/ domingo 29 de agosto de 2021

De la interpretación musical

Toda interpretación que lleve a cabo un artista, siempre implicará -más allá de toda valoración subjetiva- un aporte propio a la obra que interpreta. En la música existen diversas posiciones al respecto, desde la que apela por alcanzar la mayor fidelidad con el autor hasta la que persigue lo contrario.

Y es así porque, lo quiera o no, todo intérprete termina por alterar la obra primigenia, fenómeno del cual la historia nos da muchos ejemplos. Ravel se quejaba de los pianistas y les exigía que “sólo tocaran” y “no interpretaran” su música. Stravinsky lo secundaba, al advertir que la interpretación de un tercero era un acto de “distorsión” de la obra primigenia que más revelaba la personalidad del intérprete que la del autor. Sí, sin duda hubieran deseado invisibilizar al intérprete.

El problema, es que esto es imposible: todo intérprete dará de sí y siempre presentará la obra ajena a partir de su propia subjetividad, ya que toda interpretación será “per se” una distorsión y de nada sirve que la humanidad haya desarrollado todo un universo segnalético, puntual y preciso en el mundo de la notación musical, de la agógica y dinámica partitural: el proceso interpretativo parte de una permanente contextualización cultural de la obra y de la recreación individual única del intérprete. Situación que, conforme nos dirigimos más atrás en el tiempo a fin de interpretar obras de compositores antiguos, más se agudiza, pues mayor incertidumbre hay respecto de la manera en como ellos deseaban que fueran interpretadas sus obras. No olvidemos que todavía en el siglo XVIII los compositores del preclasicismo dejaban a sus intérpretes la responsabilidad de “completar” sus propias obras. El propio Seashore, estudioso de la época, ha declarado al respecto: “la partitura es únicamente un punto de referencia esquemática”, la realidad de la obra está en la desviación de su interpretación temporal, de modo que el intérprete parte de un orden concreto y vivo, pero cada vez se desvía más de la partitura, lo que es por demás verídico.

En el siglo XVII, Girolamo Frescobaldi informaba al intérprete de sus “Toccate” que éstas habían sido concebidas de forma tal que sus partes pudieran interpretarse por separado y el intérprete podría detenerse donde quisiera, sin necesidad de interpretar toda la obra. Un siglo después, Marc-Antoine Charpentier indicaba en un motete que éste podría ejecutarse “como se quisiera”, mientras Jean Philippe Rameau recomendaba en sus “Piezas de clavecín” que cuando la mano no pudiera abarcar dos teclas simultáneas, podría dejar al canto la nota que no fuera absolutamente necesaria, advirtiendo que el intérprete no estaba obligado a “lo imposible”. Johann Sebastian Bach, por su parte, exigía del intérprete grandes conocimientos armónicos y técnicos, pero también dejaba espacios para la interpretación individual. No vayamos tan lejos, Mozart y Beethoven propusieron diversas cadencias a elección de los intérpretes de sus conciertos, según la costumbre aún empleada durante el clasicismo, pero también llegaron a dejar en total libertad al intérprete la resolución y/o improvisación cadencial en algunos de sus conciertos: arte del que el propio vienés era un genio, y aunque ya a principios del siglo XX las partituras rebosan de información interpretativa, no por ello la subjetividad interpretativa será suprimida. Por mucho que una partitura indique, nunca podrá lograrse el mismo resultado en dos interpretaciones, ni siquiera del mismo intérprete.

Sobre el tema, en los años treinta del siglo pasado, Italia vivió una gran polémica entre dos posiciones teniendo como escenario la Rassegna Musicale: por un lado, su director G. M. Gatti consideraba al intérprete un agente sumiso a la voz del autor. Por otro, Parente y Pugliatti le reconocían una misión creativa. ¿Qué nos dice esto? Que hay dos cuestiones a considerar: una, resolver hasta dónde el intérprete debe y quiere ser fiel al autor y a la tradición histórico-musical desde un punto de vista artístico, propiamente estilístico, o bien realizar su propia y muy personal interpretación, aún contra la propia tradición. Otra, asumir que hoy en día hemos perdido, paulatinamente, el sentido de la importancia del intérprete dentro de la recreación de una obra, pues en ambos casos, no importa si nos apegamos o no a la tradición, si somos fieles a ella o nos damos la licencia de abordar con toda libertad la obra de un autor. El hecho es que el intérprete, por su naturaleza humana, siempre habrá de “dar de sí” y, al hacerlo, sumisa o innovadoramente, estará sumando su propia personalidad a la del autor original generando un binomio artístico único e irrepetible.

Y ahora un epílogo reflexivo: en el siglo XVIII, J. J. Quantz recomendaba al intérprete observar al público, y cuando una obra debiera repetirse, la segunda vez fuera más rápido para no aburrir a los oyentes. Hace unos días, el presidente de la República Mexicana para no aburrir con sus “mañaneras”, solicitó a su jefe de medios “Los caminos de la vida”, como diría Cicerón: “O tempora, o mores…!”.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


Toda interpretación que lleve a cabo un artista, siempre implicará -más allá de toda valoración subjetiva- un aporte propio a la obra que interpreta. En la música existen diversas posiciones al respecto, desde la que apela por alcanzar la mayor fidelidad con el autor hasta la que persigue lo contrario.

Y es así porque, lo quiera o no, todo intérprete termina por alterar la obra primigenia, fenómeno del cual la historia nos da muchos ejemplos. Ravel se quejaba de los pianistas y les exigía que “sólo tocaran” y “no interpretaran” su música. Stravinsky lo secundaba, al advertir que la interpretación de un tercero era un acto de “distorsión” de la obra primigenia que más revelaba la personalidad del intérprete que la del autor. Sí, sin duda hubieran deseado invisibilizar al intérprete.

El problema, es que esto es imposible: todo intérprete dará de sí y siempre presentará la obra ajena a partir de su propia subjetividad, ya que toda interpretación será “per se” una distorsión y de nada sirve que la humanidad haya desarrollado todo un universo segnalético, puntual y preciso en el mundo de la notación musical, de la agógica y dinámica partitural: el proceso interpretativo parte de una permanente contextualización cultural de la obra y de la recreación individual única del intérprete. Situación que, conforme nos dirigimos más atrás en el tiempo a fin de interpretar obras de compositores antiguos, más se agudiza, pues mayor incertidumbre hay respecto de la manera en como ellos deseaban que fueran interpretadas sus obras. No olvidemos que todavía en el siglo XVIII los compositores del preclasicismo dejaban a sus intérpretes la responsabilidad de “completar” sus propias obras. El propio Seashore, estudioso de la época, ha declarado al respecto: “la partitura es únicamente un punto de referencia esquemática”, la realidad de la obra está en la desviación de su interpretación temporal, de modo que el intérprete parte de un orden concreto y vivo, pero cada vez se desvía más de la partitura, lo que es por demás verídico.

En el siglo XVII, Girolamo Frescobaldi informaba al intérprete de sus “Toccate” que éstas habían sido concebidas de forma tal que sus partes pudieran interpretarse por separado y el intérprete podría detenerse donde quisiera, sin necesidad de interpretar toda la obra. Un siglo después, Marc-Antoine Charpentier indicaba en un motete que éste podría ejecutarse “como se quisiera”, mientras Jean Philippe Rameau recomendaba en sus “Piezas de clavecín” que cuando la mano no pudiera abarcar dos teclas simultáneas, podría dejar al canto la nota que no fuera absolutamente necesaria, advirtiendo que el intérprete no estaba obligado a “lo imposible”. Johann Sebastian Bach, por su parte, exigía del intérprete grandes conocimientos armónicos y técnicos, pero también dejaba espacios para la interpretación individual. No vayamos tan lejos, Mozart y Beethoven propusieron diversas cadencias a elección de los intérpretes de sus conciertos, según la costumbre aún empleada durante el clasicismo, pero también llegaron a dejar en total libertad al intérprete la resolución y/o improvisación cadencial en algunos de sus conciertos: arte del que el propio vienés era un genio, y aunque ya a principios del siglo XX las partituras rebosan de información interpretativa, no por ello la subjetividad interpretativa será suprimida. Por mucho que una partitura indique, nunca podrá lograrse el mismo resultado en dos interpretaciones, ni siquiera del mismo intérprete.

Sobre el tema, en los años treinta del siglo pasado, Italia vivió una gran polémica entre dos posiciones teniendo como escenario la Rassegna Musicale: por un lado, su director G. M. Gatti consideraba al intérprete un agente sumiso a la voz del autor. Por otro, Parente y Pugliatti le reconocían una misión creativa. ¿Qué nos dice esto? Que hay dos cuestiones a considerar: una, resolver hasta dónde el intérprete debe y quiere ser fiel al autor y a la tradición histórico-musical desde un punto de vista artístico, propiamente estilístico, o bien realizar su propia y muy personal interpretación, aún contra la propia tradición. Otra, asumir que hoy en día hemos perdido, paulatinamente, el sentido de la importancia del intérprete dentro de la recreación de una obra, pues en ambos casos, no importa si nos apegamos o no a la tradición, si somos fieles a ella o nos damos la licencia de abordar con toda libertad la obra de un autor. El hecho es que el intérprete, por su naturaleza humana, siempre habrá de “dar de sí” y, al hacerlo, sumisa o innovadoramente, estará sumando su propia personalidad a la del autor original generando un binomio artístico único e irrepetible.

Y ahora un epílogo reflexivo: en el siglo XVIII, J. J. Quantz recomendaba al intérprete observar al público, y cuando una obra debiera repetirse, la segunda vez fuera más rápido para no aburrir a los oyentes. Hace unos días, el presidente de la República Mexicana para no aburrir con sus “mañaneras”, solicitó a su jefe de medios “Los caminos de la vida”, como diría Cicerón: “O tempora, o mores…!”.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli