/ lunes 13 de julio de 2020

Coronavirus y deporte La triste historia del Piojo y el cubrebocas

El otro día, mientras veía el partido del América contra Cruz Azul, no pude evitar sentirme un poco identificado con Miguel Herrera. No en en sus formas, por supuesto, sino en lo mucho que le costaba trabajo llevar el cubrebocas puesto. Cada que lo enfocaban, y no fueron pocas, porque algo tiene el director técnico de América para atraer siempre la atención de las cámaras, el Piojo sufría de forma indecible para mantener el cubrebocas en su lugar. Gritaba y un impulso, por naturaleza involuntario, lo obligaba a tocarse la cara. A acomodarse incontables veces el pedazo de tela que en la intensidad del movimiento o se iba para arriba o se iba para abajo, pero rara vez obedecía a la razón y se quedaba en su lugar.

A veces, cuando un jugador se le acercaba, o varios, en el vértigo de la arenga, se bajaba la mascarilla y daba sus indicaciones, como si de pronto el miedo a que sus palabras no quedaran claras se apoderara por completo de su ya de por sí impulsivo cuerpo. Pero luego, el Piojo -seguramente amenazado por el recuerdo de la que se le armó tras el partido pasado contra los Pumas, cuando deliberadamente prescindió del instrumento y fue tachado de irresponsable, de mal ejemplo, porque algo había de eso- retomaba la consciencia y reacomodaba el cubrebocas y seguía con lo suyo. Es nuestra lucha diaria, hacer las cosas bien.

Así como el Piojo, la mayoría de entrenadores han sufrido con lo mismo, la mayoría responde a sus instintos y por momentos les resulta imposible mantenerse los noventa minutos con el cubrebocas puesto, por más que sean conscientes de que lo deben llevar. Hay algunos, sin embargo, a los que la medida les ha caído bien. Sobre todo en España, donde los programas de televisión que se dedican a leer los labios de los futbolistas y los entrenadores habían generado una psicosis crónica que los obligaba a taparse la boca cada que hablaban.

Como dos misteriosos que se cuentan un secreto a plena luz del día.

Bien le habría venido la medida unos meses atrás a Eder Sarabia, el asistente de Quique Setién en el Barcelona, que durante el clásico contra el Real Madrid no supo frenar sus impulsos, y cada que un jugador fallaba lanzaba al aire toda clase de insultos que fueron a parar a las cámaras de algún programa. Y que luego tuvieron que ser explicadas, justificadas y hasta perdonadas por todos los involucrados.

La nueva normalidad es eso. La capacidad de hacer consciente lo que hasta hace unos meses correspondía al impulso puro de hablar y respirar, sin nada que se interponga. El otro día, mientras manejaba y un carro me dejó pasar por una calle angosta, cuando pasé a su lado le agradecí apenas con una sonrisa. De nada, estúpido, me respondió muy enojado. Luego me di cuenta que yo llevaba el cubrebocas puesto, y que lo más seguro era que no había visto mi sonrisa de agradecimiento. Debí ser más expresivo. Dedicarle un gesto, quizá, o gritarle un gracias para que quedara claro y evitar los malos entendidos. En fin, tenemos que aprender a vivir con el cubrebocas puesto. Aunque, como al Piojo, nos cueste mucho trabajo.

El otro día, mientras veía el partido del América contra Cruz Azul, no pude evitar sentirme un poco identificado con Miguel Herrera. No en en sus formas, por supuesto, sino en lo mucho que le costaba trabajo llevar el cubrebocas puesto. Cada que lo enfocaban, y no fueron pocas, porque algo tiene el director técnico de América para atraer siempre la atención de las cámaras, el Piojo sufría de forma indecible para mantener el cubrebocas en su lugar. Gritaba y un impulso, por naturaleza involuntario, lo obligaba a tocarse la cara. A acomodarse incontables veces el pedazo de tela que en la intensidad del movimiento o se iba para arriba o se iba para abajo, pero rara vez obedecía a la razón y se quedaba en su lugar.

A veces, cuando un jugador se le acercaba, o varios, en el vértigo de la arenga, se bajaba la mascarilla y daba sus indicaciones, como si de pronto el miedo a que sus palabras no quedaran claras se apoderara por completo de su ya de por sí impulsivo cuerpo. Pero luego, el Piojo -seguramente amenazado por el recuerdo de la que se le armó tras el partido pasado contra los Pumas, cuando deliberadamente prescindió del instrumento y fue tachado de irresponsable, de mal ejemplo, porque algo había de eso- retomaba la consciencia y reacomodaba el cubrebocas y seguía con lo suyo. Es nuestra lucha diaria, hacer las cosas bien.

Así como el Piojo, la mayoría de entrenadores han sufrido con lo mismo, la mayoría responde a sus instintos y por momentos les resulta imposible mantenerse los noventa minutos con el cubrebocas puesto, por más que sean conscientes de que lo deben llevar. Hay algunos, sin embargo, a los que la medida les ha caído bien. Sobre todo en España, donde los programas de televisión que se dedican a leer los labios de los futbolistas y los entrenadores habían generado una psicosis crónica que los obligaba a taparse la boca cada que hablaban.

Como dos misteriosos que se cuentan un secreto a plena luz del día.

Bien le habría venido la medida unos meses atrás a Eder Sarabia, el asistente de Quique Setién en el Barcelona, que durante el clásico contra el Real Madrid no supo frenar sus impulsos, y cada que un jugador fallaba lanzaba al aire toda clase de insultos que fueron a parar a las cámaras de algún programa. Y que luego tuvieron que ser explicadas, justificadas y hasta perdonadas por todos los involucrados.

La nueva normalidad es eso. La capacidad de hacer consciente lo que hasta hace unos meses correspondía al impulso puro de hablar y respirar, sin nada que se interponga. El otro día, mientras manejaba y un carro me dejó pasar por una calle angosta, cuando pasé a su lado le agradecí apenas con una sonrisa. De nada, estúpido, me respondió muy enojado. Luego me di cuenta que yo llevaba el cubrebocas puesto, y que lo más seguro era que no había visto mi sonrisa de agradecimiento. Debí ser más expresivo. Dedicarle un gesto, quizá, o gritarle un gracias para que quedara claro y evitar los malos entendidos. En fin, tenemos que aprender a vivir con el cubrebocas puesto. Aunque, como al Piojo, nos cueste mucho trabajo.