/ domingo 28 de abril de 2019

Da Vinci y el enigma musical que Cronos silenció

"En la obra de Leonardo,

siempre encontraremos la música”

Marcel Brion


En la tercera hora de la noche del 15 de abril de 1452 en Vinci, corazón de la Toscana, nació el mayor genio que ha dado la historia de la humanidad. Su nombre: Leonardo di Ser Piero Da Vinci, cumbre del renacimiento, del enciclopedismo y del saber humano en pleno.

Anatomista, arquitecto, botánico, escritor, escultor, multi ingeniero, inventor, paleontólogo, pintor, poeta, urbanista, todo ello y más fue nuestro hombre, al haber abarcado magistralmente todos los campos de la ciencia, la técnica y el arte de su tiempo. Sin embargo, una de las facetas menos conocidas de su obra es la musical, pese a haber sido cantor, instrumentista, compositor y revolucionario creador de instrumentos musicales.

De acuerdo con Vasari, desde muy joven incursionó en el arte gracias a su ingreso al taller de Andrea del Verrocchio quien era también, además de escultor, orfebre y pintor, músico. Cenáculo donde coincidió con personajes como Botticelli, Ghirlandaio y Perugino y comenzó a fabricar sus primeros instrumentos musicales, a tocar la lira y a “improvisar cantos divinamente”. Su virtuosismo fue tal que, años después, enviado por Lorenzo el Magnífico como parte de un grupo de músicos a la corte de Ludovico Sforza el Moro, éste le retuvo en Milán, prendado de cómo interpretaba la lira de siete cuerdas que él mismo había fabricado en plata para que su timbre fuera más sonoro.

Pero había algo más: Da Vinci no solo era un sublime artista, era también un profundo filósofo. Desde su óptica, la música a la que definía como “descripción de las cosas invisibles” y “configuración de lo invisible”, era el arte supremo por abarcar una armonía superior, solo que enfrentaba una tragedia: su sino era desvanecerse “tan pronto como nace” y esto lo plasmó en su quehacer constructivo musical. Veamos. Su mayor amor fue la Naturaleza y creía –en gran parte influido por Luca Pacioli- que dos principios la guiaban: proporción y necesidad, siendo geometría y matemáticas la esencia subyacente de esta última y el movimiento, causa y principio vital: “todo es movimiento y sin el movimiento la vida cesaría”. Basado en ello y en sus amplios conocimientos acústicos, Da Vinci hace del movimiento el fundamento rector para el diseño y construcción de sus instrumentos musicales, a través de los cuales buscará ofrecer todo un universo nuevo de formas, intensidades y timbres sonoros. ¿Podría con ellos romper el karma que pendía sobre el arte euterpiano? Difícilmente, porque pronto llegó a otra conclusión: el movimiento perpetuo es imposible cuando éste proviene de un artefacto creado por el hombre. En consecuencia, por más que el movimiento pudiera ser generador vital y musical, al suspenderse, la música muere.

Fue solo hasta 1965, gracias a la información hallada en códices como los matritenses I y II, Atlántico y Arundel, que el mundo comenzó a saber del Da Vinci músico, de sus maravillosos bocetos organológicos y a reconstruir su legado musical. Entre los aerófonos: órganos de mano, tubos de papel y agua, flauta glissando, olifantes, gaita de fuelle continuo; entre los cordófonos: lira de plata y viola organista (especie de protopiano); entre los membranófonos: diversos tambores como el de orificios y el mecánico de tres baquetas para redobles; entre los idiófonos: carracas y campanas, comprendido el campanólogo, entre tantos otros. Creaciones con las que se anticipó a la resonancia por simpatía -que descubriría Galileo-, en las que el movimiento era elemento esencial para su reproducción sonora y el agua, uno de sus principales protagonistas. Por algo creía que con la caída del agua se podía obtener una armonía similar a la de un instrumento polifónico y concebía al cuerpo humano como instrumento musical y a la laringe y la tráquea, una flauta doble.

Hoy se sabe que fue asiduo lector de Guido D’Arezzo, que Francesco Gumasco le influyó como luthier, que uno de sus principales amigos fue el maestro de capilla de la catedral de Milán, Franchino Gaffurio -tal vez quien posó para “Retrato de un músico”-, que el enigma de la sonrisa de La Gioconda lo develó Vasari: el autor había rodeado a la modelo de cantantes, instrumentistas y bufones para mantenerla alegre, y hay especialistas que aun pretenden encontrar pentagramas y notas ocultos, como en el caso de La última cena.

Solo hacia 1800 el mundo comenzó a rescatar la obra davinciana del olvido. La dilapidación de su obra post mortem fue, como es en estos casos, terriblemente cruel con su memoria. No obstante, esto nos da la esperanza –paradójicamente- que en alguna parte, perdido, abandonado, esté su Tratado de la Música. De hallarlo, resolveremos el enigma davinciano que nos falta por resolver: su pensamiento sobre el sonido, el eco, las vibraciones, la música de la naturaleza y del universo, y nos sorprenderemos de todo aquello que el paso de los siglos y el actuar de los hombres hizo enmudecer.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli


"En la obra de Leonardo,

siempre encontraremos la música”

Marcel Brion


En la tercera hora de la noche del 15 de abril de 1452 en Vinci, corazón de la Toscana, nació el mayor genio que ha dado la historia de la humanidad. Su nombre: Leonardo di Ser Piero Da Vinci, cumbre del renacimiento, del enciclopedismo y del saber humano en pleno.

Anatomista, arquitecto, botánico, escritor, escultor, multi ingeniero, inventor, paleontólogo, pintor, poeta, urbanista, todo ello y más fue nuestro hombre, al haber abarcado magistralmente todos los campos de la ciencia, la técnica y el arte de su tiempo. Sin embargo, una de las facetas menos conocidas de su obra es la musical, pese a haber sido cantor, instrumentista, compositor y revolucionario creador de instrumentos musicales.

De acuerdo con Vasari, desde muy joven incursionó en el arte gracias a su ingreso al taller de Andrea del Verrocchio quien era también, además de escultor, orfebre y pintor, músico. Cenáculo donde coincidió con personajes como Botticelli, Ghirlandaio y Perugino y comenzó a fabricar sus primeros instrumentos musicales, a tocar la lira y a “improvisar cantos divinamente”. Su virtuosismo fue tal que, años después, enviado por Lorenzo el Magnífico como parte de un grupo de músicos a la corte de Ludovico Sforza el Moro, éste le retuvo en Milán, prendado de cómo interpretaba la lira de siete cuerdas que él mismo había fabricado en plata para que su timbre fuera más sonoro.

Pero había algo más: Da Vinci no solo era un sublime artista, era también un profundo filósofo. Desde su óptica, la música a la que definía como “descripción de las cosas invisibles” y “configuración de lo invisible”, era el arte supremo por abarcar una armonía superior, solo que enfrentaba una tragedia: su sino era desvanecerse “tan pronto como nace” y esto lo plasmó en su quehacer constructivo musical. Veamos. Su mayor amor fue la Naturaleza y creía –en gran parte influido por Luca Pacioli- que dos principios la guiaban: proporción y necesidad, siendo geometría y matemáticas la esencia subyacente de esta última y el movimiento, causa y principio vital: “todo es movimiento y sin el movimiento la vida cesaría”. Basado en ello y en sus amplios conocimientos acústicos, Da Vinci hace del movimiento el fundamento rector para el diseño y construcción de sus instrumentos musicales, a través de los cuales buscará ofrecer todo un universo nuevo de formas, intensidades y timbres sonoros. ¿Podría con ellos romper el karma que pendía sobre el arte euterpiano? Difícilmente, porque pronto llegó a otra conclusión: el movimiento perpetuo es imposible cuando éste proviene de un artefacto creado por el hombre. En consecuencia, por más que el movimiento pudiera ser generador vital y musical, al suspenderse, la música muere.

Fue solo hasta 1965, gracias a la información hallada en códices como los matritenses I y II, Atlántico y Arundel, que el mundo comenzó a saber del Da Vinci músico, de sus maravillosos bocetos organológicos y a reconstruir su legado musical. Entre los aerófonos: órganos de mano, tubos de papel y agua, flauta glissando, olifantes, gaita de fuelle continuo; entre los cordófonos: lira de plata y viola organista (especie de protopiano); entre los membranófonos: diversos tambores como el de orificios y el mecánico de tres baquetas para redobles; entre los idiófonos: carracas y campanas, comprendido el campanólogo, entre tantos otros. Creaciones con las que se anticipó a la resonancia por simpatía -que descubriría Galileo-, en las que el movimiento era elemento esencial para su reproducción sonora y el agua, uno de sus principales protagonistas. Por algo creía que con la caída del agua se podía obtener una armonía similar a la de un instrumento polifónico y concebía al cuerpo humano como instrumento musical y a la laringe y la tráquea, una flauta doble.

Hoy se sabe que fue asiduo lector de Guido D’Arezzo, que Francesco Gumasco le influyó como luthier, que uno de sus principales amigos fue el maestro de capilla de la catedral de Milán, Franchino Gaffurio -tal vez quien posó para “Retrato de un músico”-, que el enigma de la sonrisa de La Gioconda lo develó Vasari: el autor había rodeado a la modelo de cantantes, instrumentistas y bufones para mantenerla alegre, y hay especialistas que aun pretenden encontrar pentagramas y notas ocultos, como en el caso de La última cena.

Solo hacia 1800 el mundo comenzó a rescatar la obra davinciana del olvido. La dilapidación de su obra post mortem fue, como es en estos casos, terriblemente cruel con su memoria. No obstante, esto nos da la esperanza –paradójicamente- que en alguna parte, perdido, abandonado, esté su Tratado de la Música. De hallarlo, resolveremos el enigma davinciano que nos falta por resolver: su pensamiento sobre el sonido, el eco, las vibraciones, la música de la naturaleza y del universo, y nos sorprenderemos de todo aquello que el paso de los siglos y el actuar de los hombres hizo enmudecer.


bettyzanolli@gmail.com @BettyZanolli