/ domingo 17 de enero de 2021

Cultura y personalidad

El título es sugestivo. No podría ser de otra forma: da nombre a una importante escuela de pensamiento surgida en Estados Unidos, entre 1920 y 1930, que propició la elaboración de estudios interdisciplinarios de antropología y psicología y entre cuyas fuentes encontramos las ideas aportadas por Franz Boas sobre el particularismo histórico, así como las emanadas de las diversas corrientes psicológicas, como las provenientes del psicoanálisis, conductismo, psicología educativa y Gestalt, entre otras.

No obstante, décadas atrás en Europa, diversas voces trataban ya de conceptualizar qué entender por cultura. El ser y la conciencia eran dos de las más grandes preocupaciones de ese momento. J. G. Herder y W. Von Humboldt, habían desarrollado un concepto específico: el volksgeist o espíritu del pueblo. F. Nietzsche, distinguía entre dos fuerzas: la apolínea de la razón y la dionisíaca de la vida. W. Dilthey, en cambio, concebía que todas las sociedades por naturaleza son diferentes, de la misma manera que los individuos lo son al obedecer a distintos “tipos psicológicos”. H. Spencer, a su vez, había asociado a los individuos que estudió con determinados “retratos psicológicos”, de acuerdo con cada pueblo, en tanto que Freud trataba de identificar procesos causales como detonantes de la evolución cultural. A principios de los años 20, despuntan C. Seligman en Gran Bretaña y M. Mauss en Francia, como pioneros de los estudios psicoantropológicos. El primero, tratando de estudiar la conducta humana mediante la aplicación de nociones freudianas tales como “introversión” y “extroversión” en su análisis comparativo de sociedades primitivas y contemporáneas. Mauss, confrontando la globalidad cultural frente a los elementos sociocultural y de comportamiento individual.

El terreno estaba preparado: en 1928, la estadounidense Ruth Benedict comienza a publicar sus primeros trabajos abordando a los procesos culturales como detonantes de la normalidad y anormalidad. Su objetivo central era estudiar a los grupos humanos a partir de “retratos” de su vida sociocultural, los cuales -basados en pautas y configuraciones- decía otorgaban un sello exclusivo a cada cultura y a cada miembro de ésta, a pesar de que tuvieran todos ellos una personalidad distinta. Esto es: cada grupo humano tenía un “patrón cultural”, un modelo, un ethos propio de creencias, valores, emociones, conocimientos, que socialmente era compartido. Conclusión que habrá de compartir su alumna Margaret Mead, al grado de reforzar la idea benedictiana de que la cultura influye más que la propia biología, prefijando lo que podría denominarse como “carácter nacional”, mientras que para Géza Roheim la conducta adulta estará determinada por la experiencia infantil; para Cora Du Bois en toda sociedad habrá una personalidad moral o tipo y para Ralph Linton una dicotomía entre cultura real y construcción cultural, a partir de la cual puede establecerse el concepto de personalidad o pautas de status.

Al final, desde esta óptica el problema de análisis quedaba circunscrito a tres relaciones culturales: con la naturaleza humana, con la personalidad típica de una sociedad y con la personalidad individual. De ahí que el método etnográfico fuera un instrumento clave en sus estudios, pues partían de que todo sujeto es un ser que piensa, siente y actúa de modo semejante por compartir una personalidad, al tiempo que es influido por valores y costumbres esenciales de una cultura social, siendo fundamental poder captar esa unidad “cultural, psicológica e histórica”. Por lo que respecta a México, fue en 1934 cuando el filósofo Samuel Ramos, influido por A. Adler, trató de entender al “ser mexicano”, producto de lo cual fue su obra “El perfil del Hombre y la cultura en México”, en la que aborda su autodenigración, autodegeneración, mimetismo y rebeldía.

Casi un siglo ha transcurrido desde entonces y es evidente que más que nunca debemos repensar en estas visiones antropológicas, sobre todo para darnos luz y entender lo que ocurre actualmente en nuestro Nación. Si algo es cierto es que México es almácigo de una identidad de enorme riqueza multicultural, nutrida por las diversas tradiciones procedentes de los distintos continentes de nuestro globo terráqueo que se aculturaron y transculturaron en el espacio geográfico de su territorio. Sin embargo, a pesar de ello, como nunca antes en su historia se ha permitido convertir en escenario de una profunda confrontación cultural atizada desde el poder, desde el momento en que éste ha aprovechado y agudizado las ancestrales y múltiples diferencias educativas y psicológicas preexistentes para promover una cada vez más radical división social. Escisión que sólo puede favorecer a sus fines, porque en la medida que la sociedad se encuentre fragmentada, es que su discurso se fortalece.

Sí, México es culturalmente cosmopolita, pero sólo cuando ha fomentado el respeto al otro es que ha podido engrandecerse: cuando ha alimentado el odio por el otro, su ruptura social ha sido inminente.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

El título es sugestivo. No podría ser de otra forma: da nombre a una importante escuela de pensamiento surgida en Estados Unidos, entre 1920 y 1930, que propició la elaboración de estudios interdisciplinarios de antropología y psicología y entre cuyas fuentes encontramos las ideas aportadas por Franz Boas sobre el particularismo histórico, así como las emanadas de las diversas corrientes psicológicas, como las provenientes del psicoanálisis, conductismo, psicología educativa y Gestalt, entre otras.

No obstante, décadas atrás en Europa, diversas voces trataban ya de conceptualizar qué entender por cultura. El ser y la conciencia eran dos de las más grandes preocupaciones de ese momento. J. G. Herder y W. Von Humboldt, habían desarrollado un concepto específico: el volksgeist o espíritu del pueblo. F. Nietzsche, distinguía entre dos fuerzas: la apolínea de la razón y la dionisíaca de la vida. W. Dilthey, en cambio, concebía que todas las sociedades por naturaleza son diferentes, de la misma manera que los individuos lo son al obedecer a distintos “tipos psicológicos”. H. Spencer, a su vez, había asociado a los individuos que estudió con determinados “retratos psicológicos”, de acuerdo con cada pueblo, en tanto que Freud trataba de identificar procesos causales como detonantes de la evolución cultural. A principios de los años 20, despuntan C. Seligman en Gran Bretaña y M. Mauss en Francia, como pioneros de los estudios psicoantropológicos. El primero, tratando de estudiar la conducta humana mediante la aplicación de nociones freudianas tales como “introversión” y “extroversión” en su análisis comparativo de sociedades primitivas y contemporáneas. Mauss, confrontando la globalidad cultural frente a los elementos sociocultural y de comportamiento individual.

El terreno estaba preparado: en 1928, la estadounidense Ruth Benedict comienza a publicar sus primeros trabajos abordando a los procesos culturales como detonantes de la normalidad y anormalidad. Su objetivo central era estudiar a los grupos humanos a partir de “retratos” de su vida sociocultural, los cuales -basados en pautas y configuraciones- decía otorgaban un sello exclusivo a cada cultura y a cada miembro de ésta, a pesar de que tuvieran todos ellos una personalidad distinta. Esto es: cada grupo humano tenía un “patrón cultural”, un modelo, un ethos propio de creencias, valores, emociones, conocimientos, que socialmente era compartido. Conclusión que habrá de compartir su alumna Margaret Mead, al grado de reforzar la idea benedictiana de que la cultura influye más que la propia biología, prefijando lo que podría denominarse como “carácter nacional”, mientras que para Géza Roheim la conducta adulta estará determinada por la experiencia infantil; para Cora Du Bois en toda sociedad habrá una personalidad moral o tipo y para Ralph Linton una dicotomía entre cultura real y construcción cultural, a partir de la cual puede establecerse el concepto de personalidad o pautas de status.

Al final, desde esta óptica el problema de análisis quedaba circunscrito a tres relaciones culturales: con la naturaleza humana, con la personalidad típica de una sociedad y con la personalidad individual. De ahí que el método etnográfico fuera un instrumento clave en sus estudios, pues partían de que todo sujeto es un ser que piensa, siente y actúa de modo semejante por compartir una personalidad, al tiempo que es influido por valores y costumbres esenciales de una cultura social, siendo fundamental poder captar esa unidad “cultural, psicológica e histórica”. Por lo que respecta a México, fue en 1934 cuando el filósofo Samuel Ramos, influido por A. Adler, trató de entender al “ser mexicano”, producto de lo cual fue su obra “El perfil del Hombre y la cultura en México”, en la que aborda su autodenigración, autodegeneración, mimetismo y rebeldía.

Casi un siglo ha transcurrido desde entonces y es evidente que más que nunca debemos repensar en estas visiones antropológicas, sobre todo para darnos luz y entender lo que ocurre actualmente en nuestro Nación. Si algo es cierto es que México es almácigo de una identidad de enorme riqueza multicultural, nutrida por las diversas tradiciones procedentes de los distintos continentes de nuestro globo terráqueo que se aculturaron y transculturaron en el espacio geográfico de su territorio. Sin embargo, a pesar de ello, como nunca antes en su historia se ha permitido convertir en escenario de una profunda confrontación cultural atizada desde el poder, desde el momento en que éste ha aprovechado y agudizado las ancestrales y múltiples diferencias educativas y psicológicas preexistentes para promover una cada vez más radical división social. Escisión que sólo puede favorecer a sus fines, porque en la medida que la sociedad se encuentre fragmentada, es que su discurso se fortalece.

Sí, México es culturalmente cosmopolita, pero sólo cuando ha fomentado el respeto al otro es que ha podido engrandecerse: cuando ha alimentado el odio por el otro, su ruptura social ha sido inminente.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli