/ martes 27 de febrero de 2018

Desagradable, brutal y Trump

El miércoles, después de escuchar las historias desgarradoras de aquellos que perdieron hijos o amigos en el tiroteo de la escuela Parkland, Donald Trump —con tarjetas llenas de frases que sonaban empáticas en mano— propuso su respuesta: armar a los maestros.

Algo nos dice sobre el estado de nuestro discurso nacional que esto ni siquiera haya estado entre las reacciones más viles y tontas a la atrocidad. No, esos honores se los llevan las afirmaciones de muchas figuras conservadoras de que los estudiantes desconsolados estaban siendo manipulados por fuerzas siniestras o incluso de que eran actores pagados.

A pesar de ello, la terrible idea de Trump, salida directamente del manual de estrategias de la Asociación Nacional del Rifle (la NRA), fue profundamente reveladora, y la revelación va más allá de los temas relativos al control de armas. Lo que está sucediendo en Estados Unidos en este momento no solo es una guerra cultural.

Es una guerra, para la mayoría de la derecha de hoy, contra el concepto mismo de comunidad, de una sociedad que usa la institución a la que llamamos gobierno para ofrecer ciertas protecciones básicas a todos sus miembros.

Ninguna otra nación avanzada experimenta masacres frecuentes como nosotros. ¿Por qué? Porque imponen revisiones de antecedentes a los futuros propietarios de armas, limitan la preponderancia de las armas en general y prohíben las armas de asalto que permiten a un asesino disparar a decenas de personas antes de poder abatirlo (en masculino, porque el sujeto siempre es un hombre). Sí, esas normas funcionan. Tomemos el ejemplo de Australia, que solía tener una que otra masacre con armas de fuego al estilo estadounidense.

Después de un ejemplo particularmente atroz en 1996, el gobierno prohibió las armas de asalto y se las confiscó a aquellos que ya las tenían. Desde entonces, se acabaron las masacres. Mientras tanto, cualquiera que se imagine que una persona sin experiencia con armas de fuego que tenga una en su poder puede salvar a los demás de un asesino enloquecido con un arma semiautomática —en lugar de iniciar un tiroteo y herir en el fuego cruzado a varios más en la confusión— ha visto demasiadas películas de acción de las malas.

Como dije, eso no tiene que ver solo con las armas. Para ver por qué, consideremos el mismo ejemplo que suele usarse para ilustrar la relación tan extraña que tenemos con las armas de fuego: pensemos en cómo tratamos la propiedad y la operación de los automóviles.

Es cierto que es mucho más difícil obtener una licencia de conducir que comprar un arma mortal, y que imponemos muchas normas de seguridad a nuestros vehículos. Además, las muertes por accidentes de tránsito —que solían ser mucho más comunes que las muertes por armas de fuego— han disminuido mucho a lo largo del tiempo.

Sin embargo, las muertes ocasionadas por accidentes automovilísticos podrían y deberían haber disminuido todavía más. Lo sabemos porque, como lo señala mi colega.

El miércoles, después de escuchar las historias desgarradoras de aquellos que perdieron hijos o amigos en el tiroteo de la escuela Parkland, Donald Trump —con tarjetas llenas de frases que sonaban empáticas en mano— propuso su respuesta: armar a los maestros.

Algo nos dice sobre el estado de nuestro discurso nacional que esto ni siquiera haya estado entre las reacciones más viles y tontas a la atrocidad. No, esos honores se los llevan las afirmaciones de muchas figuras conservadoras de que los estudiantes desconsolados estaban siendo manipulados por fuerzas siniestras o incluso de que eran actores pagados.

A pesar de ello, la terrible idea de Trump, salida directamente del manual de estrategias de la Asociación Nacional del Rifle (la NRA), fue profundamente reveladora, y la revelación va más allá de los temas relativos al control de armas. Lo que está sucediendo en Estados Unidos en este momento no solo es una guerra cultural.

Es una guerra, para la mayoría de la derecha de hoy, contra el concepto mismo de comunidad, de una sociedad que usa la institución a la que llamamos gobierno para ofrecer ciertas protecciones básicas a todos sus miembros.

Ninguna otra nación avanzada experimenta masacres frecuentes como nosotros. ¿Por qué? Porque imponen revisiones de antecedentes a los futuros propietarios de armas, limitan la preponderancia de las armas en general y prohíben las armas de asalto que permiten a un asesino disparar a decenas de personas antes de poder abatirlo (en masculino, porque el sujeto siempre es un hombre). Sí, esas normas funcionan. Tomemos el ejemplo de Australia, que solía tener una que otra masacre con armas de fuego al estilo estadounidense.

Después de un ejemplo particularmente atroz en 1996, el gobierno prohibió las armas de asalto y se las confiscó a aquellos que ya las tenían. Desde entonces, se acabaron las masacres. Mientras tanto, cualquiera que se imagine que una persona sin experiencia con armas de fuego que tenga una en su poder puede salvar a los demás de un asesino enloquecido con un arma semiautomática —en lugar de iniciar un tiroteo y herir en el fuego cruzado a varios más en la confusión— ha visto demasiadas películas de acción de las malas.

Como dije, eso no tiene que ver solo con las armas. Para ver por qué, consideremos el mismo ejemplo que suele usarse para ilustrar la relación tan extraña que tenemos con las armas de fuego: pensemos en cómo tratamos la propiedad y la operación de los automóviles.

Es cierto que es mucho más difícil obtener una licencia de conducir que comprar un arma mortal, y que imponemos muchas normas de seguridad a nuestros vehículos. Además, las muertes por accidentes de tránsito —que solían ser mucho más comunes que las muertes por armas de fuego— han disminuido mucho a lo largo del tiempo.

Sin embargo, las muertes ocasionadas por accidentes automovilísticos podrían y deberían haber disminuido todavía más. Lo sabemos porque, como lo señala mi colega.