Hace poco, que el presidente lanzaba un regaño a sus funcionarios por el desabasto de medicamentos, recordé que el problema se generó cuando el 13 de noviembre de 2018, con su mayoría recientemente inaugurada, la autodenominada 4T aprobó las reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, donde se decidió, entre otras cosas, desmontar el sistema consolidado de compras gubernamentales para centralizarlas en una sola persona, la Oficial Mayor de Hacienda, quien tendría bajo su responsabilidad comprar desde los clips de la oficina hasta los chalecos antibala, así como cada uno de los medicamentos, con todo y sus especificidades. Desde entonces advertimos el desastre.
Pero ahora, hablemos de otro desastre, producto de esa reforma, me refiero a la prevención social de la violencia. Cuando se creó la Secretaría de Seguridad y Participación Ciudadana, se quitaron esas funciones a la Secretaría de Gobernación, y la prevención de la violencia quedó en el limbo, las facultades se atribuyeron de manera inconexa a una y otra secretaría y se desmontó el Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia.
Dicho Programa Nacional, que tenía por objeto atender los factores de riesgo y de protección vinculados a la violencia y la delincuencia, funcionó del 2014 al 2018, que si bien es cierto que tuvo muchas deficiencias, había la oportunidad de mejorar una política que ya tenía camino recorrido y buscaba ser una respuesta estructurada, con presupuesto, metas, objetivos, indicadores, seguimiento y evaluación, para atender de manera integral uno de los principales problemas que afectan a la ciudadanía: la violencia y la inseguridad.
Ese Programa tenía como objetivos: incrementar la corresponsabilidad de la ciudadanía y actores sociales en la prevención social mediante su participación y desarrollo de competencias; reducir la vulnerabilidad ante la violencia y la delincuencia de las poblaciones de atención prioritaria; generar entornos que favorecieran la convivencia y seguridad ciudadana; fortalecer las capacidades institucionales para la seguridad ciudadana en los gobiernos municipales/delegacionales, entidades federativas y federación; asegurar una coordinación efectiva y sostenida entre dependencias y entidades federales para diseñar, implementar y evaluar procesos.
Con esa apuesta gubernamental se identificaba, de manera correcta, que la prevención social de la violencia implica atender el fenómeno delictivo, más allá de la violencia “generada” por la delincuencia organizada, entendiendo que no todo se combate con el uso de la fuerza y medidas punitivas, sino atendiendo las raíces del problema identificando los factores de riesgo en los que se encuentran las personas debido a situaciones del tejido social, comunitario, familiar, escolar donde se incrementan las posibilidades de que se desarrollen conductas violentas o delictivas, apostando a la participación ciudadana y la articulación de las autoridades desde el nivel local, para identificar y atender esos factores de riesgo. Sin embargo, esa área desapareció, los programas presupuestales se eliminaron y ni el Plan Nacional de Desarrollo, ni la Estrategia Nacional de Seguridad Pública se plantean una política pública estructurada para la prevención social de la violencia.
Frente a esta realidad, un grupo de ciudadanos ha lanzado una invitación en una “Carta abierta a los lideres de los partidos Políticos sobre la situación de la Violencia en México: a hacer un alto en el camino, a detenernos a abrir un diálogo que ha sido aplazado durante años, a tener un debate entre todos. Tenemos que preguntarnos: ¿Esta violencia cómo se llama? ¿Por qué nos cuesta tanto ponerle un nombre? ¿Cómo se soluciona? ¿Cómo hacemos para dejar de pensar que estamos condenados a esta “normalidad” o peor, que podemos solucionar los problemas, culpándonos unos a otros?”