/ miércoles 1 de noviembre de 2017

Cuchillito de palo | La vida no vale nada

Fiestas de difuntos, relajo al por mayor y recordatorio del “culto” que, el mexicano le tiene a la muerte. Panteones repletos, desfile de muertos (Turística novedad capitalina, a la que se dice asistió un millón de personas); altares y flores de cempasúchil, dondequiera.

Sale a relucir, con carácter anual, el gran Posadas y su Catrina; se pone de moda el disfraz, que se había sustituido por personajes gringos y el negro se convierte en uniforme de las señoras “popis”, las que lloran a los que se fueron, con sofisticados tequilazos.

Sin distingo social, el 1 y 2 de noviembre son el símbolo de esa ancestral tradición, mezcla prehispánica con colonial, imperecedera a pesar de la modernidad. Un día para los “muertos chiquitos”; el otro para los adultos. En la imposibilidad de acercarse a la tumba del cercano, algunos previsores comienzan la visita desde el domingo anterior. Se limpian lápidas, se llevan los alcoholes y las viandas, que le gustaban al occiso y, hasta mariachis, o, de acuerdo a la cartera, un reproductor de música, “para que escuche sus canciones”.

Como si no estuviéramos todavía acalambrados por los sismos y más de 200 familias en pleno duelo, por la pérdida de algún ser querido, en lugar de suspender el jolgorio, se redoblaron las pachangas.

Que la parca es inevitable y que nadie escapa de ella -por mucho que se esconda-, son verdades como una casa. De eso a tomársela tan a cuento, hay un abismo, en particular en un país donde los cadáveres se cuentan por miles.

Será la costumbre, pero poco parece preocupar el creciente número de homicidios. Destazamos al Calderonato, por convertir a esta República en un camposanto, con su escabrosa Guerra contra el narco.

Ni se le puso fin ni se les dio gusto a los yanquis –aspiración del sumiso extlatoani-, en vista de que, aparte de matarnos de la manera más miserable, continuó boyante y el número de adictos, del otro lado del Río Bravo, in crescendo. Con la llegada de Peña Nieto, descendió la cifra negra. Como ocurre con un alto porcentaje de obesos a dieta –que de pronto bajan un montón de kilos, para luego subir todavía más-, repuntó con furor.

Se aprehendió a mega delincuentes, el Chapo y otros tantos cabecillas distintivos y poco o nada se avanzó. Como hiedra, la violencia en aumento y regiones enteras del país, bajo la férula del crimen organizado.

Si con Felipe el INEGI contabilizó 121 mil homicidios, con el régimen en turno se podría superar la cifra, al calcularse que al término de este quinto año, pudiera llegar a 117 mil.

Y brincan los números en entidades que se creían tranquilas, como Colima y la Ciudad de México. Mientras el suspirante miniMancera, intenta tapar el sol con un dedo, al negar la existencia de cárteles en la capital, se multiplica la estadística de muertes por violencia y se confirma la incapacidad de las autoridades para atajar el problema.

Se asesina por igual a hombres que a mujeres –aunque los feminicidios cada vez pintan más de rojo, a casi todas las entidades-, a niños y niñas. Lo mismo a presidentes municipales en funciones, que a quienes dejaron el cargo. A policías, a ministerios públicos y a periodistas, ni qué decir (Del 2000 a la fecha, 130).

Lo mismo mata el sátrapa miembro de una banda, que el chofer de Cabify, o el de Uber, a dos jovencitas universitarias en Puebla. Y, ¿dónde está el innombrable que acabó con la vida de una pequeña de cinco años en Sinaloa?

Saña, violencia, muertes innecesarias, vidas que no valen nada. ¿Hay que dar culto a semejante barbarie?

catalinanq@hotmail.com

@catalinanq

Fiestas de difuntos, relajo al por mayor y recordatorio del “culto” que, el mexicano le tiene a la muerte. Panteones repletos, desfile de muertos (Turística novedad capitalina, a la que se dice asistió un millón de personas); altares y flores de cempasúchil, dondequiera.

Sale a relucir, con carácter anual, el gran Posadas y su Catrina; se pone de moda el disfraz, que se había sustituido por personajes gringos y el negro se convierte en uniforme de las señoras “popis”, las que lloran a los que se fueron, con sofisticados tequilazos.

Sin distingo social, el 1 y 2 de noviembre son el símbolo de esa ancestral tradición, mezcla prehispánica con colonial, imperecedera a pesar de la modernidad. Un día para los “muertos chiquitos”; el otro para los adultos. En la imposibilidad de acercarse a la tumba del cercano, algunos previsores comienzan la visita desde el domingo anterior. Se limpian lápidas, se llevan los alcoholes y las viandas, que le gustaban al occiso y, hasta mariachis, o, de acuerdo a la cartera, un reproductor de música, “para que escuche sus canciones”.

Como si no estuviéramos todavía acalambrados por los sismos y más de 200 familias en pleno duelo, por la pérdida de algún ser querido, en lugar de suspender el jolgorio, se redoblaron las pachangas.

Que la parca es inevitable y que nadie escapa de ella -por mucho que se esconda-, son verdades como una casa. De eso a tomársela tan a cuento, hay un abismo, en particular en un país donde los cadáveres se cuentan por miles.

Será la costumbre, pero poco parece preocupar el creciente número de homicidios. Destazamos al Calderonato, por convertir a esta República en un camposanto, con su escabrosa Guerra contra el narco.

Ni se le puso fin ni se les dio gusto a los yanquis –aspiración del sumiso extlatoani-, en vista de que, aparte de matarnos de la manera más miserable, continuó boyante y el número de adictos, del otro lado del Río Bravo, in crescendo. Con la llegada de Peña Nieto, descendió la cifra negra. Como ocurre con un alto porcentaje de obesos a dieta –que de pronto bajan un montón de kilos, para luego subir todavía más-, repuntó con furor.

Se aprehendió a mega delincuentes, el Chapo y otros tantos cabecillas distintivos y poco o nada se avanzó. Como hiedra, la violencia en aumento y regiones enteras del país, bajo la férula del crimen organizado.

Si con Felipe el INEGI contabilizó 121 mil homicidios, con el régimen en turno se podría superar la cifra, al calcularse que al término de este quinto año, pudiera llegar a 117 mil.

Y brincan los números en entidades que se creían tranquilas, como Colima y la Ciudad de México. Mientras el suspirante miniMancera, intenta tapar el sol con un dedo, al negar la existencia de cárteles en la capital, se multiplica la estadística de muertes por violencia y se confirma la incapacidad de las autoridades para atajar el problema.

Se asesina por igual a hombres que a mujeres –aunque los feminicidios cada vez pintan más de rojo, a casi todas las entidades-, a niños y niñas. Lo mismo a presidentes municipales en funciones, que a quienes dejaron el cargo. A policías, a ministerios públicos y a periodistas, ni qué decir (Del 2000 a la fecha, 130).

Lo mismo mata el sátrapa miembro de una banda, que el chofer de Cabify, o el de Uber, a dos jovencitas universitarias en Puebla. Y, ¿dónde está el innombrable que acabó con la vida de una pequeña de cinco años en Sinaloa?

Saña, violencia, muertes innecesarias, vidas que no valen nada. ¿Hay que dar culto a semejante barbarie?

catalinanq@hotmail.com

@catalinanq