Comenzaron a correr los noventa días en los que los candidatos a la Presidencia de la República están autorizados a llevar a cabo actos de campaña formal. Las propuestas no difieren de las que se hicieron públicas en la precampaña y en el periodo que medió entre las dos fases de la competencia.
José Antonio Meade ha presentado una larga lista de propuestas económicas y sociales, las más de ellas con una explicación clara de la forma en que serían aplicadas; la medicina y las instrucciones para su uso, el remedio y el trapito. Ricardo Anaya, conforma su argumentación en el ataque directo a las instituciones y mecanismos de la actual administración en un supuesto cambio sin definición concreta. Parecida estrategia lleva adelante la campaña que desde hace más de doce años desarrolla Andrés Manuel López Obrador: destruir lo realizado por lo que llama la mafia del poder. En vez de una educación de calidad, propone volver a la pésima educación por profesores impreparados.
Más allá de las diferencias entre las propuestas de las tres coaliciones, hay algunas coincidencias en las diferentes exposiciones. La corrupción, la inseguridad, la impunidad, el desarrollo del país son temas que se repiten a diario y a toda hora en el discurso de los candidatos. Con la mejor voluntad podría aceptarse que cada una de esas propuestas obedece al propósito de alcanzar para la sociedad la tranquilidad, la paz y una vida digna. El problema es la credibilidad de cada uno de los candidatos. La formación académica y profesional; la trayectoria en la vida pública y la experiencia en las responsabilidades desempeñadas, pero también la personalidad, la honestidad y la imagen individual y del entorno familiar y social, son elementos que el elector deberá tener en cuenta. Las propuestas, las promesas de campaña, sólo pueden ser consideradas si están acompañadas del prestigio de quien las presenta. El candidato José Antonio Meade ofrece un gobierno decente, reflejo de su trayectoria y el crédito ganado en 20 años de servicio público sin mancha. La cuestión fundamental radica en la credibilidad, en la confianza que cada uno de los aspirantes genera.
En ocasiones, la democracia, imperfecta, se equivoca, se deja llevar por el señuelo de un supuesto hartazgo de un partido o por el ruido de un hombre, de un pretendido carisma. La historia lo demuestra. En el año 2000 el engaño de la alternancia impresionó a gente pensante --poco tiempo después arrepentida--, que en otras circunstancias no hubiera votado por el peor de los candidatos. Había que dar oportunidad a los representantes de un cambio de hombres y de partidos, se decía
postula a un candidato sin partido, a un ciudadano que ha demostrado capacidad, preparación y honestidad a lo largo de su carrera. Es un candidato con credibilidad. Habrá que darle la oportunidad.
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