/ jueves 11 de agosto de 2022

Contra el socavamiento del Estado democrático de derecho

Hace poco escuché en la radio un comentario sobre cómo las personas podemos aclimatarnos a una situación de empeoramiento, sobre todo si el deterioro es gradual. Ocurre por una mezcla de capacidad de adaptación e inclinación a la evasión que llega a insensibilizar ante una corrosión que, sin embargo, no se detiene. La comentarista usó la alegoría de la rana que, sin preocupación, nada en una olla puesta a fuego lento… hasta que, demasiado tarde, se da cuenta que fue cocida. Viene al caso ante los embates que hoy se acometen contra el Estado democrático de derecho en México, que si bien nunca ha sido perfecto, ahora enfrenta riesgos claros de regresión.

La idea de que un decreto señalado como “acuerdo” pueda estar por encima de la Constitución debería, al menos, prender los focos amarillos. Que no nos pase como a esa rana sorprendida en el punto de ebullición.

Sobre todo, porque el anuncio se da a unos días de que nuestro gobierno dictara otro “acuerdo” para declarar a las obras de un tren mayormente turístico como un asunto de seguridad nacional; una simple clasificación unilateral tomada como procedimiento para obviar garantías ciudadanas y hacer del Poder Judicial un contrapeso irrelevante. Aún peor sería que esto se volviera una “nueva normalidad”, si las instituciones del Estado mexicano y la ciudadanía lo dejamos pasar con una voluntad de aclimatación.

Tal como ahora el Legislativo quedaría como un poder irrelevante si se admite que puede ahorrarse su concurso en un asunto tan delicado como decidir el paso formal de la Guardia Nacional de la esfera civil a la militar con un simple acto administrativo. Literalmente, se ha dicho: “Puede ser por decreto o una reforma a la Ley de la Administración Pública independientemente de lo que resulte sobre la reforma constitucional”.

Sólo que, al respecto, la Constitución dice expresamente lo siguiente, en el Artículo 21: “Las instituciones de seguridad pública, incluyendo la Guardia Nacional, serán de carácter civil”. Y en otro párrafo: “La ley determinará la estructura orgánica y de dirección de la Guardia Nacional, que estará adscrita a la secretaría del ramo de seguridad pública”.

Más allá de si el cambio del mando civil al castrense conviene o no, y al margen de que eso pueda ser ya una realidad en el caso de la Guardia Nacional, para hacer lo contrario a lo que señala la Constitución habría que reformarla. Eso requiere el voto de las dos terceras partes de los legisladores presentes en ambas cámaras, más una mayoría de las legislaturas de las entidades federativas.

Desde otro enfoque, es un principio legal que los funcionarios públicos, como tales, sólo cuentan con las facultades que les confieren las leyes, y ninguna les otorga la potestad de hacer de una reforma administrativa un salvoconducto para soslayar la división de poderes. El que este “acuerdo” venga acompañado con una promesa de enviar una iniciativa de reforma, entendida como una suerte de concesión a la tramitología de la democracia, como deja claro el anuncio, lejos de atenuar el desafío, lo hace apremiante e inescapable. Queda expuesto como una prueba para ver hasta dónde puede estirarse la liga.

Es el mismo problema que con la controversia que, en el marco del TMEC, ha iniciado el gobierno estadounidense contra la política energética del nuestro para remonopolizar al sector. Tácitamente, se aduce, con la bandera de la soberanía nacional, que una ley secundaria, que ni siquiera puede aplicarse porque ha sido impugnada con amparos contra medidas explícitamente retroactivas y de dudosa constitucionalidad, puede invalidar derechos y obligaciones del tratado. Como si no importara que este mismo gobierno lo firmó y el Senado lo avaló, ambos poderes precisamente en representación de la soberanía nacional.

Tal vez aquí también se apostaba a que los afectados se aclimataran, resignados a asumir las pérdidas y a ver sus inversiones evaporarse a fuego lento. Era demasiado esperar, como ya se probó. En tribunales nacionales, sus abogados han tenido claro el orden de precedencia de las leyes: Constitución, tratados internacionales con aval soberano, legislación secundaria y, después de todo eso, los decretos. En el marco del TMEC, a lo comprometido explícitamente, no a la retórica del gobierno demandado.

Los mexicanos tampoco podemos aceptar como “nueva normalidad” que se ponga de cabeza esa precedencia, porque admitirlo implica aceptar lo opuesto a la democracia, que es el gobierno por decretos. Con todas sus imperfecciones y áreas de oportunidad, ésta es algo que hay que cuidar como un gran activo, y sin duda, un logro de los mexicanos, viniendo del régimen de concentración de poder y democracia en buena medida simulada que tuvimos durante gran parte del Siglo XX.

Cuidar que la democracia no sea socavada y defender la legalidad, lejos de ser una traición, es una responsabilidad republicana, sea en el caso de la violación al TMEC o de los “acuerdos” que pretenden poner por encima de la Constitución a un proyecto de seguridad pública, que al corte no se ve que haya funcionado, o de un ferrocarril, con los serios señalamientos de potencial devastación ambiental que arrastra.

Por cierto, según el Diccionario de la Real Academia Española, “acuerdo” es “acción y efecto de acordar”, que a su vez significa “determinar o resolver algo de común acuerdo, o por mayoría de votos”. Es decir, justo lo contrario a un decreto.


Empresario


Hace poco escuché en la radio un comentario sobre cómo las personas podemos aclimatarnos a una situación de empeoramiento, sobre todo si el deterioro es gradual. Ocurre por una mezcla de capacidad de adaptación e inclinación a la evasión que llega a insensibilizar ante una corrosión que, sin embargo, no se detiene. La comentarista usó la alegoría de la rana que, sin preocupación, nada en una olla puesta a fuego lento… hasta que, demasiado tarde, se da cuenta que fue cocida. Viene al caso ante los embates que hoy se acometen contra el Estado democrático de derecho en México, que si bien nunca ha sido perfecto, ahora enfrenta riesgos claros de regresión.

La idea de que un decreto señalado como “acuerdo” pueda estar por encima de la Constitución debería, al menos, prender los focos amarillos. Que no nos pase como a esa rana sorprendida en el punto de ebullición.

Sobre todo, porque el anuncio se da a unos días de que nuestro gobierno dictara otro “acuerdo” para declarar a las obras de un tren mayormente turístico como un asunto de seguridad nacional; una simple clasificación unilateral tomada como procedimiento para obviar garantías ciudadanas y hacer del Poder Judicial un contrapeso irrelevante. Aún peor sería que esto se volviera una “nueva normalidad”, si las instituciones del Estado mexicano y la ciudadanía lo dejamos pasar con una voluntad de aclimatación.

Tal como ahora el Legislativo quedaría como un poder irrelevante si se admite que puede ahorrarse su concurso en un asunto tan delicado como decidir el paso formal de la Guardia Nacional de la esfera civil a la militar con un simple acto administrativo. Literalmente, se ha dicho: “Puede ser por decreto o una reforma a la Ley de la Administración Pública independientemente de lo que resulte sobre la reforma constitucional”.

Sólo que, al respecto, la Constitución dice expresamente lo siguiente, en el Artículo 21: “Las instituciones de seguridad pública, incluyendo la Guardia Nacional, serán de carácter civil”. Y en otro párrafo: “La ley determinará la estructura orgánica y de dirección de la Guardia Nacional, que estará adscrita a la secretaría del ramo de seguridad pública”.

Más allá de si el cambio del mando civil al castrense conviene o no, y al margen de que eso pueda ser ya una realidad en el caso de la Guardia Nacional, para hacer lo contrario a lo que señala la Constitución habría que reformarla. Eso requiere el voto de las dos terceras partes de los legisladores presentes en ambas cámaras, más una mayoría de las legislaturas de las entidades federativas.

Desde otro enfoque, es un principio legal que los funcionarios públicos, como tales, sólo cuentan con las facultades que les confieren las leyes, y ninguna les otorga la potestad de hacer de una reforma administrativa un salvoconducto para soslayar la división de poderes. El que este “acuerdo” venga acompañado con una promesa de enviar una iniciativa de reforma, entendida como una suerte de concesión a la tramitología de la democracia, como deja claro el anuncio, lejos de atenuar el desafío, lo hace apremiante e inescapable. Queda expuesto como una prueba para ver hasta dónde puede estirarse la liga.

Es el mismo problema que con la controversia que, en el marco del TMEC, ha iniciado el gobierno estadounidense contra la política energética del nuestro para remonopolizar al sector. Tácitamente, se aduce, con la bandera de la soberanía nacional, que una ley secundaria, que ni siquiera puede aplicarse porque ha sido impugnada con amparos contra medidas explícitamente retroactivas y de dudosa constitucionalidad, puede invalidar derechos y obligaciones del tratado. Como si no importara que este mismo gobierno lo firmó y el Senado lo avaló, ambos poderes precisamente en representación de la soberanía nacional.

Tal vez aquí también se apostaba a que los afectados se aclimataran, resignados a asumir las pérdidas y a ver sus inversiones evaporarse a fuego lento. Era demasiado esperar, como ya se probó. En tribunales nacionales, sus abogados han tenido claro el orden de precedencia de las leyes: Constitución, tratados internacionales con aval soberano, legislación secundaria y, después de todo eso, los decretos. En el marco del TMEC, a lo comprometido explícitamente, no a la retórica del gobierno demandado.

Los mexicanos tampoco podemos aceptar como “nueva normalidad” que se ponga de cabeza esa precedencia, porque admitirlo implica aceptar lo opuesto a la democracia, que es el gobierno por decretos. Con todas sus imperfecciones y áreas de oportunidad, ésta es algo que hay que cuidar como un gran activo, y sin duda, un logro de los mexicanos, viniendo del régimen de concentración de poder y democracia en buena medida simulada que tuvimos durante gran parte del Siglo XX.

Cuidar que la democracia no sea socavada y defender la legalidad, lejos de ser una traición, es una responsabilidad republicana, sea en el caso de la violación al TMEC o de los “acuerdos” que pretenden poner por encima de la Constitución a un proyecto de seguridad pública, que al corte no se ve que haya funcionado, o de un ferrocarril, con los serios señalamientos de potencial devastación ambiental que arrastra.

Por cierto, según el Diccionario de la Real Academia Española, “acuerdo” es “acción y efecto de acordar”, que a su vez significa “determinar o resolver algo de común acuerdo, o por mayoría de votos”. Es decir, justo lo contrario a un decreto.


Empresario