/ martes 13 de octubre de 2020

Debates inútiles

Cuando, después del debate de los candidatos a la vicepresidencia de los Estados Unidos, vi que en la redes sociales el tema dominante era el episodio de la mosca parada sobre la cabeza de Pence, ratifiqué mi convicción de que los debates no sirven para nada bueno y solo son un show mediático promovido al más puro estilo de los combates boxísticos que alcanzan una gran audiencia, no porque el público auténticamente desee analizar los aspectos profundos de las posiciones políticas, sino por el morbo de ver quién es más agresivo, más ingenioso o más majadero; o esperar que ocurra un episodio lateral insustancial pero llamativo como el de la mosca, o el de aquella chica que atrajo la atención en uno de los debates presidenciales mexicanos.

Estos ejercicios acaban siendo acartonados y aburridos, o bien grotescos. El debate entre Pence y Kamala Harris cayó en general dentro de la primera categoría y el que sostuvieron la semana anterior Trump y Biden correspondió a la segunda. En rigor no aportaron beneficios a la política porque la degradan a un ejercicio banal al centrarse en resaltar lo negativo del adversario en lugar de promover de las bondades de sus propuestas. Pueden ser divertidos, pero vistos con seriedad son deprimentes. No es edificante ver a un exvicepresidente llamar “payaso” y “mentiroso” al actual presidente; aunque los dos calificativos sean aplicables a este, no parece la mejor manera de conducir una discusión civilizada entre quienes aspiran a gobernar, y mientras Biden asestaba a Trump esos degradantes epítetos, este se la pasó a violando sin rubor las reglas del debate al interrumpir majaderamente a su adversario.

Hay quien piensa que ese espectáculo influye en la voluntad de los votantes pero esto no es así. La leyenda dice que la “sombra de las cinco de la tarde” en la cara de Nixon en el primer debate televisado en E.U. fue la causa de su derrota. Realmente esta se fraguó en las manipulaciones fraudulentas que se atribuyen a los demócratas en Illinois a favor de Kennedy. Hay testimonios de que Nixon no reclamó para que no se descubrieran los chanchullos que los republicanos también habían cometido en ese estado.

Por lo demás, lo cierto es que los espectadores que presencian los debates tienen ya previamente un favorito; la gran mayoría no son indecisos. Presencian el match como un combate pugilístico, alentando a su favorito y solo viendo los golpes que cree que este asesta a su rival. Los indecisos rara vez deciden su voto en razón del presunto resultado del debate pues, en general, la indecisión obedece a dos motivos: o se trata de personas que no tienen previamente una convicción política formada y por ello muchos de ellos ni siquiera presencian el evento y, los que lo hacen, es probable que acaben decepcionados de ambos candidatos y hasta asqueados de la política. En otros casos, la indecisión no es auténtica, pues en general los electores tienen ya preestablecida, a veces hasta inconscientemente, una inclinación ya sea por la persona que más les atrae independientemente de la ideología o por una concepción ideológica que se identifica con alguno de los dos grandes partidos. Ocurre frecuentemente que la supuesta indecisión deriva de una falta de concordancia entre la simpatía por la persona y la posición ideológica. Pero usualmente acaba imponiéndose la ubicación que, a manera de prejuicio, ya tenía la persona aun antes de ver el debate y la influencia de este sobre el resultado electoral realmente es mínima, particularmente en el sistema estadounidense de votación indirecta, donde ha ocurrido dos veces en este siglo que el candidato con menor votación popular obtiene la presidencia.

Por otro lado los debates tampoco aclaran bien el posicionamiento de los candidatos que suelen eludir las preguntas incómodas. En el vicepresidencial, Kamala Harris no precisó la posición de los demócratas respecto de la relación con China y Pence eludió referirse al incómodo cuestionamiento sobre la manera de manejar la sucesión presidencial en caso de falta absoluta del titular del Ejecutivo.

Lamentable faceta de estos debates es la distorsión de los conceptos que se emplean y el uso de medias verdades o de francas mentiras. Por ejemplo, Pence acusando prácticamente de comunista a Harris por el simple hecho de que el partido Demócrata promueve políticas de apoyo social, como destinar financiamiento público para la educación o la salud; o bien afirmando que Trump había ordenado el cierre total de los viajes provenientes de China cuando en realidad no fue así. Por su parte Kamala no fue capaz de sostener una posición clara en cuanto al uso del fracking para la explotación de hidrocarburos.

Lo sensato sería suprimir estos enfrentamientos pero, por supuesto, no sucederá porque el espectáculo es redituable en tanto entretiene a la gente y la hace sentir que participa de una auténtica decisión democrática aunque eso, en realidad, es solo una ilusión.

eduardoandrade1948@gmail.com

Cuando, después del debate de los candidatos a la vicepresidencia de los Estados Unidos, vi que en la redes sociales el tema dominante era el episodio de la mosca parada sobre la cabeza de Pence, ratifiqué mi convicción de que los debates no sirven para nada bueno y solo son un show mediático promovido al más puro estilo de los combates boxísticos que alcanzan una gran audiencia, no porque el público auténticamente desee analizar los aspectos profundos de las posiciones políticas, sino por el morbo de ver quién es más agresivo, más ingenioso o más majadero; o esperar que ocurra un episodio lateral insustancial pero llamativo como el de la mosca, o el de aquella chica que atrajo la atención en uno de los debates presidenciales mexicanos.

Estos ejercicios acaban siendo acartonados y aburridos, o bien grotescos. El debate entre Pence y Kamala Harris cayó en general dentro de la primera categoría y el que sostuvieron la semana anterior Trump y Biden correspondió a la segunda. En rigor no aportaron beneficios a la política porque la degradan a un ejercicio banal al centrarse en resaltar lo negativo del adversario en lugar de promover de las bondades de sus propuestas. Pueden ser divertidos, pero vistos con seriedad son deprimentes. No es edificante ver a un exvicepresidente llamar “payaso” y “mentiroso” al actual presidente; aunque los dos calificativos sean aplicables a este, no parece la mejor manera de conducir una discusión civilizada entre quienes aspiran a gobernar, y mientras Biden asestaba a Trump esos degradantes epítetos, este se la pasó a violando sin rubor las reglas del debate al interrumpir majaderamente a su adversario.

Hay quien piensa que ese espectáculo influye en la voluntad de los votantes pero esto no es así. La leyenda dice que la “sombra de las cinco de la tarde” en la cara de Nixon en el primer debate televisado en E.U. fue la causa de su derrota. Realmente esta se fraguó en las manipulaciones fraudulentas que se atribuyen a los demócratas en Illinois a favor de Kennedy. Hay testimonios de que Nixon no reclamó para que no se descubrieran los chanchullos que los republicanos también habían cometido en ese estado.

Por lo demás, lo cierto es que los espectadores que presencian los debates tienen ya previamente un favorito; la gran mayoría no son indecisos. Presencian el match como un combate pugilístico, alentando a su favorito y solo viendo los golpes que cree que este asesta a su rival. Los indecisos rara vez deciden su voto en razón del presunto resultado del debate pues, en general, la indecisión obedece a dos motivos: o se trata de personas que no tienen previamente una convicción política formada y por ello muchos de ellos ni siquiera presencian el evento y, los que lo hacen, es probable que acaben decepcionados de ambos candidatos y hasta asqueados de la política. En otros casos, la indecisión no es auténtica, pues en general los electores tienen ya preestablecida, a veces hasta inconscientemente, una inclinación ya sea por la persona que más les atrae independientemente de la ideología o por una concepción ideológica que se identifica con alguno de los dos grandes partidos. Ocurre frecuentemente que la supuesta indecisión deriva de una falta de concordancia entre la simpatía por la persona y la posición ideológica. Pero usualmente acaba imponiéndose la ubicación que, a manera de prejuicio, ya tenía la persona aun antes de ver el debate y la influencia de este sobre el resultado electoral realmente es mínima, particularmente en el sistema estadounidense de votación indirecta, donde ha ocurrido dos veces en este siglo que el candidato con menor votación popular obtiene la presidencia.

Por otro lado los debates tampoco aclaran bien el posicionamiento de los candidatos que suelen eludir las preguntas incómodas. En el vicepresidencial, Kamala Harris no precisó la posición de los demócratas respecto de la relación con China y Pence eludió referirse al incómodo cuestionamiento sobre la manera de manejar la sucesión presidencial en caso de falta absoluta del titular del Ejecutivo.

Lamentable faceta de estos debates es la distorsión de los conceptos que se emplean y el uso de medias verdades o de francas mentiras. Por ejemplo, Pence acusando prácticamente de comunista a Harris por el simple hecho de que el partido Demócrata promueve políticas de apoyo social, como destinar financiamiento público para la educación o la salud; o bien afirmando que Trump había ordenado el cierre total de los viajes provenientes de China cuando en realidad no fue así. Por su parte Kamala no fue capaz de sostener una posición clara en cuanto al uso del fracking para la explotación de hidrocarburos.

Lo sensato sería suprimir estos enfrentamientos pero, por supuesto, no sucederá porque el espectáculo es redituable en tanto entretiene a la gente y la hace sentir que participa de una auténtica decisión democrática aunque eso, en realidad, es solo una ilusión.

eduardoandrade1948@gmail.com