/ lunes 24 de mayo de 2021

¿Cuánto vale una vida?

Morir en este país es muy fácil. A la insostenible crisis de seguridad que deja diariamente cientos de personas asesinadas y a la pandemia que ha cobrado tantas vidas, ahora se le suma la negligencia gubernamental como otro factor de letalidad. Pasamos de decir “la delincuencia está insostenible” a lamentar que “solo iba de regreso del trabajo”. Y a pesar de que las autoridades están obligadas a indemnizar a las víctimas, la constante es que no lo hagan. Tenemos muchas muertes, pero pocas reparaciones. La cuantía, si acaso, se determina por la magnitud e impacto de la tragedia, accidente o incidente, según la conveniencia política determine nombrar.

El colapso del puente de la línea 12 del metro de la Ciudad de México que provocó la muerte de 26 personas puso en práctica la reparación discrecional y la hipocresía de la compasión. La jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, anunció que les dieron un programa de apoyo de 50 mil pesos, y recibirán también la suma del seguro del metro de 650 mil pesos. Esta cifra indigna cuando se compara con otras. Por ejemplo, el dictamen técnico que explicará cómo la desidia causó la pérdida de esas vidas costará alrededor de 20 millones de pesos. Van a gastar más dinero en explicar la muerte que en intentar reparar el daño ocasionado. O bien, los sueldos anuales de la jefa de gobierno y de la directora del metro rondan en el millón trescientos mil pesos cada uno. Una vida vale la mitad de sus ingresos.

El problema no acaba ahí. La indignación termina y la rabia empieza cuando se sabe que el gobierno no ha indemnizado a otras víctimas de la misma negligencia. A principios de este mes, los familiares del hombre que perdió la vida por el choque entre dos trenes del metro reclamaron que, a poco más de un año de esta tragedia, no habían recibido indemnización alguna por parte del gobierno. Mismas circunstancias, reparaciones diferentes. El mensaje es muy claro: si no se mueren en una tragedia que conmocione a toda la ciudadanía, que tenga cobertura mediática nacional e internacional y que esté cerca de un proceso electoral, entonces no les toca ni un solo peso.

El abandono a las víctimas no es un tema nuevo. El panorama nacional se conforma, por ejemplo, de viudas de policías que reclaman la indemnización que no han recibido en más de diez años. Familiares de personas desaparecidas realizando colectas para seguir buscando a sus seres queridos porque las autoridades no les dan los recursos necesarios para hacerlo. Una Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas que se creó con insuficiencias presupuestales y ha sufrido recortes que, paradójicamente, no le permite atender a casi ninguna víctima. Y un gobierno que sigue eliminando los fondos destinados al pago de ayudas, asistencias y reparaciones.

La simulación de las autoridades para cumplir con sus obligaciones ya es una práctica muy conocida. Es aún más grotesca cuando se alinea con los calendarios políticos porque terminan lucrando con la muerte. Creen que el uso electoral de las víctimas es un mecanismo muy efectivo para intentar convencer sobre la cercanía, empatía y el dolor. Pero es una trampa muy barata. Por eso, en las siguientes elecciones habrá que recordarles que los muertos no votan, pero sí sus familiares, seres queridos y otras miles de personas que ya se cansaron de esta podredumbre burocrática. Y si la vida solo puede valer un voto, entonces habrá que hacerlo valer mucho.

David Blanc. Consultor en seguridad y justicia

@ddblanc

Morir en este país es muy fácil. A la insostenible crisis de seguridad que deja diariamente cientos de personas asesinadas y a la pandemia que ha cobrado tantas vidas, ahora se le suma la negligencia gubernamental como otro factor de letalidad. Pasamos de decir “la delincuencia está insostenible” a lamentar que “solo iba de regreso del trabajo”. Y a pesar de que las autoridades están obligadas a indemnizar a las víctimas, la constante es que no lo hagan. Tenemos muchas muertes, pero pocas reparaciones. La cuantía, si acaso, se determina por la magnitud e impacto de la tragedia, accidente o incidente, según la conveniencia política determine nombrar.

El colapso del puente de la línea 12 del metro de la Ciudad de México que provocó la muerte de 26 personas puso en práctica la reparación discrecional y la hipocresía de la compasión. La jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, anunció que les dieron un programa de apoyo de 50 mil pesos, y recibirán también la suma del seguro del metro de 650 mil pesos. Esta cifra indigna cuando se compara con otras. Por ejemplo, el dictamen técnico que explicará cómo la desidia causó la pérdida de esas vidas costará alrededor de 20 millones de pesos. Van a gastar más dinero en explicar la muerte que en intentar reparar el daño ocasionado. O bien, los sueldos anuales de la jefa de gobierno y de la directora del metro rondan en el millón trescientos mil pesos cada uno. Una vida vale la mitad de sus ingresos.

El problema no acaba ahí. La indignación termina y la rabia empieza cuando se sabe que el gobierno no ha indemnizado a otras víctimas de la misma negligencia. A principios de este mes, los familiares del hombre que perdió la vida por el choque entre dos trenes del metro reclamaron que, a poco más de un año de esta tragedia, no habían recibido indemnización alguna por parte del gobierno. Mismas circunstancias, reparaciones diferentes. El mensaje es muy claro: si no se mueren en una tragedia que conmocione a toda la ciudadanía, que tenga cobertura mediática nacional e internacional y que esté cerca de un proceso electoral, entonces no les toca ni un solo peso.

El abandono a las víctimas no es un tema nuevo. El panorama nacional se conforma, por ejemplo, de viudas de policías que reclaman la indemnización que no han recibido en más de diez años. Familiares de personas desaparecidas realizando colectas para seguir buscando a sus seres queridos porque las autoridades no les dan los recursos necesarios para hacerlo. Una Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas que se creó con insuficiencias presupuestales y ha sufrido recortes que, paradójicamente, no le permite atender a casi ninguna víctima. Y un gobierno que sigue eliminando los fondos destinados al pago de ayudas, asistencias y reparaciones.

La simulación de las autoridades para cumplir con sus obligaciones ya es una práctica muy conocida. Es aún más grotesca cuando se alinea con los calendarios políticos porque terminan lucrando con la muerte. Creen que el uso electoral de las víctimas es un mecanismo muy efectivo para intentar convencer sobre la cercanía, empatía y el dolor. Pero es una trampa muy barata. Por eso, en las siguientes elecciones habrá que recordarles que los muertos no votan, pero sí sus familiares, seres queridos y otras miles de personas que ya se cansaron de esta podredumbre burocrática. Y si la vida solo puede valer un voto, entonces habrá que hacerlo valer mucho.

David Blanc. Consultor en seguridad y justicia

@ddblanc

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