/ martes 4 de mayo de 2021

Constitución bipolar y el ataque a Pemex

Nuestra Constitución ha sido objeto de múltiples reformas que recogen el impacto de lo que Ferdinand Lasalle en un libro clásico llamó los “factores reales de poder”, es decir las fuerzas más o menos organizadas que pugnan por hacer prevalecer sus intereses y conseguir una garantía jurídica para los mismos. En 1917, la corriente triunfante en la Revolución consiguió plasmar en su texto las demandas de las masas populares que se movilizaron contra el régimen porfirista. Se diseñó un Estado fuerte orientado a satisfacer las necesidades colectivas, protector de las clases sociales previamente sometidas, garante del aprovechamiento nacional de los recursos naturales, favorecedor de las limitaciones a la propiedad privada para beneficio social; en suma un Estado que propone el imperio de lo colectivo sobre lo individual; del beneficio social sobre el lucro privado; del trabajo sobre el capital y de lo nacional sobre lo extranjero. El impulso de estas ideas se consolidó durante varias décadas al amparo de los logros alcanzados durante la etapa del Desarrollo Estabilizador. Salvo algunas concesiones a intereses privados como el acceso al amparo en materia agraria, las reformas se proponían afianzar el modelo; se crearon grandes instituciones de seguridad social y se reservaron al Estado áreas estratégicas como la explotación de hidrocarburos y minerales radiactivos; la generación y distribución de energía eléctrica; el control de los ferrocarriles y las comunicaciones e incluso el manejo exclusivo de los servicios bancarios en una tardía reacción gubernativa frente al abuso del sector financiero transnacional a principios de los ochenta. Las frecuentes modificaciones se daban en un marco de congruencia ideológica y política pero el embate del tsunami neoliberal que inundó al planeta desde fines de la década de los setenta del siglo pasado, debilitó los cimientos de esa estructura fincada en los valores originales asegurados por la Rectoría del Estado y se filtraron principios contrarios. Se proclamó poco a poco la supremacía de lo privado sobre lo público; privatizar la propiedad pública y suprimir la participación del Estado en la actividad económica se volvió admirable; se aflojaron las restricciones impuestas a las iglesias y se les abrió el campo para un intenso activismo político; se redujeron los esquemas protectores de la propiedad rural ejidal propiciando su privatización; se incentivó la transnacionalización de la economía y ya en este siglo se decidió copiar a medias los métodos de enjuiciamiento penal estadounidense; reorientar la filosofía constitucional hacia el jusnaturalismo y consagrar las llamadas reformas estructurales que contrariaron en gran medida el modelo original.

Hoy coexisten en el seno de la Carta Magna principios contradictorios. Se sigue proclamando la Rectoría del Estado, pero se le reduce su margen de maniobra con múltiples preceptos que elevan a rango constitucional la protección de intereses privados y hacen de la competencia económica y el libre mercado, deidades intocables. Se mantiene el principio de la propiedad originaria de la Nación sobre las tierras y las aguas pero se introduce a la propiedad como un derecho humano de nivel supra estatal.

Una de las cartas fuertes de esa penetración de contraprincipios constitucionales es la creación de organismos autónomos que han ido arrebatando al gobierno democráticamente electo, áreas de decisión de la mayor importancia para confiarlas a tecnócratas ajenos al otorgamiento de la confianza popular ligada al voto.

En esas áreas tecnócraticas se incuba la deslegitimación del Estado. Se le pretende privar de su autoridad para regir la vida económica y se le quiere tratar como a cualquier entidad privada de negocios. Los funcionarios educados bajo los dogmas del neoliberalismo despojaron al Estado del concepto de organismos descentralizados que cumplen funciones estratégicas, para convertirlos en “empresas productivas del Estado” y son incapaces de diferenciarlas de entes privados con los que no tendrían que “competir”, sino cumplir una función de naturaleza distinta a la obtención de lucro.

Ello conduce a la aberración de que un órgano del Estado se proponga destruir a otro, como ocurre con la intención difundida por integrantes de la Comisión Federal de Competencia Económica de partir en pedazos a Pemex para que no predomine en el mercado, cuando la función que debería cumplir esa empresa estatal es justamente la de satisfacer de manera plena las necesidades de abastecimiento de productos que no tendrían por qué estar sujetos a las condiciones de un mercado competitivo. De estas contradicciones surge el empeño gubernamental de conseguir regresar a los conceptos fundamentales del constitucionalismo nacional que, sin desconocer las virtudes de la economía mixta en la que el capital juega un papel esencial, recupere para el Estado la función rectora de la vida económica.

eduardoandrade1948@gmail.com


Nuestra Constitución ha sido objeto de múltiples reformas que recogen el impacto de lo que Ferdinand Lasalle en un libro clásico llamó los “factores reales de poder”, es decir las fuerzas más o menos organizadas que pugnan por hacer prevalecer sus intereses y conseguir una garantía jurídica para los mismos. En 1917, la corriente triunfante en la Revolución consiguió plasmar en su texto las demandas de las masas populares que se movilizaron contra el régimen porfirista. Se diseñó un Estado fuerte orientado a satisfacer las necesidades colectivas, protector de las clases sociales previamente sometidas, garante del aprovechamiento nacional de los recursos naturales, favorecedor de las limitaciones a la propiedad privada para beneficio social; en suma un Estado que propone el imperio de lo colectivo sobre lo individual; del beneficio social sobre el lucro privado; del trabajo sobre el capital y de lo nacional sobre lo extranjero. El impulso de estas ideas se consolidó durante varias décadas al amparo de los logros alcanzados durante la etapa del Desarrollo Estabilizador. Salvo algunas concesiones a intereses privados como el acceso al amparo en materia agraria, las reformas se proponían afianzar el modelo; se crearon grandes instituciones de seguridad social y se reservaron al Estado áreas estratégicas como la explotación de hidrocarburos y minerales radiactivos; la generación y distribución de energía eléctrica; el control de los ferrocarriles y las comunicaciones e incluso el manejo exclusivo de los servicios bancarios en una tardía reacción gubernativa frente al abuso del sector financiero transnacional a principios de los ochenta. Las frecuentes modificaciones se daban en un marco de congruencia ideológica y política pero el embate del tsunami neoliberal que inundó al planeta desde fines de la década de los setenta del siglo pasado, debilitó los cimientos de esa estructura fincada en los valores originales asegurados por la Rectoría del Estado y se filtraron principios contrarios. Se proclamó poco a poco la supremacía de lo privado sobre lo público; privatizar la propiedad pública y suprimir la participación del Estado en la actividad económica se volvió admirable; se aflojaron las restricciones impuestas a las iglesias y se les abrió el campo para un intenso activismo político; se redujeron los esquemas protectores de la propiedad rural ejidal propiciando su privatización; se incentivó la transnacionalización de la economía y ya en este siglo se decidió copiar a medias los métodos de enjuiciamiento penal estadounidense; reorientar la filosofía constitucional hacia el jusnaturalismo y consagrar las llamadas reformas estructurales que contrariaron en gran medida el modelo original.

Hoy coexisten en el seno de la Carta Magna principios contradictorios. Se sigue proclamando la Rectoría del Estado, pero se le reduce su margen de maniobra con múltiples preceptos que elevan a rango constitucional la protección de intereses privados y hacen de la competencia económica y el libre mercado, deidades intocables. Se mantiene el principio de la propiedad originaria de la Nación sobre las tierras y las aguas pero se introduce a la propiedad como un derecho humano de nivel supra estatal.

Una de las cartas fuertes de esa penetración de contraprincipios constitucionales es la creación de organismos autónomos que han ido arrebatando al gobierno democráticamente electo, áreas de decisión de la mayor importancia para confiarlas a tecnócratas ajenos al otorgamiento de la confianza popular ligada al voto.

En esas áreas tecnócraticas se incuba la deslegitimación del Estado. Se le pretende privar de su autoridad para regir la vida económica y se le quiere tratar como a cualquier entidad privada de negocios. Los funcionarios educados bajo los dogmas del neoliberalismo despojaron al Estado del concepto de organismos descentralizados que cumplen funciones estratégicas, para convertirlos en “empresas productivas del Estado” y son incapaces de diferenciarlas de entes privados con los que no tendrían que “competir”, sino cumplir una función de naturaleza distinta a la obtención de lucro.

Ello conduce a la aberración de que un órgano del Estado se proponga destruir a otro, como ocurre con la intención difundida por integrantes de la Comisión Federal de Competencia Económica de partir en pedazos a Pemex para que no predomine en el mercado, cuando la función que debería cumplir esa empresa estatal es justamente la de satisfacer de manera plena las necesidades de abastecimiento de productos que no tendrían por qué estar sujetos a las condiciones de un mercado competitivo. De estas contradicciones surge el empeño gubernamental de conseguir regresar a los conceptos fundamentales del constitucionalismo nacional que, sin desconocer las virtudes de la economía mixta en la que el capital juega un papel esencial, recupere para el Estado la función rectora de la vida económica.

eduardoandrade1948@gmail.com