/ martes 30 de junio de 2020

Coronavirus y deporte | ¿Será posible dejar de gritar un gol?

Durante la pandemia me he descubierto habilidades hasta entonces desconocidas. Por ejemplo, en apenas dos visitas, fui capaz de aprenderme el orden de los pasillos del supermercado, un misterio indescifrable meses atrás. He podido sentir ese placer, antes inédito, de llenar la lista con palomitas en tiempo récord. Incluso, puedo decirlo, he desarrollado la capacidad de identificar al vuelo la mejor de las ofertas, un talento antes destinado para unos cuantos. La nueva normalidad me ha enseñado a lavarme las manos hasta tenerlas blancas. A no estarme tocando la cara a la menor provocación. He descubierto, a la mala, que se puede vivir sin tacos al pastor. Y que la cerveza, contrario a lo que pensábamos, no cae del cielo. Hemos aprendido a felicitarnos por videollamada. Que hay abrazos que se pueden sentir a lo lejos. Es lo que tenemos los seres humanos, que nos adaptamos con una facilidad que asombra. Así que estaremos bien.

En cuanto al futbol, me he acostumbrado a ver las tribunas vacías, o en todo caso, a medio verlas a través de ese mosaico inverosímil que sobreponen en la pantalla. He terminado por aceptar, a veces de mala gana, ese bullicio viejo y monótono que suena repetidamente en las transmisiones, y que esconde el eco de los gritos de los futbolistas. En fin, el futbol sigue siendo futbol.

De lo único que no estoy seguro, es que sea posible acostumbrarse algún día a no gritar gol cuando cae un gol, a no soltar ese estruendo que sale del alma, como si fuera una cuestión propia reprimir ese instinto tan puro capaz de darle sentido al juego. Porque eso es el gol, la finalidad del futbol. Gana quien mete más goles.

La duda surge de las declaraciones del Primer Ministro de Holanda, Mark Rutte, quien en el afán de permitir que el público regrese a los estadios a partir de septiembre, ha pedido a los aficionados cambiar los cánticos por las bocinas, y susurrar, nunca gritar, la expresión ¡Hurra! cuando su equipo marque un gol.

La idea está plagada de buenas intenciones, pero será difícil llevarla a cabo. Al vuelo, me puse a pensar en los goles que más he gritado en la vida, y traté de imaginar cómo habría sido celebrar el gol de Hirving Lozano ante Alemania con un hurra silencioso, en lugar de ese grito tronador que por poco nos deja sordos en la redacción del periódico y que se replicó a miles de kilómetros, en el Luzhnikí de Rusia, como un grito de guerra. O qué habría sido de aquel gol de Miguel Sabah contra los Estados Unidos en la cancha del estadio Azteca. Esa tarde soleada que hacía del coloso un vitral verde, blanco y rojo, y que cerca del final llegó un remate poderoso dentro del área para devolvernos la ventaja y la esperanza del Mundial de Sudáfrica. Y que al vértigo de un estruendo absoluto, todos nos abrazamos con todos porque hay goles que trascienden el tiempo y el espacio, y explotan dentro de uno, aunque se busque lo contrario.

Durante la pandemia me he descubierto habilidades hasta entonces desconocidas. Por ejemplo, en apenas dos visitas, fui capaz de aprenderme el orden de los pasillos del supermercado, un misterio indescifrable meses atrás. He podido sentir ese placer, antes inédito, de llenar la lista con palomitas en tiempo récord. Incluso, puedo decirlo, he desarrollado la capacidad de identificar al vuelo la mejor de las ofertas, un talento antes destinado para unos cuantos. La nueva normalidad me ha enseñado a lavarme las manos hasta tenerlas blancas. A no estarme tocando la cara a la menor provocación. He descubierto, a la mala, que se puede vivir sin tacos al pastor. Y que la cerveza, contrario a lo que pensábamos, no cae del cielo. Hemos aprendido a felicitarnos por videollamada. Que hay abrazos que se pueden sentir a lo lejos. Es lo que tenemos los seres humanos, que nos adaptamos con una facilidad que asombra. Así que estaremos bien.

En cuanto al futbol, me he acostumbrado a ver las tribunas vacías, o en todo caso, a medio verlas a través de ese mosaico inverosímil que sobreponen en la pantalla. He terminado por aceptar, a veces de mala gana, ese bullicio viejo y monótono que suena repetidamente en las transmisiones, y que esconde el eco de los gritos de los futbolistas. En fin, el futbol sigue siendo futbol.

De lo único que no estoy seguro, es que sea posible acostumbrarse algún día a no gritar gol cuando cae un gol, a no soltar ese estruendo que sale del alma, como si fuera una cuestión propia reprimir ese instinto tan puro capaz de darle sentido al juego. Porque eso es el gol, la finalidad del futbol. Gana quien mete más goles.

La duda surge de las declaraciones del Primer Ministro de Holanda, Mark Rutte, quien en el afán de permitir que el público regrese a los estadios a partir de septiembre, ha pedido a los aficionados cambiar los cánticos por las bocinas, y susurrar, nunca gritar, la expresión ¡Hurra! cuando su equipo marque un gol.

La idea está plagada de buenas intenciones, pero será difícil llevarla a cabo. Al vuelo, me puse a pensar en los goles que más he gritado en la vida, y traté de imaginar cómo habría sido celebrar el gol de Hirving Lozano ante Alemania con un hurra silencioso, en lugar de ese grito tronador que por poco nos deja sordos en la redacción del periódico y que se replicó a miles de kilómetros, en el Luzhnikí de Rusia, como un grito de guerra. O qué habría sido de aquel gol de Miguel Sabah contra los Estados Unidos en la cancha del estadio Azteca. Esa tarde soleada que hacía del coloso un vitral verde, blanco y rojo, y que cerca del final llegó un remate poderoso dentro del área para devolvernos la ventaja y la esperanza del Mundial de Sudáfrica. Y que al vértigo de un estruendo absoluto, todos nos abrazamos con todos porque hay goles que trascienden el tiempo y el espacio, y explotan dentro de uno, aunque se busque lo contrario.