/ martes 24 de noviembre de 2020

Constituyentismo ocioso (I)

Concédame el lector la licencia necesaria para acuñar el extraño neologismo que encabeza este artículo, el cual no alude al constitucionalismo que es una respetable corriente de pensamiento y acreditada rama del saber jurídico, sino a la práctica viciosa de introducir en nuestra Constitución elementos discursivos innecesarios, confusos, contradictorios y hasta peligrosos para la seguridad jurídica. La Constitución es la norma suprema que debe contener preceptos claros, congruentes y de viable cumplimiento, pero se le está tratando frívolamente como si fuera un árbol de Navidad al que se le puedan colgar tantos adornos cómo le quepan, según el gusto de quienes tienen posibilidad de hacerlo.

La Constitución no debe seguir siendo el receptáculo de cuanta ocurrencia provenga del afán de quedar bien con determinados grupos o subirse al tren de modas intelectuales, como medio para satisfacer vanidades y tranquilizar conciencias. Es preciso detener esa avalancha de agregados que la desnaturalizan llenándola de excrecencias que la han hecho cada vez más obesa y deforme hasta dejarla casi irreconocible, como si bastara con añadirle un buen propósito para atender problemas que requieren acciones prácticas, hechos efectivos y no más párrafos de texto constitucional que frecuentemente solo reiteran y extienden temas ya previstos en su articulado y que sería más útil desarrollar en una eficaz legislación secundaria. No abrigo la menor duda sobre la buena intención de quienes promueven estos cambios, pero sería conveniente que tuvieran presentes esos compendios de sabiduría popular que dicen: “Hechos son amores y no buenas razones” y “De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.

La semana pasada tuvimos a la vista tres botones de muestra que ilustran lo que vengo diciendo. El primero fue la aprobación en la Cámara de Diputados de un añadido al artículo 2° que convertiría en “lenguas nacionales” para todo el país al español y las más de 60 lenguas indígenas. Debo, ante todo, aclarar que soy entusiasta partidario de la equiparación de las lenguas indígenas y el español en cada lugar donde aquellas se hablan; de un bilingüismo integral que abarque la educación para niños indígenas y no indígenas y comprenda además todos los documentos oficiales y la señalización. En la práctica he intervenido en la redacción de textos normativos que tienden a esa finalidad, tanto en el ámbito federal como en el de mi estado de Veracruz. Conozco de primera mano las dificultades que implica el plurilingüismo. Como Procurador de mi Estado pude constatar la grave desventaja que sufren los indígenas ante los órganos de justicia y los abusos que derivan de imponerles incluso un nombre distinto al suyo. Realicé mis máximos esfuerzos para conseguir en la práctica la referida equiparación, al grado de que adquirí conocimientos básicos del náhuatl a fin de poder verificar la idoneidad de los traductores. La necesidad de un tratamiento regional es imprescindible porque, por ejemplo, me llegué a percatar de que hay expresiones del náhuatl de la región de Zongolica, que no eran entendidas en la zona de Chicontepec.

Nadie podrá, entonces, interpretar mis observaciones a la pretendida reforma en materia lingüística como contrarias a su objetivo o despreciativas de las lenguas autóctonas, sino como una aportación a las necesarias correcciones que debería realizar el Senado antes de insertar un despropósito en el artículo 2°, al que pretende adicionársele el siguiente párrafo:

“El Estado reconoce como lenguas nacionales, al español y a las lenguas indígenas, las cuales tendrán la misma validez en términos de la ley. Las lenguas indígenas forman parte del patrimonio cultural de la nación, por lo que el Estado promoverá su preservación, estudio, difusión, desarrollo y uso. El Estado promoverá una política lingūistica multilingūe, que propicie que las lenguas indígenas alternen en igualdad con el español en todos los espacios públicos y privados.”

En un afán comprensible de resaltar el valor de las lenguas indígenas el proyecto aprobado por los diputados genera un conjunto de problemas que aparentemente no fueron previstos. En primer término habría que decir que la adición resulta innecesaria. Las fracciones IV del apartado A y II del apartado B del propio artículo ya preveían las bases para un amplio reconocimiento de las lenguas indígenas; el artículo 3° contiene previsiones sobre el carácter plurilingüe de la educación en los pueblos y comunidades indígenas, y existen instrumentos internacionales sobre derechos lingüísticos que en conjunto pudieran haber sido una sólida base para emitir legislación secundaria que asegurara propiciar el equiparamiento de las lenguas indígenas con el español pero circunscrito a las áreas específicas donde se hablan estos distintos idiomas. Por cierto ya que se busca un tratamiento igualitario bien valdría la pena referirse a las distintas expresiones lingüísticas como idiomas. (Continúa)

eduardoandrade1948@gmail.com

Concédame el lector la licencia necesaria para acuñar el extraño neologismo que encabeza este artículo, el cual no alude al constitucionalismo que es una respetable corriente de pensamiento y acreditada rama del saber jurídico, sino a la práctica viciosa de introducir en nuestra Constitución elementos discursivos innecesarios, confusos, contradictorios y hasta peligrosos para la seguridad jurídica. La Constitución es la norma suprema que debe contener preceptos claros, congruentes y de viable cumplimiento, pero se le está tratando frívolamente como si fuera un árbol de Navidad al que se le puedan colgar tantos adornos cómo le quepan, según el gusto de quienes tienen posibilidad de hacerlo.

La Constitución no debe seguir siendo el receptáculo de cuanta ocurrencia provenga del afán de quedar bien con determinados grupos o subirse al tren de modas intelectuales, como medio para satisfacer vanidades y tranquilizar conciencias. Es preciso detener esa avalancha de agregados que la desnaturalizan llenándola de excrecencias que la han hecho cada vez más obesa y deforme hasta dejarla casi irreconocible, como si bastara con añadirle un buen propósito para atender problemas que requieren acciones prácticas, hechos efectivos y no más párrafos de texto constitucional que frecuentemente solo reiteran y extienden temas ya previstos en su articulado y que sería más útil desarrollar en una eficaz legislación secundaria. No abrigo la menor duda sobre la buena intención de quienes promueven estos cambios, pero sería conveniente que tuvieran presentes esos compendios de sabiduría popular que dicen: “Hechos son amores y no buenas razones” y “De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.

La semana pasada tuvimos a la vista tres botones de muestra que ilustran lo que vengo diciendo. El primero fue la aprobación en la Cámara de Diputados de un añadido al artículo 2° que convertiría en “lenguas nacionales” para todo el país al español y las más de 60 lenguas indígenas. Debo, ante todo, aclarar que soy entusiasta partidario de la equiparación de las lenguas indígenas y el español en cada lugar donde aquellas se hablan; de un bilingüismo integral que abarque la educación para niños indígenas y no indígenas y comprenda además todos los documentos oficiales y la señalización. En la práctica he intervenido en la redacción de textos normativos que tienden a esa finalidad, tanto en el ámbito federal como en el de mi estado de Veracruz. Conozco de primera mano las dificultades que implica el plurilingüismo. Como Procurador de mi Estado pude constatar la grave desventaja que sufren los indígenas ante los órganos de justicia y los abusos que derivan de imponerles incluso un nombre distinto al suyo. Realicé mis máximos esfuerzos para conseguir en la práctica la referida equiparación, al grado de que adquirí conocimientos básicos del náhuatl a fin de poder verificar la idoneidad de los traductores. La necesidad de un tratamiento regional es imprescindible porque, por ejemplo, me llegué a percatar de que hay expresiones del náhuatl de la región de Zongolica, que no eran entendidas en la zona de Chicontepec.

Nadie podrá, entonces, interpretar mis observaciones a la pretendida reforma en materia lingüística como contrarias a su objetivo o despreciativas de las lenguas autóctonas, sino como una aportación a las necesarias correcciones que debería realizar el Senado antes de insertar un despropósito en el artículo 2°, al que pretende adicionársele el siguiente párrafo:

“El Estado reconoce como lenguas nacionales, al español y a las lenguas indígenas, las cuales tendrán la misma validez en términos de la ley. Las lenguas indígenas forman parte del patrimonio cultural de la nación, por lo que el Estado promoverá su preservación, estudio, difusión, desarrollo y uso. El Estado promoverá una política lingūistica multilingūe, que propicie que las lenguas indígenas alternen en igualdad con el español en todos los espacios públicos y privados.”

En un afán comprensible de resaltar el valor de las lenguas indígenas el proyecto aprobado por los diputados genera un conjunto de problemas que aparentemente no fueron previstos. En primer término habría que decir que la adición resulta innecesaria. Las fracciones IV del apartado A y II del apartado B del propio artículo ya preveían las bases para un amplio reconocimiento de las lenguas indígenas; el artículo 3° contiene previsiones sobre el carácter plurilingüe de la educación en los pueblos y comunidades indígenas, y existen instrumentos internacionales sobre derechos lingüísticos que en conjunto pudieran haber sido una sólida base para emitir legislación secundaria que asegurara propiciar el equiparamiento de las lenguas indígenas con el español pero circunscrito a las áreas específicas donde se hablan estos distintos idiomas. Por cierto ya que se busca un tratamiento igualitario bien valdría la pena referirse a las distintas expresiones lingüísticas como idiomas. (Continúa)

eduardoandrade1948@gmail.com