/ miércoles 9 de septiembre de 2020

Corrupción, un asunto de desigualdad

Aunque corrupción y derechos humanos son dos esferas distintas conceptualmente; en realidad, son temas relacionados que impactan en la vida cotidiana de nuestras sociedades. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha señalado que en el continente ha prevalecido la captura de las estructuras gubernamentales por parte de grupos que las usan para beneficio particular. Los efectos negativos van desde procesos irregulares de contratación de obra pública, exoneración tributaria y desvíos en programas sociales, hasta la influencia en los procesos electorales a través del financiamiento ilícito de campañas y candidaturas.

La Comisión destaca que la corrupción tiene consecuencias graves y diferenciadas en el ejercicio de los derechos humanos, sobre todo en los grupos históricamente discriminados: personas en condición de pobreza, mujeres, pueblos indígenas, la niñez y las personas con discapacidad. La corrupción se entrelaza con la impunidad, la debilidad del Estado de derecho no permite hacer frente a la violencia, y la inseguridad que vivimos no cesa. La falta de una apropiada impartición de justicia es producto, en gran medida, de la corrupción. Pero hay que decirlo, también altera la implementación de los programas sociales e interfiere en el esfuerzo por cerrar estas brechas de desigualdad.

Pensemos en los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, cuyo ejercicio depende de la efectividad de las políticas públicas para hacerlos realidad (educación, salud, alimentación, vivienda). Existe evidencia de que los servicios públicos que reciben los grupos en situación de vulnerabilidad son más escasos y de menor calidad que el resto de la población. Esto sucede, en parte, porque las acciones gubernamentales se ven atravesadas por elementos de corrupción que generan, por ejemplo, el desvío de recursos, la construcción de obra pública de mala calidad o la simulación en programas sociales, como ha ocurrido en el pasado.

En este enjambre de intereses, las personas que pertenecen a los grupos históricamente discriminados cuentan con menos herramientas de denuncia y de acceso a la información, elementos clave en el combate a la corrupción.

Pero ¿por dónde empezar? La CIDH propone fortalecer los sistemas de justicia y el acceso a la información. Otra ruta, propuesta por Viridiana Ríos y Oxfam México en un gran texto publicado la semana pasada (“La (otra) mafia del poder”), es trabajar una estrategia anticorrupción en el ejercicio de programas sociales, desde lo local, bajo el entendido de que la corrupción afecta mayormente a los más vulnerables y reduce la capacidad del Estado para redistribuir recursos. Añadiría que, si la justicia social es el fin último, la corrupción nos estorba.

#DerechosHumanos

#Anticorrupción

#JusticiaSocial

@ClauCorichi

Aunque corrupción y derechos humanos son dos esferas distintas conceptualmente; en realidad, son temas relacionados que impactan en la vida cotidiana de nuestras sociedades. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha señalado que en el continente ha prevalecido la captura de las estructuras gubernamentales por parte de grupos que las usan para beneficio particular. Los efectos negativos van desde procesos irregulares de contratación de obra pública, exoneración tributaria y desvíos en programas sociales, hasta la influencia en los procesos electorales a través del financiamiento ilícito de campañas y candidaturas.

La Comisión destaca que la corrupción tiene consecuencias graves y diferenciadas en el ejercicio de los derechos humanos, sobre todo en los grupos históricamente discriminados: personas en condición de pobreza, mujeres, pueblos indígenas, la niñez y las personas con discapacidad. La corrupción se entrelaza con la impunidad, la debilidad del Estado de derecho no permite hacer frente a la violencia, y la inseguridad que vivimos no cesa. La falta de una apropiada impartición de justicia es producto, en gran medida, de la corrupción. Pero hay que decirlo, también altera la implementación de los programas sociales e interfiere en el esfuerzo por cerrar estas brechas de desigualdad.

Pensemos en los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, cuyo ejercicio depende de la efectividad de las políticas públicas para hacerlos realidad (educación, salud, alimentación, vivienda). Existe evidencia de que los servicios públicos que reciben los grupos en situación de vulnerabilidad son más escasos y de menor calidad que el resto de la población. Esto sucede, en parte, porque las acciones gubernamentales se ven atravesadas por elementos de corrupción que generan, por ejemplo, el desvío de recursos, la construcción de obra pública de mala calidad o la simulación en programas sociales, como ha ocurrido en el pasado.

En este enjambre de intereses, las personas que pertenecen a los grupos históricamente discriminados cuentan con menos herramientas de denuncia y de acceso a la información, elementos clave en el combate a la corrupción.

Pero ¿por dónde empezar? La CIDH propone fortalecer los sistemas de justicia y el acceso a la información. Otra ruta, propuesta por Viridiana Ríos y Oxfam México en un gran texto publicado la semana pasada (“La (otra) mafia del poder”), es trabajar una estrategia anticorrupción en el ejercicio de programas sociales, desde lo local, bajo el entendido de que la corrupción afecta mayormente a los más vulnerables y reduce la capacidad del Estado para redistribuir recursos. Añadiría que, si la justicia social es el fin último, la corrupción nos estorba.

#DerechosHumanos

#Anticorrupción

#JusticiaSocial

@ClauCorichi