/ martes 21 de diciembre de 2021

Cruzando líneas | El peregrinar migrante

Por Maritza L. Félix


Uno migra con la fe colgada en el cuello o tatuada en el pecho, con una estampa en la cartera o con el milagro grabado en el acta de nacimiento. Sí, el mexicano se va, vuelve, peregrina, se muda, echa raíces y las corta, mientras promete devoción eterna a la Morenita del Tepeyac. Lo hace con o sin pandemia, en partos y en funerales, en años en los que parece acabar el mundo o en tiempos como este, donde solo queda renacer. Para el mexicano, la fe en la Virgen de Guadalupe es algo más que una cuestión de devoción, es identidad.

Este año volvieron las peregrinaciones, los carros alegóricos, los caminos de rosas, los niños vestidos de Juan Diego, los chinelos y los matachines para revivir las celebraciones de la Virgen Morena. Después de casi dos años de restricciones y aislamiento, el mariachi inundó los templos con serenatas y los feligreses corearon un ruega por nosotros tras otro en las velaciones. Se sintió como viento.

En el extranjero, allá tan lejos del Cerro del Tepeyac, a miles de kilómetros de la Basílica, los guadalupanos refrendaron su fe justo en el día de las Lupitas, en esa conmemoración que va más allá de las religiones y los credos. Los suyos la honraron con rosarios y misas, con representaciones artísticas y ballet folklórico, con figuras talladas a mano o vestimentas que la representaban en un manto. Fue como querer tenerla cerca, aunque esté en todos lados. Acá nos cobija más el fervor que las letanías. Peregrinamos en rosarios, recuerdos y nostalgias. Nos sabemos migrantes siempre entre dos pueblos.

La Morenita representa lo religioso y lo profano; un país y un emblema cultural; una institución y la herencia de los pueblos originales; es el contraste, la fe, el patriotismo, lo sagrado, la humildad y lo majestuoso. Es la fusión de lo divino, lo real y las ganas de creer.

La Virgen de Guadalupe es para muchos también el rostro de una madre. Rodeada de estrellas, con los ojos rasgados y la piel morena, es como un reflejo en el espejo. La vemos, nos ve; nos reconocemos. Nos hallamos en su mirada, en las estrellas y en el manto y nos empatamos también con su cielo.

Luego lo vemos a él, a san Juan Diego, que representa mucho al migrante: el vulnerable, a veces indefenso, pero siempre resiliente, el afligido… el más pequeño; ahora santo. Cómo nos parecemos. Quizá somos o simplemente queremos ser.

En una patria ajena, a veces nuestra y otras prestada, la fe se pone a prueba con mayor frecuencia: el arraigo, los recuerdos, la nostalgia, la disparidad social, el racismo, la frontera, la pandemia, los silencios y la misma naturaleza. Es casi un milagro no perderla a pesar de algo. Acá, donde echamos nuevas raíces que se conectan a escondidas con nuestra tierra, qué ganas nos dan de creer en algo y qué bálsamo que sea ella.

Periodista, productora y escritora independiente

@MaritzaLFelix

Facebook e Instagram: @MaritzaFelixJournalist

Por Maritza L. Félix


Uno migra con la fe colgada en el cuello o tatuada en el pecho, con una estampa en la cartera o con el milagro grabado en el acta de nacimiento. Sí, el mexicano se va, vuelve, peregrina, se muda, echa raíces y las corta, mientras promete devoción eterna a la Morenita del Tepeyac. Lo hace con o sin pandemia, en partos y en funerales, en años en los que parece acabar el mundo o en tiempos como este, donde solo queda renacer. Para el mexicano, la fe en la Virgen de Guadalupe es algo más que una cuestión de devoción, es identidad.

Este año volvieron las peregrinaciones, los carros alegóricos, los caminos de rosas, los niños vestidos de Juan Diego, los chinelos y los matachines para revivir las celebraciones de la Virgen Morena. Después de casi dos años de restricciones y aislamiento, el mariachi inundó los templos con serenatas y los feligreses corearon un ruega por nosotros tras otro en las velaciones. Se sintió como viento.

En el extranjero, allá tan lejos del Cerro del Tepeyac, a miles de kilómetros de la Basílica, los guadalupanos refrendaron su fe justo en el día de las Lupitas, en esa conmemoración que va más allá de las religiones y los credos. Los suyos la honraron con rosarios y misas, con representaciones artísticas y ballet folklórico, con figuras talladas a mano o vestimentas que la representaban en un manto. Fue como querer tenerla cerca, aunque esté en todos lados. Acá nos cobija más el fervor que las letanías. Peregrinamos en rosarios, recuerdos y nostalgias. Nos sabemos migrantes siempre entre dos pueblos.

La Morenita representa lo religioso y lo profano; un país y un emblema cultural; una institución y la herencia de los pueblos originales; es el contraste, la fe, el patriotismo, lo sagrado, la humildad y lo majestuoso. Es la fusión de lo divino, lo real y las ganas de creer.

La Virgen de Guadalupe es para muchos también el rostro de una madre. Rodeada de estrellas, con los ojos rasgados y la piel morena, es como un reflejo en el espejo. La vemos, nos ve; nos reconocemos. Nos hallamos en su mirada, en las estrellas y en el manto y nos empatamos también con su cielo.

Luego lo vemos a él, a san Juan Diego, que representa mucho al migrante: el vulnerable, a veces indefenso, pero siempre resiliente, el afligido… el más pequeño; ahora santo. Cómo nos parecemos. Quizá somos o simplemente queremos ser.

En una patria ajena, a veces nuestra y otras prestada, la fe se pone a prueba con mayor frecuencia: el arraigo, los recuerdos, la nostalgia, la disparidad social, el racismo, la frontera, la pandemia, los silencios y la misma naturaleza. Es casi un milagro no perderla a pesar de algo. Acá, donde echamos nuevas raíces que se conectan a escondidas con nuestra tierra, qué ganas nos dan de creer en algo y qué bálsamo que sea ella.

Periodista, productora y escritora independiente

@MaritzaLFelix

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