/ miércoles 18 de marzo de 2020

De diferencias y caprichos

Si el empecinamiento de Andrés Manuel López Obrador en mantener extrema calma ante los avances mundiales del coronavirus obedeciera a una intención de beneficio a la sociedad, aun equivocada, esa decisión sería plausible en un presidente consciente del reflejo de sus posturas públicas en la comunidad. Pero no es así. Desde el comienzo de su administración López Obrador no mira al presente ni al futuro, sino en un retrovisor que lo lleva a rechazar hasta lo bueno del pasado; su política ante la pandemia ya declarada por la Organización Mundial de la Salud tiene por objeto subrayar obsesivamente las diferencias con el pretérito, en este caso las medidas aplicadas en 2009 por Felipe Calderón para contener el virus h1n1, que sin embargo de su rigor ocasionó la muerte de 159 personas en el país.

No obstante la parsimonia que López Obrador pretende mantener en el tratamiento oficial en relación con el covir19, en esta ocasión la mayoría de la población no parece seguir el ejemplo del encargado del Poder Ejecutivo. Ciertamente, hasta ahora la suerte ha acompañado al gobierno del presidente con un reducido, aunque creciente progreso de ese padecimiento si se lo compara con los registros pavorosos de otros países e inclusive con los casos positivos en los que puede considerarse económica y socialmente similares al nuestro. Pero esa calma dictada desde Palacio Nacional comienza a ser desobedecida –y en buena hora—en diversos estratos de la sociedad que contra esas prédicas adopta ya medidas concretas frente a la pandemia. No es el pánico de una población irracionalmente atemorizada, sino el convencimiento de la necesidad de medidas precautorias ante lo que infortunadamente nos amenaza. Díctelo o no el gobierno, quiéralo o no el presidente, universidades, escuelas superiores y buena parte del sistema de enseñanza en el país cierran sus aulas a los cursos presenciales; cierran empresas, se cancelan eventos deportivos y hasta el gobierno de la ciudad determina la suspensión de reuniones con más de mil asistentes; eventos nacionales o internacionales se postergan o se cancelan en definitiva; acontecimientos tradicionales, ferias regionales y exposiciones son suspendidos sine dia.

La pasividad del presidente de la República no ha evitado las estrepitosas caídas en los más importantes indicadores de la economía mundial con ineludibles efectos en la de nuestro país; se está cerca de una recesión como las vividas en las más graves crisis del pasado y no tan lejos de una depresión que, aun por lo pronto inimaginable, afectaría la producción y el crecimiento mundiales. Como es ya su inveterada costumbre, López Obrador minimiza los fenómenos que están a la vista con el argumento de que la economía mexicana está sólida a pesar de haberse dispuesto ya de la mitad del fondo de estabilización, intacto por años. Nosotros somos diferentes, repite a diario el presidente y ese falso supremacismo se refleja en torno a su figura. La fuerza del presidente es moral y no de contagio, afirma el subsecretario de salud Hugo López-Gatel en el extremo del que comienza a ser el culto a la personalidad, a la imagen inmarcesible del super hombre.

La sociedad rebasa ya a la autoridad presidencial. El presidente no ha logrado imponer su falso optimismo basado en la obsesión paranoica de establecer las diferencias con el pasado; el límite de esas diferencias está en el valor de la respuesta de la comunidad, independiente de la postura presidencial. Será esa decisión de la sociedad civil la que, al limitar los alcances de las tan pregonadas diferencias determinen las consecuencias de la crisis de salud inevitable en el mundo entero y frente a la cual, pese a lo que el gobierno pretende, nuestro país no es una isla de inmunidad.

srio28@prodigy.net.mx

Si el empecinamiento de Andrés Manuel López Obrador en mantener extrema calma ante los avances mundiales del coronavirus obedeciera a una intención de beneficio a la sociedad, aun equivocada, esa decisión sería plausible en un presidente consciente del reflejo de sus posturas públicas en la comunidad. Pero no es así. Desde el comienzo de su administración López Obrador no mira al presente ni al futuro, sino en un retrovisor que lo lleva a rechazar hasta lo bueno del pasado; su política ante la pandemia ya declarada por la Organización Mundial de la Salud tiene por objeto subrayar obsesivamente las diferencias con el pretérito, en este caso las medidas aplicadas en 2009 por Felipe Calderón para contener el virus h1n1, que sin embargo de su rigor ocasionó la muerte de 159 personas en el país.

No obstante la parsimonia que López Obrador pretende mantener en el tratamiento oficial en relación con el covir19, en esta ocasión la mayoría de la población no parece seguir el ejemplo del encargado del Poder Ejecutivo. Ciertamente, hasta ahora la suerte ha acompañado al gobierno del presidente con un reducido, aunque creciente progreso de ese padecimiento si se lo compara con los registros pavorosos de otros países e inclusive con los casos positivos en los que puede considerarse económica y socialmente similares al nuestro. Pero esa calma dictada desde Palacio Nacional comienza a ser desobedecida –y en buena hora—en diversos estratos de la sociedad que contra esas prédicas adopta ya medidas concretas frente a la pandemia. No es el pánico de una población irracionalmente atemorizada, sino el convencimiento de la necesidad de medidas precautorias ante lo que infortunadamente nos amenaza. Díctelo o no el gobierno, quiéralo o no el presidente, universidades, escuelas superiores y buena parte del sistema de enseñanza en el país cierran sus aulas a los cursos presenciales; cierran empresas, se cancelan eventos deportivos y hasta el gobierno de la ciudad determina la suspensión de reuniones con más de mil asistentes; eventos nacionales o internacionales se postergan o se cancelan en definitiva; acontecimientos tradicionales, ferias regionales y exposiciones son suspendidos sine dia.

La pasividad del presidente de la República no ha evitado las estrepitosas caídas en los más importantes indicadores de la economía mundial con ineludibles efectos en la de nuestro país; se está cerca de una recesión como las vividas en las más graves crisis del pasado y no tan lejos de una depresión que, aun por lo pronto inimaginable, afectaría la producción y el crecimiento mundiales. Como es ya su inveterada costumbre, López Obrador minimiza los fenómenos que están a la vista con el argumento de que la economía mexicana está sólida a pesar de haberse dispuesto ya de la mitad del fondo de estabilización, intacto por años. Nosotros somos diferentes, repite a diario el presidente y ese falso supremacismo se refleja en torno a su figura. La fuerza del presidente es moral y no de contagio, afirma el subsecretario de salud Hugo López-Gatel en el extremo del que comienza a ser el culto a la personalidad, a la imagen inmarcesible del super hombre.

La sociedad rebasa ya a la autoridad presidencial. El presidente no ha logrado imponer su falso optimismo basado en la obsesión paranoica de establecer las diferencias con el pasado; el límite de esas diferencias está en el valor de la respuesta de la comunidad, independiente de la postura presidencial. Será esa decisión de la sociedad civil la que, al limitar los alcances de las tan pregonadas diferencias determinen las consecuencias de la crisis de salud inevitable en el mundo entero y frente a la cual, pese a lo que el gobierno pretende, nuestro país no es una isla de inmunidad.

srio28@prodigy.net.mx