/ viernes 31 de julio de 2020

Coronavirus y Deporte | El vértigo que nace de un estadio repleto

Por: José Ángel Rueda

Alguien, no recuerdo quién, me preguntó un día lo qué se sentía ver el estadio Azteca lleno. Es entendible, la duda tiene su encanto. Hay estadios que estimulan la imaginación. La pregunta me la hicieron hace por lo menos 10 años, así que debemos partir del hecho de que en ese entonces el Azteca era el gigante que era, con la mayoría de sus gradas dispuestas al deleite de los aficionados, y no como ahora, que entre las remodelaciones han colocado esas jardineras que irrumpen de manera triste entre la armonía de ese lugar privilegiado donde tendrían que haber ojos atentos, en cambio uno encuentra espacios desperdiciados.

Yo respondí que ver el Azteca lleno era todo un espectáculo, sobre todo cuando se iba a ver a la Selección Mexicana, porque al espectáculo de la gente se le unía el espectáculo del color, verde en su mayoría, combinado con lagunas blancas y rojas y que hacían una mezcla que se potenciaba con la luz de la tarde, porque por muchos años México jugaba bajo el sol, en parte para cansar a los rivales y en parte, porque no hay nada más bonito que ver las gradas fulgurantes.

Yo dije eso, pero también dije que no era lo mismo ver el Azteca lleno que verlo hasta la madre, es decir, llenísimo. Que a simple vista podría parecer lo mismo, pero que la diferencia solo se puede advertir cuando uno está ahí metido. Y conforme pasan los minutos y el partido se acerca las gradas se van poblando, y los espacios poco a poco desaparecen hasta que ya no queda ninguno, ni en las escaleras uno encuentra un lugar cómodo para sentarse a ver el partido. Por supuesto, no siempre pasa eso, ocurre solo con los partidos importantes..

Recuerdo que la primera vez que vi el Azteca llenísimo fue para el partido contra Honduras, previo al Mundial de Corea-Japón, ese domingo a mediodía que conocí por primera vez lo mucho que pueden vibrar esas gradas. Meses después lo volví a ver llenísimo, hasta la madre, podría decir, cuando América y Necaxa se vieron las caras en la final y aquel domingo, ya entrada la tarde, el Azteca no era verde sino amarillo, y apenas una franja que recorría verticalmente la grada hasta llegar a una de las pantallas, era rojiblanca. De aquella noche, sin embargo, guardo un recuerdo amargo, porque el cabezazo del Misionero y el manotazo tardío de Navarro se dibujan en la lejanía. Años más tarde, volví a ver el Azteca así en la tortuosa eliminatoria rumbo a Sudáfrica, sobre todo en el partido contra Estados Unidos, aquel de los goles de Castro y Miguel Sabah, y luego contra el Salvador, ya al último, cuando el milagro de Aguirre había terminado por imponerse y la goleada se celebró como en los días importantes.

No puedo evitar sentir un poco de pena al recordar esas imágenes y lo lejanas que ahora parecen. La melancolía que se esconde en el tiempo y en lo mucho que falta para que los aficionados puedan sentir el vértigo de una grada repleta. Que los Juegos Olímpicos contemplen un público reducido no deja de ser alentador, pero también profundamente triste. En eso se nos van los días.

Por: José Ángel Rueda

Alguien, no recuerdo quién, me preguntó un día lo qué se sentía ver el estadio Azteca lleno. Es entendible, la duda tiene su encanto. Hay estadios que estimulan la imaginación. La pregunta me la hicieron hace por lo menos 10 años, así que debemos partir del hecho de que en ese entonces el Azteca era el gigante que era, con la mayoría de sus gradas dispuestas al deleite de los aficionados, y no como ahora, que entre las remodelaciones han colocado esas jardineras que irrumpen de manera triste entre la armonía de ese lugar privilegiado donde tendrían que haber ojos atentos, en cambio uno encuentra espacios desperdiciados.

Yo respondí que ver el Azteca lleno era todo un espectáculo, sobre todo cuando se iba a ver a la Selección Mexicana, porque al espectáculo de la gente se le unía el espectáculo del color, verde en su mayoría, combinado con lagunas blancas y rojas y que hacían una mezcla que se potenciaba con la luz de la tarde, porque por muchos años México jugaba bajo el sol, en parte para cansar a los rivales y en parte, porque no hay nada más bonito que ver las gradas fulgurantes.

Yo dije eso, pero también dije que no era lo mismo ver el Azteca lleno que verlo hasta la madre, es decir, llenísimo. Que a simple vista podría parecer lo mismo, pero que la diferencia solo se puede advertir cuando uno está ahí metido. Y conforme pasan los minutos y el partido se acerca las gradas se van poblando, y los espacios poco a poco desaparecen hasta que ya no queda ninguno, ni en las escaleras uno encuentra un lugar cómodo para sentarse a ver el partido. Por supuesto, no siempre pasa eso, ocurre solo con los partidos importantes..

Recuerdo que la primera vez que vi el Azteca llenísimo fue para el partido contra Honduras, previo al Mundial de Corea-Japón, ese domingo a mediodía que conocí por primera vez lo mucho que pueden vibrar esas gradas. Meses después lo volví a ver llenísimo, hasta la madre, podría decir, cuando América y Necaxa se vieron las caras en la final y aquel domingo, ya entrada la tarde, el Azteca no era verde sino amarillo, y apenas una franja que recorría verticalmente la grada hasta llegar a una de las pantallas, era rojiblanca. De aquella noche, sin embargo, guardo un recuerdo amargo, porque el cabezazo del Misionero y el manotazo tardío de Navarro se dibujan en la lejanía. Años más tarde, volví a ver el Azteca así en la tortuosa eliminatoria rumbo a Sudáfrica, sobre todo en el partido contra Estados Unidos, aquel de los goles de Castro y Miguel Sabah, y luego contra el Salvador, ya al último, cuando el milagro de Aguirre había terminado por imponerse y la goleada se celebró como en los días importantes.

No puedo evitar sentir un poco de pena al recordar esas imágenes y lo lejanas que ahora parecen. La melancolía que se esconde en el tiempo y en lo mucho que falta para que los aficionados puedan sentir el vértigo de una grada repleta. Que los Juegos Olímpicos contemplen un público reducido no deja de ser alentador, pero también profundamente triste. En eso se nos van los días.