprobación de las leyes, sino que responde a necesidades prácticas que tienen también una clara explicación teórica. Quienes consideran que los poderes deben actuar de manera totalmente independiente e incluso, en algunos casos, enfrentada, se quedan en la superficie de los motivos que impulsaron a los filósofos y políticos de los siglos XVII y XVIII a configurar el esquema de la denominada “división de poderes”. Como lo señala Antonio David Berning Prieto en su excelente estudio: “La División de poderes en las transformaciones del Estado de derecho”, el esquema al que se enfrentaban los creadores iniciales de la teoría plasmada magistralmente por Montesquieu en “El espíritu de las leyes”, se configuraba por una distinta representación de los órganos en los que se depositaba el poder público: por un lado la burguesía como fuerza social imperante en el Parlamento y, por otro, la nobleza impulsora del poder absoluto del monarca.

En esas circunstancias se pretendía lograr un equilibrio entre ambos bajo la idea de que un poder detuviera al otro y se generara un sistema de frenos y contrapesos, pero aún así como indica el autor antes mencionado: “La división o distribución de los poderes equilibradamente... no significa una separación entre ellos y la consiguiente debilitación del Estado, sino que se busca un equilibrio entre los intereses de los grupos sociales sobre la base de un compromiso político”.

El funcionamiento del Estado está condicionado por los acuerdos entre las fuerzas políticas y en la actualidad, prácticamente en todos los sistemas, el proceso legislativo exige una concertación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Esto se prevé constitucionalmente desde el momento que el Ejecutivo puede iniciar leyes y tiene también el derecho de vetarlas. En la práctica, además, siempre se ha efectuado esta tarea de concertación mediante la interacción de funcionarios que dialogan con los legisladores para ampliar las explicaciones que sustentan las iniciativas presentadas por el Presidente. Así se ha hecho desde hace mucho tiempo aun cuando la presencia hegemónica de un partido predominaba en el panorama político. Es más, el reglamento de nuestro Congreso ha previsto desde 1934 la posibilidad de intervenciones directas en el debate legislativo ante el pleno, de funcionarios del Ejecutivo relacionados con el tema a debate.

Acudir a este procedimiento es más necesario cuando resulta indispensable la concertación con fuerzas distintas al partido gobernante. Dicha circunstancia estaba presente en la elaboración de la reforma relativa a la Guardia Nacional, dado que se requerían los votos de 2/3 de los legisladores presentes en cada Cámara. Estos acuerdos forman parte del funcionamiento de los sistemas tanto presidencial como parlamentario. Al respecto, Berning Prieto escribe: “En la actualidad no se plantea una auténtica oposición entre los poderes legislativo y ejecutivo tal como la concibió Montesquieu, sino entre gobierno y mayoría parlamentaria de un lado y la oposición y las minorías parlamentarias del otro.” Ciertamente, los gobiernos divididos, en los cuales el Ejecutivo no disponen de apoyo legislativo mayoritario tienden a la parálisis; lo lógico es que si los electores apoyan un programa de gobierno, voten por el mismo partido para la presidencia y el congreso. La convergencia entre los dos poderes está garantizada en el sistema parlamentario y en cualquiera de esos modelos la colaboración es indispensable para aprobar una legislación; la que se dio en el caso de la Guardia Nacional, ha sido verdaderamente ejemplar.

eduardoandrade1948@gmail.com

Como lo afirmó el presidente López Obrador el viernes pasado, la aprobación unánime en el Senado de la República de las reformas constitucionales que sustentarán las funciones de la Guardia Nacional, fue un hecho trascendente, de verdadera importancia histórica, no únicamente por la inusual unanimidad que lo acompañó, sino por el complejo contexto parlamentario en el que ocurrió y la enconada polémica que se produjo entre múltiples actores con posiciones encontradas, e incluso por la explícita insatisfacción que manifestó el titular del Ejecutivo con el texto previamente aprobado en la Cámara de Diputados.

Con motivo del resultado alcanzado en la Cámara Revisora, el Presidente hizo un reconocimiento público a los senadores de las diferentes fuerzas políticas, a los gobernadores también de distintos orígenes partidistas y, en particular, a funcionarios de su gobierno, como Olga Sanchez Cordero; Zoe Robledo; Alfonso Durazo, Julio Scherer, y los secretarios Defensa y Marina.

Estas referencias directas a la participación de integrantes de la administración pública encabezada por el presidente, dieron lugar a algunas observaciones en cuanto a la validez de tal tipo de interactuación entre miembros de distintos poderes. En realidad este fenómeno no solamente es algo normal y deseable en el proceso democrático de la aprobación de las leyes, sino que responde a necesidades prácticas que tienen también una clara explicación teórica. Quienes consideran que los poderes deben actuar de manera totalmente independiente e incluso, en algunos casos, enfrentada, se quedan en la superficie de los motivos que impulsaron a los filósofos y políticos de los siglos XVII y XVIII a configurar el esquema de la denominada “división de poderes”. Como lo señala Antonio David Berning Prieto en su excelente estudio: “La División de poderes en las transformaciones del Estado de derecho”, el esquema al que se enfrentaban los creadores iniciales de la teoría plasmada magistralmente por Montesquieu en “El espíritu de las leyes”, se configuraba por una distinta representación de los órganos en los que se depositaba el poder público: por un lado la burguesía como fuerza social imperante en el Parlamento y, por otro, la nobleza impulsora del poder absoluto del monarca.

En esas circunstancias se pretendía lograr un equilibrio entre ambos bajo la idea de que un poder detuviera al otro y se generara un sistema de frenos y contrapesos, pero aún así como indica el autor antes mencionado: “La división o distribución de los poderes equilibradamente... no significa una separación entre ellos y la consiguiente debilitación del Estado, sino que se busca un equilibrio entre los intereses de los grupos sociales sobre la base de un compromiso político”.

El funcionamiento del Estado está condicionado por los acuerdos entre las fuerzas políticas y en la actualidad, prácticamente en todos los sistemas, el proceso legislativo exige una concertación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Esto se prevé constitucionalmente desde el momento que el Ejecutivo puede iniciar leyes y tiene también el derecho de vetarlas. En la práctica, además, siempre se ha efectuado esta tarea de concertación mediante la interacción de funcionarios que dialogan con los legisladores para ampliar las explicaciones que sustentan las iniciativas presentadas por el Presidente. Así se ha hecho desde hace mucho tiempo aun cuando la presencia hegemónica de un partido predominaba en el panorama político. Es más, el reglamento de nuestro Congreso ha previsto desde 1934 la posibilidad de intervenciones directas en el debate legislativo ante el pleno, de funcionarios del Ejecutivo relacionados con el tema a debate.

Acudir a este procedimiento es más necesario cuando resulta indispensable la concertación con fuerzas distintas al partido gobernante. Dicha circunstancia estaba presente en la elaboración de la reforma relativa a la Guardia Nacional, dado que se requerían los votos de 2/3 de los legisladores presentes en cada Cámara. Estos acuerdos forman parte del funcionamiento de los sistemas tanto presidencial como parlamentario. Al respecto, Berning Prieto escribe: “En la actualidad no se plantea una auténtica oposición entre los poderes legislativo y ejecutivo tal como la concibió Montesquieu, sino entre gobierno y mayoría parlamentaria de un lado y la oposición y las minorías parlamentarias del otro.” Ciertamente, los gobiernos divididos, en los cuales el Ejecutivo no disponen de apoyo legislativo mayoritario tienden a la parálisis; lo lógico es que si los electores apoyan un programa de gobierno, voten por el mismo partido para la presidencia y el congreso. La convergencia entre los dos poderes está garantizada en el sistema parlamentario y en cualquiera de esos modelos la colaboración es indispensable para aprobar una legislación; la que se dio en el caso de la Guardia Nacional, ha sido verdaderamente ejemplar.

eduardoandrade1948@gmail.com