/ martes 8 de junio de 2021

¿Con qué palabras vamos a entendernos ahora?

Francisco Landa

Psicoanalista y representante estatal de Nosotrxs en Querétaro

Una tarea complicada aunque absolutamente necesaria en la encrucijada política actual y tras los resultados electorales será restablecer la dignidad de las palabras. Arrastrados por la emocionalidad de los tiempos políticos, y demasiado apegados a las formas de enunciación tanto de los líderes oficialistas como de la oposición, nos hemos hecho cómplices e incluso partícipes de la normalización de la exageración, la tergiversación y la calumnia. O al menos de la irresponsable utilización de ciertas nociones al abandonar lo que el diccionario nos indica como su nube semántica. En la medida que hemos aceptado el uso de adjetivos ofensivos, argumentos ad hominem, acusaciones sin fundamento contra personas, funcionarios y organizaciones, hemos dado por hecho que la comunicación de lo político consiste en vehiculizar emociones de animadversión del hablante, más que en aportar a la ciudadanía elementos de reflexión y acción colaborativa. A los fenómenos mencionados podríamos sumar la tergiversación interpretativa, que presenta transgresiones a la ley como actos justos, o que impulsa como alegatos por la democracia lo que en realidad son campañas de odio. O la de la función pública y la representación popular, observable en estas campañas con candidatos promoviéndose como proveedores de bienestar sexual o de entretenimiento ligero. O el proceder fanático que otorga valor de verdad sólo a las consignas que algún líder o informador enuncia.

En el límite, el vaciamiento y tergiversación del vocabulario político terminan por abonar a la lógica de guerra que impera en cada vez más rincones del país. Palabras-misil son usadas para designar al otro como enemigo de forma automática, produciendo un cierre abrupto de las conversaciones; a veces su clausura para siempre entre amigos, familiares, vecinos. En tiempos en que resulta indispensable animar y expandir la discusión de las ideas para reformular lo político y volver a tejer las relaciones sociales, esto es suicida. Un catalizador de estos procesos de descomposición ha sido sin duda la lógica machista imperante, cuya regla implícita es demostrar que se es más potente que el otro. Que se es, se sabe, se puede más. Lo mismo al interior de los partidos políticos, donde la lucha facciosa por dominar parece hacer posible la justificación de cualquier procedimiento por encima de la dignidad de las bases.

Sin darnos cuenta, como colectividad, al aniquilar el lenguaje político, nos estamos prohibiendo pensar. Y resolver. A ras de suelo, en nuestros espacios y ocupaciones cotidianas, urge colocar sobre la mesa palabras, discursos, conversaciones que sean herramienta de transformación de la realidad más acuciante. Requerimos un lenguaje mínimamente operativo para discutir y lograr lo que a (casi) todos nos interesa más: la garantía de nuestros Derechos y acceso a la justicia para todxs por igual.

Es menester construir una sociedad cuyo núcleo sea una lengua generada codo a codo desde la práctica cotidiana del escucharnos, proponer, crear, que nos acerque entre nosotrxs y al ejercicio del poder, porque el Estado somos todxs.

Tenemos la tarea de trascender la ilusión de lo partidista-electoral como guerra machista de conquista y exterminio, y en lugar de ello, dar lugar y fuerza a una semántica política de paz, participación e igualdad desde nuestros espacios comunitarios. Lo justo no se instaura desde una voluntad de dominio; se teje pacientemente cerrando filas y dignificando las palabras que enunciamos.

Francisco Landa

Psicoanalista y representante estatal de Nosotrxs en Querétaro

Una tarea complicada aunque absolutamente necesaria en la encrucijada política actual y tras los resultados electorales será restablecer la dignidad de las palabras. Arrastrados por la emocionalidad de los tiempos políticos, y demasiado apegados a las formas de enunciación tanto de los líderes oficialistas como de la oposición, nos hemos hecho cómplices e incluso partícipes de la normalización de la exageración, la tergiversación y la calumnia. O al menos de la irresponsable utilización de ciertas nociones al abandonar lo que el diccionario nos indica como su nube semántica. En la medida que hemos aceptado el uso de adjetivos ofensivos, argumentos ad hominem, acusaciones sin fundamento contra personas, funcionarios y organizaciones, hemos dado por hecho que la comunicación de lo político consiste en vehiculizar emociones de animadversión del hablante, más que en aportar a la ciudadanía elementos de reflexión y acción colaborativa. A los fenómenos mencionados podríamos sumar la tergiversación interpretativa, que presenta transgresiones a la ley como actos justos, o que impulsa como alegatos por la democracia lo que en realidad son campañas de odio. O la de la función pública y la representación popular, observable en estas campañas con candidatos promoviéndose como proveedores de bienestar sexual o de entretenimiento ligero. O el proceder fanático que otorga valor de verdad sólo a las consignas que algún líder o informador enuncia.

En el límite, el vaciamiento y tergiversación del vocabulario político terminan por abonar a la lógica de guerra que impera en cada vez más rincones del país. Palabras-misil son usadas para designar al otro como enemigo de forma automática, produciendo un cierre abrupto de las conversaciones; a veces su clausura para siempre entre amigos, familiares, vecinos. En tiempos en que resulta indispensable animar y expandir la discusión de las ideas para reformular lo político y volver a tejer las relaciones sociales, esto es suicida. Un catalizador de estos procesos de descomposición ha sido sin duda la lógica machista imperante, cuya regla implícita es demostrar que se es más potente que el otro. Que se es, se sabe, se puede más. Lo mismo al interior de los partidos políticos, donde la lucha facciosa por dominar parece hacer posible la justificación de cualquier procedimiento por encima de la dignidad de las bases.

Sin darnos cuenta, como colectividad, al aniquilar el lenguaje político, nos estamos prohibiendo pensar. Y resolver. A ras de suelo, en nuestros espacios y ocupaciones cotidianas, urge colocar sobre la mesa palabras, discursos, conversaciones que sean herramienta de transformación de la realidad más acuciante. Requerimos un lenguaje mínimamente operativo para discutir y lograr lo que a (casi) todos nos interesa más: la garantía de nuestros Derechos y acceso a la justicia para todxs por igual.

Es menester construir una sociedad cuyo núcleo sea una lengua generada codo a codo desde la práctica cotidiana del escucharnos, proponer, crear, que nos acerque entre nosotrxs y al ejercicio del poder, porque el Estado somos todxs.

Tenemos la tarea de trascender la ilusión de lo partidista-electoral como guerra machista de conquista y exterminio, y en lugar de ello, dar lugar y fuerza a una semántica política de paz, participación e igualdad desde nuestros espacios comunitarios. Lo justo no se instaura desde una voluntad de dominio; se teje pacientemente cerrando filas y dignificando las palabras que enunciamos.