/ jueves 2 de noviembre de 2017

Día de Muertos

Desde que José Guadalupe Posada, el ilustre grabador, ilustrador y caricaturista, inmortalizó a La Catrina -bien vestida y engalanada- en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, resucitando una visión cósmica de la muerte, como dijera Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad, nadie había llevado al mundo plástico la resonancia de la muerte en el espíritu nacional.

Y la resumió magistralmente dibujando con trazos alegres, llenos de burla e ironía, el supuesto papel de la muerte. Los mayas, por ejemplo, con su finura espiritual percibieron que la muerte no es lo que se supone a primera vista, aniquilamiento total, sino transformación y renovación. Y sin llegar al extremo de los aztecas con sus rituales sacrificadores para aplacar furias en el panteón de sus deidades, vieron en la muerte la sombra de un cambio, de un tránsito a un estado superior para reanudar algo que se había interrumpido, lo mismo que los mixteco-zapotecas y que los tarascos.

Desecharon de plano el sacrificio aplacador. Más tarde, con la Conquista, se mezclaron ideales y sensaciones y la muerte apareció con el perfil religioso-político que convenía a la Iglesia. Pero la emoción de ese tránsito quedó impresa en el alma nacional, no como un misterio o como un acabamiento, sino como una prolongación de la vida.

Y por eso Posada vistió lo huesos solos, sin las ataduras de la carne, con la engalanadura y toque alegre de vestidos coquetos, con la alegría de un ritual que con una sonrisa mestiza desdeña el fin e inutilidad de todo. ¡La muerte con vestido y con sombrero! Diego Rivera la bautizó así, como La Catrina, al verla con un sombrero ostentoso, descomunal y desdeñando lo dizque pasajero. Visión cósmica de la vida y de la muerte, porque no es reírse de ésta sino con ella. ¿De qué? De lo que no se entiende o mal entiende. Figura heroica que se opone a un cristianismo agotador, aniquilador. Figura, sí, mestiza, y que se ríe de que la confundan con lo que no es.

No es folclore evocar esa tradición, tampoco es paganismo retardado ni contradicción de un pueblo que se pregona guadalupano. Es visión del mundo, que no de los vencidos evocando al gran Miguel León-Portilla. Vencidos los que le ponen un punto final al destino humano. En el fondo somos eso, la alegría de vivir y el desdén por la muerte; incluso en medio de una muerte atroz, maquillada de crimen organizado o desorganizado, que maltrata al país con su violencia cotidiana. Pero no es desdén cargado de desprecio. Es desdén porque el pueblo no acepta, en el fondo de su espíritu ancestral, que La Catrina sea como la pintan o dibujan. Con su sonrisa que se adivina entre muecas y contorsiones burlescas del rostro, esa muerte bien vestida y engalanada nos recuerda que no somos tan pasajeros o transitorios, que no sólo pasamos presto o duramos poco, viajeros transeúntes que acaban siendo nada o, a lo sumo, un recuerdo, una evocación.

Al catolicismo impuesto y en gran parte descompuesto, alterado, le oponemos -¿para completarlo?- una tradición que muy lejos del costumbrismo rebasa las fronteras del tiempo y dice con risas y carcajadas qué esperamos de esto, de la vida. Por eso aplaudo el magnífico desfile de hace unos días que alborotó el alma de la Ciudad de México uniendo conciencias y paciencias, optimismos y pesimismos. Sí, el alma, que va de la mano de La Catrina cantándole a la vida, a la existencia humana, terrena, que esculpida con polvo perdura bajo el aliento de la eternidad.

@RaulCarranca

www.facebook.com/despacho.raulcarranca

Desde que José Guadalupe Posada, el ilustre grabador, ilustrador y caricaturista, inmortalizó a La Catrina -bien vestida y engalanada- en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, resucitando una visión cósmica de la muerte, como dijera Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad, nadie había llevado al mundo plástico la resonancia de la muerte en el espíritu nacional.

Y la resumió magistralmente dibujando con trazos alegres, llenos de burla e ironía, el supuesto papel de la muerte. Los mayas, por ejemplo, con su finura espiritual percibieron que la muerte no es lo que se supone a primera vista, aniquilamiento total, sino transformación y renovación. Y sin llegar al extremo de los aztecas con sus rituales sacrificadores para aplacar furias en el panteón de sus deidades, vieron en la muerte la sombra de un cambio, de un tránsito a un estado superior para reanudar algo que se había interrumpido, lo mismo que los mixteco-zapotecas y que los tarascos.

Desecharon de plano el sacrificio aplacador. Más tarde, con la Conquista, se mezclaron ideales y sensaciones y la muerte apareció con el perfil religioso-político que convenía a la Iglesia. Pero la emoción de ese tránsito quedó impresa en el alma nacional, no como un misterio o como un acabamiento, sino como una prolongación de la vida.

Y por eso Posada vistió lo huesos solos, sin las ataduras de la carne, con la engalanadura y toque alegre de vestidos coquetos, con la alegría de un ritual que con una sonrisa mestiza desdeña el fin e inutilidad de todo. ¡La muerte con vestido y con sombrero! Diego Rivera la bautizó así, como La Catrina, al verla con un sombrero ostentoso, descomunal y desdeñando lo dizque pasajero. Visión cósmica de la vida y de la muerte, porque no es reírse de ésta sino con ella. ¿De qué? De lo que no se entiende o mal entiende. Figura heroica que se opone a un cristianismo agotador, aniquilador. Figura, sí, mestiza, y que se ríe de que la confundan con lo que no es.

No es folclore evocar esa tradición, tampoco es paganismo retardado ni contradicción de un pueblo que se pregona guadalupano. Es visión del mundo, que no de los vencidos evocando al gran Miguel León-Portilla. Vencidos los que le ponen un punto final al destino humano. En el fondo somos eso, la alegría de vivir y el desdén por la muerte; incluso en medio de una muerte atroz, maquillada de crimen organizado o desorganizado, que maltrata al país con su violencia cotidiana. Pero no es desdén cargado de desprecio. Es desdén porque el pueblo no acepta, en el fondo de su espíritu ancestral, que La Catrina sea como la pintan o dibujan. Con su sonrisa que se adivina entre muecas y contorsiones burlescas del rostro, esa muerte bien vestida y engalanada nos recuerda que no somos tan pasajeros o transitorios, que no sólo pasamos presto o duramos poco, viajeros transeúntes que acaban siendo nada o, a lo sumo, un recuerdo, una evocación.

Al catolicismo impuesto y en gran parte descompuesto, alterado, le oponemos -¿para completarlo?- una tradición que muy lejos del costumbrismo rebasa las fronteras del tiempo y dice con risas y carcajadas qué esperamos de esto, de la vida. Por eso aplaudo el magnífico desfile de hace unos días que alborotó el alma de la Ciudad de México uniendo conciencias y paciencias, optimismos y pesimismos. Sí, el alma, que va de la mano de La Catrina cantándole a la vida, a la existencia humana, terrena, que esculpida con polvo perdura bajo el aliento de la eternidad.

@RaulCarranca

www.facebook.com/despacho.raulcarranca